Superara el sectarismo, el dogmatismo, el militarismo y el canibalismo?

Izquierda: de la división a la unidad

16/03/2014
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Los partidos políticos más importantes de la Izquierda colombiana en la actualidad, han hecho público y formalizado ante las autoridades electorales una coalición para las elecciones presidenciales que se llevaran a cabo el próximo 27 de mayo (1). El pacto indica que la doctora Clara López será la candidata presidencial de la nueva alianza y su compañera a la Vice Presidencia será la dirigente de la UP, señora Aida Avella (2). El acuerdo ocurre luego de un fuerte contencioso político entre los dos movimientos que los hizo ir por separado en las elecciones del pasado 9 de marzo en que se escogieron los legisladores de las cámaras correspondientes. Los resultados no fueron muy halagadores, arrojando un fuerte retroceso de dichas tendencias, pues el Polo perdió más de 300 mil sufragios y una importante representación parlamentaria, como consecuencia de los escándalos por corrupción en la Alcaldía de Bogotá durante el periodo anterior, y la UP no alcanzo ningún escaño debido a la mala imagen de sus candidatos asociados con el sectarismo y el dogmatismo. Lo único rescatable del resultado de la Izquierda es la elección del senador Jesús Alberto Castilla fundador del Comité de Integración Social del Catatumbo (Cisca), Norte de Santander, organización que ha sido fuerte crítica de Ascamcat y sus directivos (particularmente de la familia Quintero que convirtió dicha entidad en propiedad particular), por el manejo oportunista y corrupto que le han dado al paro agrario del año anterior y de la oscura negociación que adelantan con el gobierno de Santos, asesorados por Piedad Córdoba, destacada ficha del samperismo y el clientelismo. Los labriegos defraudados y desilusionados con Ascamcat, se desplazaron hacia el Cisca y dieron su apoyo mayoritario al Senador recién electo.
 
La deliberación de unidad de la Izquierda, cerró con un acuerdo que refleja el nuevo clima de dicha corriente, dispuesta a superar errores, defender principios y generar aperturas necesarias hacia otros segmentos de la sociedad (3).
 
Aunque es prematuro sugerir un viraje en el mediano plazo de toda la sociedad hacia la lzquierda como ha ocurrido en otras sociedades cercanas, si conviene avanzar en el análisis sobre las proyecciones del importante suceso electoral. Al respecto, las preguntas que nos planteamos son las siguientes: ¿Qué se entiende hoy por Izquierda en Colombia?  ¿Cuál ha sido su ruta histórica en los ochenta años de existencia y sus procesos de unidad? ¿Qué problemas inciden en su marginalidad? ¿Abre el acuerdo entre el Polo y la UP un ciclo de unidad despolarizada, no dogmática, ni sectaria, con proyecciones de convocatoria hacia la protuberante masa abstencionista, votante en blanco y adversa a las maquinarias clientelares y paramilitarizadas de la infraestructura política y las redes de poder oligárquicas dominantes, desplegadas en la sociedad a nivel nacional? (4)
 
Reflexionemos sobre estas cuestiones a la luz de diversas líneas analíticas y proyectemos el debate público sobre las implicaciones de dicho acontecimiento en un posible viraje de Colombia hacia la Izquierda en los años por venir.
 
¿Qué es la Izquierda?
 
A la izquierda la define la igualdad, mientras la derecha se define por la libertad. Sin embargo, la Izquierda concibe a la libertad como parte de su herencia pero cree que ella se vuelve precaria sin la igualdad. . Al igual que Rousseau, ve en la desigualdad las semillas de la dependencia y la subordinación que terminarán por convertir a la libertad en un cascarón vacío. Es por tal razón que la Izquierda llama a quienes movilizan el pensamiento crítico y se embarcan en la acción colectiva para traspasar los umbrales existentes de igualdad y solidaridad. Tiene una preferencia normativa por la justicia social y la discusión crítica de asuntos públicos. No es particularmente relevante si esta preferencia se canaliza a través del mainstream (6) de la política liberal-democrática —partidos políticos, órganos legislativos y ramas ejecutivas de gobierno— o de otros lugares de intervención que configuran un escenario político post-liberal. Haciendo eco de Marx, todo esto transcurre en circunstancias que no son elegidas por la izquierda y con las limitaciones impuestas por los recursos disponibles, las relaciones estratégicas con otros y un horizonte temporal dado.
 
