La triste noche de la restauración conservadora en Ecuador
23/12/2014
- Opinión
Hace unos días atrás volví sobre las imágenes de lo que fue el levantamiento indígena convocado por la CONAIE (Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador) en 1990. La fuerza de estas imágenes está en la honestidad de la lucha indígena. El empuje y la convicción encarnadas en todos y cada uno de los miles de indígenas que se hicieron presentes en las calles y carreteras del país, la impecable organización del levantamiento y de las diversas expresiones y manifestaciones con las que recrearon su voz, la indómita voluntad de su lucha y la coherencia de sus posiciones, permitieron que de forma inmediata y en los años posteriores, poco a poco se logre arrebatar al poder reivindicaciones históricamente pendientes. La lucha de los pueblos y nacionalidades indígenas por la tierra y el territorio o por la construcción de un Estado plurinacional, lo que entraña de forma sustantiva el respeto a sus formas de vida y organización social, se mantiene aún vigente.
La coyuntura política ecuatoriana de mediados de la primera década de este siglo, fundamentalmente después de la ascensión al poder del gobierno de la Revolución Ciudadana (2007), y sobre todo durante el período constituyente, parecía haber comprendido la necesidad de incorporar las demandas del movimiento indígena y traducir los contenidos de su lucha en políticas estatales. Todo indicaba que el movimiento indígena se convertiría en aliado natural del gobierno.
En la actualidad, ambos supuestos –políticas estatales capaces de canalizar las demandas del movimiento indígena y alianza con la CONAIE- se han desvanecido. Por un lado, las políticas estatales orientadas a incidir sobre la realidad que enfrentan pueblos y nacionalidades, diseñadas al margen del movimiento indígena, no han tenido ni la fortaleza ni la trascendencia esperadas. En ciertos casos, los cambios introducidos han sido poco relevantes en términos de la ampliación y de la participación democrática o de la lucha contra la injusticia histórica que soportan pueblos y nacionalidades, y no en pocas ocasiones indicativos de un balance desfavorable. Basta pensar en el desmantelamiento del Sistema de Educación Intercultural Bilingüe que pese a sus limitaciones no ha podido ser adecuadamente reemplazado por la institucionalidad vigente o en la aventurada iniciativa gubernamental alrededor de la construcción de las Comunidades del Milenio, que desestructuran el lugar de vida de las comunidades y promueven la adopción de patrones culturales ajenos.
Por otro lado, existe una fractura entre el movimiento indígena y el gobierno cuya lógica de actuación ha demostrado no poder procesar diferencias, menos aún tolerar posturas críticas o alternativas a una supuesta verdad que se pretende imponer como la única, válida e irrefutable. Lejos de reconocer el peso histórico de la CONAIE, ha sido usual que el gobierno recurra al ataque a sus dirigentes y que utilice un lenguaje que recuerda argumentos de los tiempos de la colonia, imponiendo una lógica de desarrollo hegemónica e inapelable. Tampoco ha existido la voluntad de llevar a cabo un diálogo serio y horizontal, menos aún de apoyar el fortalecimiento de las organizaciones de pueblos y nacionalidades. En contraposición a los idearios iniciales de Alianza País, la colonialidad del discurso y prácticas gubernamentales han contribuido al debilitamiento de las organizaciones indígenas y la fijación de estereotipos, para culminar con la reciente decisión de despojar a la CONAIE de las instalaciones que ocupaba hace más de dos décadas.
Resulta importante situar la anterior referencia y el déficit de articulación con el movimiento indígena ecuatoriano a la luz de la llamada restauración conservadora que varios estudiosos de la realidad latinoamericana identifican como una amenaza que se cierne sobre varios países de la región y que, advertían, podría concretarse en los procesos electorales recién concluidos (Bolivia, Brasil y Uruguay) o en los venideros (elección de nuevos representantes para la Asamblea Nacional en la República Bolivariana de Venezuela y elección presidencial en Argentina en 2015). Al decir de académicos comprometidos con posturas de izquierda como Emir Sader (2009 y 2014) o Luis Suárez (2014), la restauración conservadora encarna la alianza entre fuerzas políticas y económicas de Estados Unidos y sectores de poder al interior de países latinoamericanos para desestabilizar gobiernos que han fortalecido el papel del Estado en diversos ámbitos económicos y sociales, que mantienen un discurso nacionalista, de respeto a la soberanía y a la autodeterminación y que, en definitiva, se ubicarían dentro de una propuesta de gestión pos-neoliberal.
Luego de los estrepitosos fracasos de Estados Unidos por el control del Oriente Medio, nuestro vecino del norte sin duda ha regresado a ver con un interés renovado a la región a la que siempre consideró una extensión de su territorio, tanto en lo que respecta al valor geoestratégico de algunas áreas, como en relación a la disponibilidad de los valiosos bienes comunes que contiene su territorio (agua, bosques, biodiversidad, minerales y petróleo) de los que depende su economía. A estos dos objetivos centrales se adiciona la preocupación estadounidense por la creciente presencia de intereses chinos o rusos en el continente, lo que implica una competencia directa a sus intereses y al control total sobre la región.
