El drama de la niñez que emigra de Honduras
17/06/2014
- Opinión
Los miles de niños y niñas hondureños, guatemaltecos y salvadoreños que han sido interceptados por patrullas fronterizas en su huida masiva a Estados Unidos quizá tuvieron la suerte de no perder sus vidas, pero sí perdieron su niñez…y antes, a su país.
El Presidente hondureño Juan Orlando Hernández los llama “desplazados de guerra”, y nadie, como sabemos, regresa ileso de una guerra. Después de ver y sufrir tanto horror, de partir en busca de la esperanza y retornar sin ella, de la pérdida sucesiva de afectos, y de haber conocido y experimentado la sangre propia y de otros, los niños dejan de ser niños.
En realidad, su niñez la habían empezado a perder antes de partir, en el seno de sus comunidades y de sus familias. Por eso la tragedia humanitaria de los menores de edad que ahora ocupa las primeras planas de la gran prensa del mundo, es la tragedia de estados que han fracasado para asegurar su mandato principal: garantizar el derecho a la vida de sus habitantes.
Es interesante cuando el Presidente Hernández se refiere a los migrantes como “desplazados de guerra”. Creo que es primera vez que oficialmente en Honduras se plantea de esa manera. “Desplazados de guerra” refiere a desterrados, exiliados, expatriados, refugiados, expropiados…Interesante porque su afirmación conduce al reconocimiento de Honduras como un Estado que no puede proveer a su población de identidad jurídica, seguridad física, controlar el sistema de migración al exterior ni puede realizar con eficiencia y equidad sus actividades relacionadas con la administración pública y el monopolio de la fuerza.
El Presidente dice que estamos en “guerra”, y la niñez migrante agrega, con su testimonio, que la estamos perdiendo.
Lo toral, y en esto difieren las interpretaciones, es que la causa y origen de esta “guerra”, no puede explicarse nada más a partir de la expansión del crimen organizado.
Sin duda, en el caso de Honduras hay un conflicto armado que convierte a los jóvenes en sus víctimas principales, como periódicamente lo denuncia Casa Alianza. Por algo tenemos la más alta tasa de homicidios en el mundo. Pero esa no es la única violencia. También hay una violencia derivada de un modelo económico, social y patrimonial que exacerba desigualdades a través de la imposición de megaproyectos extractivos, industriales, agrícolas, de infraestructura y asistencialistas, que legitiman que haya vencedores y vencidos.
Los migrantes de todas las edades que atraviesan fronteras y desiertos, que se desplazan a pie, en balsas o en trenes, que soportan humillaciones, tratos crueles e infamantes, integran la columna de los vencidos en esta guerra ampliada, que despoja de bienes, afectos y también derechos.
Entonces, para entender este drama está bien referirse a la intensificación de la violencia criminal, pero también a la falta de oportunidades económicas, sociales y culturales para las mayorías. Lo irónico es que mientras la situación empeora para los vencidos, aumenta el botín de los vencedores.
De hecho, la economía hondureña, concentradora y excluyente, se sostiene por las remesas que envían los supervivientes de la migración. Sin sus dólares, no se tendría en pie. Con frecuencia la defensa oficial de los derechos humanos de los migrantes, es la defensa de un negocio redondo que se basa en una premisa: son más rentables los migrantes vivos, que los migrantes muertos.
Probablemente lo que explica, en cierta forma, la dimensión que alcanza este éxodo de niños y jóvenes es que hemos llegado a un punto inédito de institucionalización e impunidad de los diferentes tipos de agresión contra los grupos más sociales más vulnerables. Muchas situaciones que antes eran inusuales e intolerables, ahora son usuales y permitidas.
El largo viaje sobre el lomo del tren al que llaman “la bestia” en México es tan arriesgado como el día a día en un barrio marginal de Tegucigalpa o de San Pedro Sula. Las maras que los acechan en las estaciones del ferrocarril son similares a las que hoy reclutan a niños en las escuelas primarias de nuestro país.
Si en la larga travesía al “norte”, los niños viajan solos, sin la compañías de familiares adultos; en Honduras recorren sus etapas de la vida sin el acompañamiento de un estado y una sociedad que les proteja. Nadie puede alegar ignorancia al respecto.
Ahora es urgente y comprensible atender las consecuencias de esta emergencia. La Administración Obama cita unos 47 mil niños y niñas interceptados en los últimos ocho meses del año Fiscal 2014. De ellos, según un reciente informe de Wola (Washington Office for Latin American), 34,611 procedían de Honduras, El Salvador y Guatemala.
Lo lamentable será que lo urgente oculte lo trascendente y no considerar que debe haber una política de Estado y sociedad para romper las causas de expulsión. El gran desafío no es negociar con Estados Unidos que abra sus puertas a nuestra niñez desprotegida y los adopte. Lo cual tampoco es realista plantearlo. El desafío central es evitar que se nos vayan y que continúen las violaciones a sus derechos básicos, entre ellos su derecho a la vida, a la libertad, a la salud, a la dignidad, a la identidad, a la educación, a la alimentación, al vestido, al ocio, así como a la protección contra el maltrato, la corrupción, el abandono, el abuso sexual o el peligro.
La niñez y juventud hondureña no está vencida. Al contrario, la audacia y decisión de los emigrantes prueban que conservan su capacidad humana para enfrentar la adversidad y resurgir de los traumas que les han marcado su existencia.
Por otra parte, con este éxodo se confirma que hay una etapa de la “modernidad” de país, marcada por el neoliberalismo, que ha dejado de ser operativa para el conjunto de la sociedad, aunque sea rentable para una élite. Estados Unidos, patrocinador mundial de este modelo, también debiera reflexionar al respecto puesto que las consecuencias de su inequidad se le han vuelto un problema de seguridad nacional. Su frontera con México cada vez es más vigilada, pero eso no evita que cada vez sea más porosa.
Cada migrante en fuga constata que el Estado nacional ha perdido su capacidad de organizar la vida social y material de las personas y que el contexto actual de la globalización tampoco lo abona. Aquí, dicho sea de paso, hay un reto para las ciencias sociales y para nuestra universidad. ¿Cuál debe ser y cómo alcanzar un nuevo paradigma para nuestra sociedad? En suma, ofrecer desde diferentes áreas del conocimiento otras alternativas de acción y de convivencia armónicos con la democracia y con las complejas condiciones del país y del mundo.
Para reponernos de esta vergüenza mundial, la tarea es grande. No se reduce a la reestructuración del modelo de economía o de seguridad, sino también a la redefinición de la legitimidad política y la promoción de la participación ciudadana. Solamente sobre esa base será posible realizar y ejecutar programas gubernamentales y sociales de prevención y rescate que superen la demagogia y el cinismo tradicional.
Manuel Torres Calderón es periodista y trabaja en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras.
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