Y las masacres no paran. Ahora Apartadó
11/03/2005
- Opinión
“Nada va bien en un sistema político en que las palabras contradicen los hechos”
Napoleón Hace días conocimos a través de los principales medios de comunicación existentes en el país, verbigracia, el Tiempo y el Espectador, y no precisamente con profuso despliegue informativo la trágica y repudiable noticia que la comunidad de paz de San José de Apartadó fue víctima de una brutal y despreciable masacre. Otra más contra quienes empuñan el innegociable valor de la imparcialidad y la neutralidad frente a quienes han hecho del crimen, la tortura y la desaparición forzada su principal seña de identidad. De los fragmentarios, difusos y hasta contradictorios informes proporcionados por importantes miembros de esa comunidad al padre Javier Giraldo - reconocido defensor de los Derechos Humanos en el país y miembro orgánico del CINEP-, podemos colegir sin duda que, al menos en dicha masacre fueron asesinados de manera vil y cobarde más de una docena de personas y entre las que se cuentan y como pasó a ser ya secular costumbre, varios niños, lo que nos conduce a pensar que existe una deplorable y cada vez más notoria infantilización de las masacres. En este bárbaro acto, perpetrado en una fecha aún no determinada, pues unos habitantes de la región hablan que se produjo el 19 febrero y otros que se dio el 21 de este mismo mes, cayó asesinado también y para regocijo de sus victimarios y tristeza para quienes entendimos su misión al frente de su comunidad, Luis Eduardo Guerra, presidente de esa original iniciativa y con él su esposa, un hijo y varios miembros de ese singular colectivo, el cual contra todos los pronósticos, consabidas estigmatizaciones y falta de apoyo oficial se logró erigir hace algo más de 8 años como un actor neutral e imparcial frente al accionar de los distintos grupos armados que existen esa convulsa región del país. La imparcialidad y neutralidad que dicha comunidad ha definido y defendido como elementos modélicos e inesquivables patrones de conducta frente a todos los actores armados, no ha evitado, sin embargo, que contra sus integrantes se haya procedido de manera violenta, a tal punto que con esta nueva masacre sean más de 150 las personas que la mencionada comunidad ha perdido desde su creación en 1997. La mayoría de sus víctimas se le atribuyen a las fuerzas del narcoparamilitarismo y hasta donde mis conocimientos llegan son pocos los responsables que pagan condenas por semejantes desafueros. Desafueros que deberían conmover, sin medias tintas, a una sociedad que se dice y define como democrática. La realidad nos dice, en cambio, que estamos lejos de este baremo y que más que clamar nuestra sociedad porque este tipo de actos no se repitan de la manera como se suceden, lo que ha caído es en una especie de banalización de la violencia cuyo corolario más evidente es que la masacre de hoy hace olvidar a la de ayer y la de mañana hará olvidar a la de hoy. ¡Triste fatalidad¡ A los familiares de las víctimas cuando esto sucede sólo les queda la denuncia. Así, San José de Apartadó vuelve y llora a sus muertos y, sin embargo, no se calla frente a la barbarie. Las primeras denuncias realizadas por miembros de la comunidad de paz apuntan en su dirección y sentido a que fueron militares adscritos a la Décima séptima Brigada del Ejército los responsables de esta nueva masacre cometida contra indefensos e inocentes campesinos. El Ministro de Defensa Jorge Alberto Botero lo niega diciendo que las Fuerzas militares tienen la conciencia tranquila y el Comandante del Ejército, General Hernando Castellano no sólo lo niega sino que señala a las FARC como los autores de semejante canallada. La situación se torna más grave como quiera que a esta comunidad de paz el Gobierno Nacional estaba obligado a garantizarle la debida protección. Así al menos lo determinó en su momento la Corte Constitucional en un fallo de tutela y de igual manera lo ha determinado y en no contadas ocasiones la Corte Interamericana de Derechos Humanos de la OEA, la que incluso, como último