En el renovado interés de Estados Unidos hacia la región es altamente preocupante constatar el incremento de la asistencia militar canalizada a América Latina y el Caribe a través de sus principales aliados y la profundización de estrategias volcadas al control de los mercados como la Iniciativa de Integración de la Infraestructura Regional Suramericana (IIRSA), impulsada por BID en 2000 y actualmente bajo el liderazgo de UNASUR (COSIPLAN-IIRSA); el Plan Puebla Panamá (2000), hoy Proyecto Mesoamericano; o la Alianza para el Pacífico constituida en 2011 por México, Perú, Chile y Colombia. En el ámbito de la seguridad, junto al incremento de la ayuda militar y policial (528 millones de dólares destinados a Colombia entre 2013 y 2014 y cerca de 1.500 millones de dólares a México entre 2009 y 2014), la continuación de las actividades del SOUTHCOM y el despliegue desde 2008 de la IV Flota de la Marina de Guerra, Estados Unidos cuentan en América Latina con alrededor de 80 bases militares.
Es indudable que el creciente control de Washington hacia la región no solo es parte de una estrategia de restauración conservadora, sino una maniobra concreta de intimidación. Es obvio también que no todos los sectores internos dominantes están a gusto con algunas de las medidas adoptadas por los gobiernos pos-neoliberales, especialmente en lo concerniente a la mayor presencia estatal en áreas económicas que a inicios de este siglo eran competencia exclusiva de los intereses privados, y que ven con recelo el distanciamiento frente a Estados Unidos.
El contrapeso más inteligente desplegado por la región para contestar la injerencia estadounidense y la llamada restauración conservadora ha sido el desarrollo de las iniciativas de integración construidas de manera autónoma respecto a los Estados Unidos: la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América -ALBA-TCP- (2004), la Unión de Naciones del Sur –UNASUR- (2008), la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños –CELAC- (2011) y el propio MERCOSUR que, constituido en 1991, fue relanzado en el año 2000.
Hacia lo interno, además del impulso de importante infraestructura social, los gobiernos pos- neoliberales, como el de Ecuador, han canalizado esfuerzos y recursos para incidir sobre
algunas de las más graves asimetrías de las sociedades latinoamericanas, con énfasis en la superación de la pobreza, la ampliación de las coberturas de educación y salud, acompañados en casi todos los casos del mantenimiento de extensos programas de subsidios dirigidos a la población con mayores necesidades sociales.
Si se considera que la política de control de los Estados Unidos y una mayor injerencia en nuestras sociedades podría agudizarse como resultado de la erosión que soporta el capitalismo como sistema mundial, la conclusión directa es la existencia de un equilibrio inestable que pone en juego la continuidad y profundización de los cambios emprendidos por los gobiernos pos neoliberales, o su retroceso en manos de la derecha.
Tal inestabilidad no es sin embargo motivada únicamente por elementos externos o puede ser solo endosable a fuerzas de derecha presentes al interior de nuestros países. Existen también variables adicionales que han erosionado y debilitado procesos políticos prometedores de cambios sustanciales.
El caso ecuatoriano resulta emblemático al respecto. Un proyecto político que despertó el interés de los más importantes sectores sociales ha privilegiado en la actualidad un modelo de gestión gubernamental que excluye de la política a trabajadores, pobladores urbanos, campesinos e indígenas, a movimientos organizados de mujeres, jóvenes o ambientalistas.
Un proceso de mayor densidad democrática, orientado a la profundización de los cambios pos- neoliberales iniciados y que permita responder al nuevo intervencionismo, demandaría que el propio gobierno impulse “la recomposición de sujetos sociales antineoliberales y anticapitalistas (que), en una etapa posterior, a partir de un Estado refundado, (puedan) cristalizar la nueva relación de fuerzas y de poder entre los grandes bloques sociales” (Sader, 2009: 191).
El balance con respecto a dichos cambios es sin embargo negativo. En el Ecuador, la construcción de la organización política ha sido reducida a la creación de una maquinaria electoral, que activa la concurrencia de servidores públicos y promueve la convocatoria a participar y celebrar políticas definidas por el Estado. No se ha concedido importancia al diálogo político ni a la construcción de agendas que apunten a concretar las reivindicaciones sociales incorporadas en el marco constitucional como el Estado Plurinacional o los derechos de la naturaleza; no se han considerado mecanismos de consulta para modificar la Constitución – una Carta Magna que fungía como ejemplo de participación ciudadana-, ni para la firma de acuerdos comerciales como el reciente tratado de libre comercio con la Unión Europea, cuyos contenidos permanecen desconocidos para la población ecuatoriana. Antes que impulsar acuerdos y alianzas con sectores sociales y movimientos organizados, el gobierno ha optado por un estilo de gestión autoritaria y escasamente permeable a las demandas de minorías o de la diversidad cultural presente en el país. Dicha diversidad ha sido vista como un problema a ser resuelto y no como una ventaja a ser potenciada. El gobierno ecuatoriano ha despreciado las posiciones levantadas por colectivos que representan intereses de género o distintas opciones sexuales. Ante el disenso o la crítica, se ha instalado un estilo que linda con la persecución y la censura.
En este contexto, resulta una mirada parcial señalar que la restauración conservadora es motivada por fuerzas externas, de la misma manera en que es incompleto señalar que esta restauración solo es producto de la alianza entre grupos de poder internos que sienten amenazados sus intereses y los Estados Unidos. La restauración conservadora se presenta como un fenómeno bastante más complejo que de paralelamente se ha venido gestando en el seno del propio gobierno ecuatoriano. Hay un desgaste en la gestión e incluso una pérdida de las posturas
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