Conflicto agrario y movimiento campesino

29/06/2014
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Artículo publicado en la Revista América Latina en Movimiento No. 496: En el año de la agricultura familiar: Políticas y alternativas en el agro 24/11/2014
Durante las últimas décadas en América del Sur se dieron importantes movilizaciones y revueltas sociales de campesinos e indígenas por la consolidación de sus territorios, avances legales, nacionales y regionales.  Paralelamente se observa una mayor urbanización como expresión de “modernidad”.  Sin embargo, los avances conseguidos por la población rural están en retroceso y se ven permanentemente amenazados y asediados por las prácticas “modernas” y empresariales, impuestas por un “modelo” de desarrollo agroindustrial y extractivista que cuestiona la viabilidad de la agricultura familiar y la economía indígena y campesina[1].
 
En Paraguay, por ser un país que basa su economía en la ganadería y en la agricultura, la tierra es un bien imprescindible.  Además de ser un recurso productivo, genera poder político y económico a una minoría dueña de grandes extensiones.  Para el campesino y la campesina, en cambio, es un medio de vida, es parte de su identidad, de su cultura, es el Tekoha (lugar, territorio) donde se desarrolla el Teko (modo de ser).  El acelerado proceso de acaparamiento de la tierra por parte de los gestores del agronegocio, desde la década del 2000, produce graves consecuencias sobre la población campesina, afectando a su modelo productivo, su medio ambiente y la biodiversidad.
 
El derecho a la tierra, una de las demandas históricas del campesinado y sobre el cual sucesivos gobiernos han hecho permanentes promesas, continúa siendo uno de los desafíos centrales en el actual proceso de desarrollo agrario.  Las familias campesinas y los pueblos originarios, verdaderos sujetos de la reforma agraria y del desarrollo rural, son víctimas de un modelo de desarrollo que produce despojo y carencias, además de la contaminación de sus comunidades con los agroquímicos utilizados en total contravención de las normas ambientales.
 
Desde la caída de la dictadura (1989), las organizaciones campesinas y de sin tierras emprendieron una intensa lucha por la tierra, con la cual lograron la habilitación de varios asentamientos rurales en todo el país.  La Encuesta Agropecuaria del 2002 realizada por el Ministerio de Agricultura y Ganadería (MAG), muestra un considerable aumento de las fincas campesinas, en la década de 1990 y principios del 2000.  Dichos aumentos se dieron en parcelas de 5 a 10 hectáreas y de 10 a 20 hectáreas[2].  Desde la Encuesta Agropecuaria del 2002 hasta el Censo Agropecuario 2008, se observa un proceso de debilitamiento en la agricultura campesina por la disminución de las parcelas y por el incremento o la expansión de la agricultura empresarial.  La superficie sembrada de soja pasó de 1.550.000 hectáreas en el 2003 a 1.936.000 hectáreas en el 2004, un incremento de 386.000 hectáreas en sólo un año[3].
 
La expansión de la frontera agropecuaria favoreció íntegramente a los medianos y grandes productores, lo que sumado a la ausencia de programas de desarrollo por parte del Estado para el sector de la agricultura campesina, genera una mayor concentración y polarización entre ésta y la agricultura empresarial.
 
Lucha por la tierra, principal foco de tensión
 
La negativa de la expropiación de un latifundio de 22 mil hectáreas de tierras pertenecientes a un empresario brasileño, en los departamentos de San Pedro y Canindeyú en el 2011, marca el reinicio de la lucha por la tierra.  Las organizaciones campesinas reactivan las ocupaciones, como única alternativa de acceso a la tierra.  La Liga Nacional de Carperos, una organización de sin tierras fundada en el año 2011, y otras organizaciones históricas, comenzaron a presionar sobre las grandes propiedades, especialmente las consideradas malhabidas, tierras usurpadas por personas no sujetas de la reforma agraria.
 
Ante esta nueva ofensiva del movimiento sin tierras, el sector oligárquico reacciona corporativamente frente a la amenaza de las ocupaciones e inicia una fuerte campaña de defensa de sus intereses y contra las posibles acciones estatales de recuperación de tierras malhabidas.  El discurso se fundamenta en la incapacidad del ente regulador en reasignar tierras ya colonizadas y la corrupción que permea las compras de tierras.
 
Durante el 2013 y en lo que va del 2014, el conflicto por la tierra continúa aunque no con la intensidad de años anteriores.  La fuerte campaña mediática emprendida por los medios de comunicación comerciales y por los grupos de poder económicos, por el caso Curuguaty, en el sentido que los campesinos son los culpables de ocasionar este tipo de acciones, tuvo su influencia en la disminución de ocupaciones.  La tragedia fue utilizada por el ministerio público y por la policía para etiquetar a los campesinos como peligrosos y para evidenciar la necesidad de extremar los recursos de la fuerza represiva para otras eventuales acciones.
 
El trágico suceso de Marina Cué muestra que la justicia y el Estado en general sólo están para defender los intereses de la clase que tiene el poder político y económico.  Pese a las denuncias realizadas por organizaciones de derechos humanos, y por organizaciones sociales y políticas nacionales y extranjeras, el juzgamiento no tuvo un tratamiento adecuado e imparcial.
 
Agronegocios y desnutrición
 
La incursión del agronegocio y la falta de acceso a la tierra por parte de las familias campesinas, también afectan el derecho a la alimentación.  La superficie que ocupa el monocultivo de la soja, según la zafra 2013/2014, es de 3.300.000 hectáreas, mientras que la superficie destinada a la agricultura campesina es apenas de 1.243.475 hectáreas, lo que equivale al 4% del total de superficie destinada a la producción primaria[4].  Esta tendencia muestra que la producción de alimentos, tanto para el auto sustento como para abastecer a la población, está disminuyendo considerablemente.
 