recurso, había solicitado una medida provisional. Ninguna de estas medidas fue atendida por el actual Gobierno y tampoco sirvió que la misma comunidad le demandase la requerida protección al mismísimo Vicepresidente de la República, señor Francisco Santos, el día 13 de diciembre del año 2004. La masacre se produjo y hoy no sabemos por qué motivos sí la comunidad había solicitado con carácter perentorio la debida protección a un funcionario de tan alta investidura, la misma no se garantizara e hiciera efectiva con la debida celeridad, lo que configura al menos una clamorosa y repudiable negligencia, tan asesina esta actitud como las “personas” que acometieron tamaño acto de barbarie. Y que conste que no es la primera vez que algo parecido sucede. Ejemplos existen por doquier a lo largo y ancho de la geografía nacional. De ello puede dar buena cuenta el Señor Volmar Pérez, Defensor del Pueblo. Una masacre como la perpetrada contra la indefensa comunidad de paz de San José de Apartadó amerita una pronta y efectiva respuesta por parte del poder ejecutivo y el judicial. Lo cierto es que sean los militares, narcoparamilitares o guerrilleros los responsables de esta atroz y cobarde masacre, es el Estado colombiano y, en particular, el Señor Álvaro Uribe Vélez, primero, como Presidente de la República y, segundo, como máximo comandante en jefe de las Fuerzas Militares quien debe dar las explicaciones de rigor y contribuir con el esclarecimiento de tan repudiable acto. Acto que valga la pena señalar, no hace otra cosa como no sea dejar en evidencia que las masacres en Colombia no paran de sucederse y que las mismas vuelven cada vez más cobardes a quienes las diseñan y ejecutan, y convierten en responsable y, por tanto, en victimario por acción o por omisión al Estado Colombiano. ¿Con actos como este cómo pretenden los más entusiastas amigos del gobierno y el Gobierno mismo que no se les fustigue su política de Estado frente a los derechos humanos? Este proceder del Estado no produce en el seno de la sociedad nada diferente a la desconfianza y el temor. Estos sentimientos instalados como dispositivos en la conciencia de los ciudadanos no hacen otra cosa sino prescindir de manera inexorable del Estado y el Gobierno y desconocerlo como interlocutor y, por ende, como garante del derecho y la justicia. Y en este desconocimiento es que hay que ubicar la firme y decida intención que tiene hoy la comunidad de paz de San Juan de Apartadó de no permitir que ningún miembro del ordenamiento jurídico colombiano investigue lo sucedido. Su hartazgo ante la impunidad y su falta de credibilidad en el Estado es tal que su intención es la de exponer ante un organismo internacional, en este caso, la Corte Interamericana de Derechos Humanos de la OEA la respectiva denuncia sobre lo sucedido, hecho por demás revolucionario y sin parangón ante este tipo de proceder, y para lo cual se aprovechará, seguramente, la sesión que este importante organismo regional tendrá el día 14 del presente mes. Alguien debe recordarle al Gobierno que lo sucedido no es de poca monta, es gordísimo como se dice aquí en España. El acto de Apartadó no sólo deslegitima la arquitectura de la famosa “Seguridad Democrática” que hoy promueve el señor Presidente en cuanto Foro habido y por haber existe, sino que deslegitima al Estado mismo y la institucionalidad que lo ampara. Así, las señales que se envían a la comunidad internacional y en particular a los defensores de Derechos Humanos en relación con el hecho que, el Estado colombiano y en especial el actual gobierno protege y garantiza la integridad del conjunto de la población y en especial a la de mayor riesgo, no es otra cosa como no sea un espuria retórica, pues lo cierto es que éste no sólo no garantiza el derecho a que alguien no sea agredido o violentado, como en el caso que nos concita, sino que el mismo Estado se convierte ante la ciudadanía como el principal sospechoso de perpetrar tamaña tropelía. El sólo hecho que los miembros de la comunidad de paz señalen como responsables de los trágicos y pavorosos hechos y de la manera como lo hacen, a los militares, y no a los narcoparamilitares como ha sucedido en otras ocasiones, debería ser motivo de honda preocupación para el estamento militar y también para el poder civil que lo conduce. Y manifiesto este criterio, porque todas las alarmas se han disparado y las sospechas contra los militares como responsables de execrables crímenes se ponen nuevamente al orden del día. Esta masacre se conoce justo cuando el Departamento de Estado de los EEUU hace público su informe anual sobre Derechos Humanos (2004) y en donde denuncia, entre otras cosa que, en Colombia, las fuerzas militares no sólo son responsables de participar en horrendas masacres sino que las mismas proporcionan facilidades al narcoparamilitarismo para que éstos las perpetren con total impunidad. Sobre la masacre de la comunidad de paz de San José de Apartadó acaba de pronunciarse el director adjunto de la oficina del alto comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, señor Amerigo Incalcaterra. Éste solicita al Gobierno Nacional una investigación seria y concienzuda y que la misma esté orientada a clarificar lo sucedido. Estos “nuevos hechos” no hacen otra cosa sino proyectar un cono de sombra aún mayor sobre la política de derechos humanos del actual gobierno y sobre la efectividad de los mecanismos propuestos por el Estado colombiano para superar la crisis humanitaria que vive el país y en donde el Estado no es sólo víctima como se pretende hacer creer de manera obtusa por importantes dignatarios de este gobierno, sino que éste promueve y se comporta en no escasos momentos como un vulgar victimario más, lo cual no hace sino emular a quienes pretende combatir, hecho gravísimo desde una perspectiva weberiana del poder. La cuestión se complejiza y se hace contradictoria como quiera que, el Estado colombiano y en particular el Gobierno de Álvaro Uribe Vélez profesa luchar contra el terrorismo a manera de cruzada, no sin antes percatarse que para luchar contra un fenómeno de esta naturaleza no hay que incurrir por pasiva o por activa en las mismas prácticas en que incurre a quien se combate o pretende combatir. Es decir que, al terrorismo narcoparamilitar y a la violencia guerrillera no se combate con el terrorismo de Estado ni socavando la legitimidad del mismo. Se combate, eso sí, acercando a la institucionalidad a esos campesinos que ahora se masacran y de qué manera. Con militares comprometidos con la tortura, la desaparición forzada y los asesinatos extrasumariales difícilmente se podrá ganar guerra alguna, ni siquiera la más trivial. La primera gran victoria del Ejército colombiano es y será, sin duda, eliminar de sus entrañas a todo militar comprometido con la violación a los Derechos Humanos. Este es un imperativo categórico de todo Estado y gobierno que predica, practica y crece en democracia. Si ello acontece algún día en Colombia, eso no puede ser percibido como darle pábulo al “síndrome de la Procuraduría”, y mucho menos como una victoria política de la insurgencia como de manera torva e hirsuta piensan mucho altos militares, sino que esto debe ser una inevitable necesidad, una autoexigencia ética y moral de un Estado que se quiera considerar, - y ser considerado, además, por sus ciudadanos y a quien dice representar- como un sólido y respetuoso vigía de la dignidad humana. De no ser así, lamentablemente los militares se desprestigiarán cada vez más y con ello los Gobiernos que se resistan a cambiar la trayectoria de las detestables práctica anteriormente anotadas y que hacen indecorosa nuestra frágil y fugaz democracia y poco creíble, por demás, nuestro pomposo y hasta risible Estado de Derecho. En el Gobierno está el tolerar o no este tipo de tropelías. Y también en la sociedad que no puede seguir contemplando semejantes desafueros. De ser así, más San Juan de Apartadó tendremos que seguir presenciando y no sé hasta por cuanto tiempo, lo cual moralmente es inaceptable y políticamente inviable. troskito1@yahoo.es * Carlos Rangel Cárdenas. Estudios políticos y relaciones internacionales. Universidad de Deusto. País Vasco. Bilbao. Marzo 2005