Según el Programa Mundial de Alimentos de las Nacionales Unidas, Paraguay se ubica en el tercer lugar de los peor nutridos de toda América, superado solo por Guatemala y Haití, según el Mapa Mundial del Hambre 2012, elaborado por este organismo internacional.  Este estudio revela que el 25,5 por ciento de la población paraguaya hoy día no está bien nutrida[5].
 
En este proceso de producción de alimentos, las mujeres rurales tienen un rol fundamental, son las principales encargadas de producir y procesar los alimentos cotidianamente.  Sin embargo, su aporte real a la producción y a la economía no está visibilizado como tal.  Es así que, según el Censo Agropecuario 2008, las mujeres productoras sólo llegan al 22%, mientras que los hombres figuran con el 78%.  No cabe dudas que ellas participan activamente dentro de la agricultura campesina, sin recibir ninguna remuneración por su fuerza laboral ni el reconocimiento social y económico, pues su trabajo es considerado como una ayuda para la familia.
 
El avance del agronegocio sobre los territorios campesinos e indígenas, abre otro foco de tensión a las organizaciones campesinas, de mujeres e indígenas.  El uso sin control de agroquímicos ligado a este tipo de agricultura afecta no sólo los suelos, las fuentes de agua y la biodiversidad, sino también a los cultivos de las poblaciones, a la cría de animales menores y a la salud, con la aparición de enfermedades que antes no existían con la intensidad y complejidad con la que se dan ahora, como las afecciones estomacales, de la piel, dolores de cabeza, hipertensión, entre otras.
 
Frente a esto, el Estado no ha puesto ninguna restricción, el avance es progresivo y la exposición de la población a estos peligrosos productos es cada vez más masiva.
 
Además de la desigual distribución de la tierra, las políticas públicas priorizan cada vez más el agronegocio, favoreciendo su expansión y la marginalización de la agricultura campesina, especialmente de las mujeres productoras y la población indígena.  “Los programas e incentivos estatales para la producción agropecuaria han favorecido a las élites empresariales, las cuales han podido aprovechar mejor las nuevas oportunidades, acumulando cada vez más activos y poder político.  Este sesgo agroexportador se da prácticamente en todos los países de América del Sur, si bien la magnitud del problema no es igual de aguda en todos ellos”[6].
 
Las instituciones públicas responsables de velar por el cumplimiento de las leyes ambientales no han cumplido su misión, además han actuado en contravención a las mismas.  Las comunidades campesinas que han sido avasalladas por el agronegocio y que han reclamado el cumplimiento de las normativas ambientales, levantando su voz de protesta, tratando de poner límites a las fumigaciones permanentes, han sido criminalizadas.  Los dirigentes y dirigentas de las comunidades y asentamientos afectados por el avance del agronegocio, y que han tratado de defender sus comunidades, fueron y están siendo perseguidos/as e imputados/as por las mismas instituciones responsables de cumplir el mandato de la ley.
 
Conclusión
 
El acelerado proceso de concentración de la tierra por actores y sectores del agronegocio y de la ganadería, seguirá siendo una de las principales causas de conflictividad en el campo.  A esta extrema desigualdad en la distribución de la tierra, se suma el avance del monocultivo de la soja que usurpa el territorio a los campesinos paraguayos y a los pueblos indígenas, obligándolos a migrar a las periferias de las ciudades.  En Paraguay, este proceso de migración campo-ciudad continuará sin pausa en la misma medida en que la agricultura campesina vaya perdiendo tierras a favor del agronegocio.
 
El reconocimiento de la agricultura campesina como principal proveedor de la producción de alimentos sanos y diversificados a la población, lo debe tener en cuenta el Estado y específicamente las instituciones responsables de este sector productivo.  Así también, el reconocimiento del trabajo femenino en la agricultura es clave para garantizar la soberanía y seguridad alimentaria.
 
La degradación del medio ambiente como consecuencia del uso intensivo de los recursos naturales pone en peligro la capacidad de la tierra para seguir produciendo alimentos y otras necesidades de la humanidad.  Cada vez hará falta mayor cantidad de alimentos, forrajes y combustibles para lo cual el recurso tierra es fundamental.
 
Frente a estos desafíos, urge seguir buscando salidas jurídicas, así como modelos de producción adecuados que permitan a los campesinos y campesinas el desarrollo de una vida digna en lo que respecta a la seguridad y soberanía alimentarias y al derecho de vivir en un ambiente saludable y ecológicamente equilibrado, como manda la Constitución Nacional.
 
- Elsy Vera, comunicadora social paraguaya, trabaja como investigadora y corresponsable del Informativo Campesino, del Área Sociogremial del Centro de Documentación y Estudios (CDE).
 


[1] Dobrée, Patricio.  Presentación en Dobrée, Patricio La tierra en el Paraguay: de la desigualdad al ejercicio de derechos.
[2] MAG.  Encuesta Agropecuaria 2002 y CAN 1991
[4] CDE.  Informativo Campesino Nº 253. 
[6]Guereña, Arantxa 2013.  El espejismo de la soja.  Los límites de la responsabilidad social empresarial: El caso de Desarrollo Agrícola del Paraguay (Oxfam, Asunción).
https://www.alainet.org/es/active/79239

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