Napoleón Hace días conocimos a través de los principales medios de comunicación existentes en el país, verbigracia, el Tiempo y el Espectador, y no precisamente con profuso despliegue informativo la trágica y repudiable noticia que la comunidad de paz de San José de Apartadó fue víctima de una brutal y despreciable masacre. Otra más contra quienes empuñan el innegociable valor de la imparcialidad y la neutralidad frente a quienes han hecho del crimen, la tortura y la desaparición forzada su principal seña de identidad. De los fragmentarios, difusos y hasta contradictorios informes proporcionados por importantes miembros de esa comunidad al padre Javier Giraldo - reconocido defensor de los Derechos Humanos en el país y miembro orgánico del CINEP-, podemos colegir sin duda que, al menos en dicha masacre fueron asesinados de manera vil y cobarde más de una docena de personas y entre las que se cuentan y como pasó a ser ya secular costumbre, varios niños, lo que nos conduce a pensar que existe una deplorable y cada vez más notoria infantilización de las masacres. En este bárbaro acto, perpetrado en una fecha aún no determinada, pues unos habitantes de la región hablan que se produjo el 19 febrero y otros que se dio el 21 de este mismo mes, cayó asesinado también y para regocijo de sus victimarios y tristeza para quienes entendimos su misión al frente de su comunidad, Luis Eduardo Guerra, presidente de esa original iniciativa y con él su esposa, un hijo y varios miembros de ese singular colectivo, el cual contra todos los pronósticos, consabidas estigmatizaciones y falta de apoyo oficial se logró erigir hace algo más de 8 años como un actor neutral e imparcial frente al accionar de los distintos grupos armados que existen esa convulsa región del país. La imparcialidad y neutralidad que dicha comunidad ha definido y defendido como elementos modélicos e inesquivables patrones de conducta frente a todos los actores armados, no ha evitado, sin embargo, que contra sus integrantes se haya procedido de manera violenta, a tal punto que con esta nueva masacre sean más de 150 las personas que la mencionada comunidad ha perdido desde su creación en 1997. La mayoría de sus víctimas se le atribuyen a las fuerzas del narcoparamilitarismo y hasta donde mis conocimientos llegan son pocos los responsables que pagan condenas por semejantes desafueros. Desafueros que deberían conmover, sin medias tintas, a una sociedad que se dice y define como democrática. La realidad nos dice, en cambio, que estamos lejos de este baremo y que más que clamar nuestra sociedad porque este tipo de actos no se repitan de la manera como se suceden, lo que ha caído es en una especie de banalización de la violencia cuyo corolario más evidente es que la masacre de hoy hace olvidar a la de ayer y la de mañana hará olvidar a la de hoy. ¡Triste fatalidad¡ A los familiares de las víctimas cuando esto sucede sólo les queda la denuncia. Así, San José de Apartadó vuelve y llora a sus muertos y, sin embargo, no se calla frente a la barbarie. Las primeras denuncias realizadas por miembros de la comunidad de paz apuntan en su dirección y sentido a que fueron militares adscritos a la Décima séptima Brigada del Ejército los responsables de esta nueva masacre cometida contra indefensos e inocentes campesinos. El Ministro de Defensa Jorge Alberto Botero lo niega diciendo que las Fuerzas militares tienen la conciencia tranquila y el Comandante del Ejército, General Hernando Castellano no sólo lo niega sino que señala a las FARC como los autores de semejante canallada. La situación se torna más grave como quiera que a esta comunidad de paz el Gobierno Nacional estaba obligado a garantizarle la debida protección. Así al menos lo determinó en su momento la Corte Constitucional en un fallo de tutela y de igual manera lo ha determinado y en no contadas ocasiones la Corte Interamericana de Derechos Humanos de la OEA, la que incluso, como último recurso, había solicitado una medida provisional. Ninguna de estas medidas fue atendida por el actual Gobierno y tampoco sirvió que la misma comunidad le demandase la requerida protección al mismísimo Vicepresidente de la República, señor Francisco Santos, el día 13 de diciembre del año 2004. La masacre se produjo y hoy no sabemos por qué motivos sí la comunidad había solicitado con carácter perentorio la debida protección a un funcionario de tan alta investidura, la misma no se garantizara e hiciera efectiva con la debida celeridad, lo que configura al menos una clamorosa y repudiable negligencia, tan asesina esta actitud como las “personas” que acometieron tamaño acto de barbarie. Y que conste que no es la primera vez que algo parecido sucede. Ejemplos existen por doquier a lo largo y ancho de la geografía nacional. De ello puede dar buena cuenta el Señor Volmar Pérez, Defensor del Pueblo. Una masacre como la perpetrada contra la indefensa comunidad de paz de San José de Apartadó amerita una pronta y efectiva respuesta por parte del poder ejecutivo y el judicial. Lo cierto es que sean los militares, narcoparamilitares o guerrilleros los responsables de esta atroz y cobarde masacre, es el Estado colombiano y, en particular, el Señor Álvaro Uribe Vélez, primero, como Presidente de la República y, segundo, como máximo comandante en jefe de las Fuerzas Militares quien debe dar las explicaciones de rigor y contribuir con el esclarecimiento de tan repudiable acto. Acto que valga la pena señalar, no hace otra cosa como no sea dejar en evidencia que las masacres en Colombia no paran de sucederse y que las mismas vuelven cada vez más cobardes a quienes las diseñan y ejecutan, y convierten en responsable y, por tanto, en victimario por acción o por omisión al Estado Colombiano. ¿Con actos como este cómo pretenden los más entusiastas amigos del gobierno y el Gobierno mismo que no se les fustigue su política de Estado frente a los derechos humanos? Este proceder del Estado no produce en el seno de la sociedad nada diferente a la desconfianza y el temor. Estos sentimientos instalados como dispositivos en la conciencia de los ciudadanos no hacen otra cosa sino prescindir de manera inexorable del Estado y el Gobierno y desconocerlo como interlocutor y, por ende, como garante del derecho y la justicia. Y en este desconocimiento es que hay que ubicar la firme y decida intención que tiene hoy la comunidad de paz de San Juan de Apartadó de no permitir que ningún miembro del ordenamiento jurídico colombiano investigue lo sucedido. Su hartazgo ante la impunidad y su falta de credibilidad en el Estado es tal que su intención es la de exponer ante un organismo internacional, en este caso, la Corte Interamericana de Derechos Humanos de la OEA la respectiva denuncia sobre lo sucedido, hecho por demás revolucionario y sin parangón ante este tipo de proceder, y para lo cual se aprovechará, seguramente, la sesión que este importante organismo regional tendrá el día 14 del presente mes. Alguien debe recordarle al Gobierno que lo sucedido no es de poca monta, es gordísimo como se dice aquí en España. El acto de Apartadó no sólo deslegitima la arquitectura de la famosa “Seguridad Democrática” que hoy promueve el señor Presidente en cuanto Foro habido y por haber existe, sino que deslegitima al Estado mismo y la institucionalidad que lo ampara. Así, las señales que se envían a la comunidad internacional y en particular a los defensores de Derechos Humanos en relación con el hecho que, el Estado colombiano y en especial el actual gobierno protege y garantiza la integridad del conjunto de la población y en especial a la de mayor riesgo, no es otra cosa como no sea un espuria retórica, pues lo cierto es que éste no sólo no garantiza el derecho a que alguien no sea agredido o violentado, como en el caso que nos concita, sino que el mismo Estado se convierte ante la ciudadanía como el principal sospechoso de perpetrar tamaña tropelía. El sólo hecho que los miembros de la comunidad de paz señalen como responsables de los trágicos y pavorosos hechos y de la manera como lo hacen, a los militares, y no a los narcoparamilitares como ha sucedido en otras ocasiones, debería ser motivo de honda preocupación para el estamento militar y también para el poder civil que lo conduce. Y manifiesto este criterio, porque todas las alarmas se han disparado y las sospechas contra los militares como responsables de execrables crímenes se ponen nuevamente al orden del día. Esta masacre se conoce justo cuando el Departamento de Estado de los EEUU hace público su informe anual sobre Derechos Humanos (2004) y en donde denuncia, entre otras cosa que, en Colombia, las fuerzas militares no sólo son responsables de participar en horrendas masacres sino que las mismas proporcionan facilidades al narcoparamilitarismo para que éstos las perpetren con total impunidad. Sobre la masacre de la comunidad de paz de San José de Apartadó acaba de pronunciarse el director adjunto de la oficina del alto comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, señor Amerigo Incalcaterra. Éste solicita al Gobierno Nacional una investigación seria y concienzuda y que la misma esté orientada a clarificar lo sucedido. Estos “nuevos hechos” no hacen otra cosa sino proyectar un cono de sombra aún mayor sobre la política de derechos humanos del actual gobierno y sobre la efectividad de los mecanismos propuestos por el Estado colombiano para superar la crisis humanitaria que vive el país y en donde el Estado no es sólo víctima como se pretende hacer creer de manera obtusa por importantes dignatarios de este gobierno, sino que éste promueve y se comporta en no escasos momentos como un vulgar victimario más, lo cual no hace sino emular a quienes pretende combatir, hecho gravísimo desde una perspectiva weberiana del poder. La cuestión se complejiza y se hace contradictoria como quiera que, el Estado colombiano y en particular el Gobierno de Álvaro Uribe Vélez profesa luchar contra el terrorismo a manera de cruzada, no sin antes percatarse que para luchar contra un fenómeno de esta naturaleza no hay que incurrir por pasiva o por activa en las mismas prácticas en que incurre a quien se combate o pretende combatir. Es decir que, al terrorismo narcoparamilitar y a la violencia guerrillera no se combate con el terrorismo de Estado ni socavando la legitimidad del mismo. Se combate, eso sí, acercando a la institucionalidad a esos campesinos que ahora se masacran y de qué manera. Con militares comprometidos con la tortura, la desaparición forzada y los asesinatos extrasumariales difícilmente se podrá ganar guerra alguna, ni siquiera la más trivial. La primera gran victoria del Ejército colombiano es y será, sin duda, eliminar de sus entrañas a todo militar comprometido con la violación a los Derechos Humanos. Este es un imperativo categórico de todo Estado y gobierno que predica, practica y crece en democracia. Si ello acontece algún día en Colombia, eso no puede ser percibido como darle pábulo al “síndrome de la Procuraduría”, y mucho menos como una victoria política de la insurgencia como de manera torva e hirsuta piensan mucho altos militares, sino que esto debe ser una inevitable necesidad, una autoexigencia ética y moral de un Estado que se quiera considerar, - y ser considerado, además, por sus ciudadanos y a quien dice representar- como un sólido y respetuoso vigía de la dignidad humana. De no ser así, lamentablemente los militares se desprestigiarán cada vez más y con ello los Gobiernos que se resistan a cambiar la trayectoria de las detestables práctica anteriormente anotadas y que hacen indecorosa nuestra frágil y fugaz democracia y poco creíble, por demás, nuestro pomposo y hasta risible Estado de Derecho. En el Gobierno está el tolerar o no este tipo de tropelías. Y también en la sociedad que no puede seguir contemplando semejantes desafueros. De ser así, más San Juan de Apartadó tendremos que seguir presenciando y no sé hasta por cuanto tiempo, lo cual moralmente es inaceptable y políticamente inviable. troskito1@yahoo.es * Carlos Rangel Cárdenas. Estudios políticos y relaciones internacionales. Universidad de Deusto. País Vasco. Bilbao. Marzo 2005
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