Más recientemente, Arditi (7) propone especificar mínimamente qué se entiende por “izquierda”, si hemos de debatir eventuales giros a la izquierda en Colombia. Para ello plantea dos conjuntos de criterios. El primero de ellos consiste en criterios de razón teórica que nos brindan una red conceptual mínima para enmarcar el término. Diremos que la izquierda busca cambiar el statu quo, impulsa la igualdad y la solidaridad y que el significado de éstos debe ser verificado a través de un desacuerdo. Esto último es particularmente importante pues permite desligar el término izquierda del contenido de tal o cual proyecto y/o representación del cambio, la igualdad y la solidaridad pues hace que el contenido de todos ellos sea un efecto contingente de polémicas entre actores políticos. El segundo conjunto de criterios se centra en la praxis de las agrupaciones de izquierda y constituye un suplemento de razón práctica. Se refiere a que la identidad de estas agrupaciones se va modificando de acuerdo con los aciertos y fracasos de sus proyectos, los distintos adversarios con los que deben enfrentarse y las representaciones que se hacen de sí mismas. Ahora hay que elaborar qué se entiende por todo esto.
 
Respecto de los criterios de razón teórica, dice Arditi, que no se dispone de un referente absoluto o de un tercero autorizado capaz de juzgar a ciencia cierta qué cuenta como igualdad, solidaridad o participación en debates críticos, para determinar cómo las distintas corrientes de izquierda han de concebir y combinar cada uno de estos elementos o para especificar cuánta tensión entre dichas concepciones y combinaciones puede ser tolerada. Todo lo que tenemos es una plétora de casos singulares. Es precisamente por eso que se debe introducir un tercer criterio de razón teórica. Es así: la igualdad, la solidaridad y la participación son operadores de la diferencia que forman parte de la jurisprudencia cultural y afectiva de la izquierda pero carecen de existencia política relevante fuera de los esfuerzos por singularizarlas en casos mediante un desacuerdo o polémica. El desacuerdo busca establecer si —y hasta qué punto— estos operadores efectivamente hacen una diferencia o si sólo son señuelos que usan las maquinarias políticas para apaciguar a sus seguidores.
 
Quienes conocen el trabajo de Rancière notarán que se está utilizando desacuerdo en el sentido que él le da a este término. Para Rancière un desacuerdo describe una situación de habla en la que uno de los interlocutores entiende y a la vez no entiende lo que dice el otro: no es el conflicto entre quien dice “blanco” y quien dice “negro” sino uno en el que ambos dicen “blanco” pero entienden de un modo diferente la blancura (8). Es por eso que el desacuerdo supone una polémica acerca de qué uno está hablando, un reconocimiento de que la verdad del asunto —de cualquier asunto— no puede ser establecida al margen de la argumentación y una aceptación de que lo único que tenemos a nuestra disposición para hacerlo es una serie de casos en los cuales ponemos a prueba la universalidad de principios o valores. Un desacuerdo, además, ocurre dentro de las coordenadas de un horizonte de posibilidades dado, de fuerzas antagónicas y proyectos y políticas alternativos. Es por ello que el desacuerdo o la polémica crean un escenario de verificación continua que le imprime un carácter contingente tanto al lugar de enunciación denominado “izquierda” como a quienes ocupan ese lugar y, por lo mismo, ponen en evidencia que no existe una izquierda unitaria y que una política de izquierda es en gran medida dependiente del contexto.
 
En el enfoque de Arditi, están de manera simultánea, los criterios de razón práctica. La izquierda ha sido moldeada por tres factores interconectados. Uno es la experiencia histórica resultante de los aciertos y errores o de los éxitos y (principalmente) derrotas del último medio siglo. Otro es la relación estratégica con un afuera cambiante que establece el contexto para la acción y la figura del enemigo. Ha pasado de ser la oligarquía ganadera y terrateniente a las fuerzas del imperialismo y los regímenes militares hasta llegar a la competencia política en escenarios liberal-democráticos. El tercero se refiere a las representaciones de lo que es la izquierda tal y como se plasman en manifiestos, panfletos, y escritos teóricos que intentan darle sentido a los otros dos factores y responder a las preguntas clásicas de quiénes somos y por qué luchamos.
 
Estos tres factores, argumenta Arditi, se entrelazan en el itinerario que ha llevado a la izquierda de la política insurreccional a la electoral y de los frentes populares a las coaliciones amplias. Si la década de 1960 fue la época de gloria en la que el entusiasmo generado por la Revolución Cubana y la experiencia guerrillera del Che Guevara en Bolivia auguraba un futuro socialista, la de 1970 y buena parte de la de 1980 fueron las décadas pérdidas para la izquierda. Luego de un éxito inicial en Chile con la elección de Salvador Allende en 1970, la seguidilla de golpes de Estado y la subsecuente militarización de las respuestas del Estado a las protestas populares marcaron un período de derrota política, persecución, exilio y desmovilización.
 
El efecto inesperado de esta derrota es que llevó a un número apreciable de grupos políticos de izquierda a reconsiderar sus reservas acerca de la democracia electoral y a ampliar sus destinatarios más allá de las clases populares. Este cambio cognitivo en la izquierda fue acompañado por esfuerzos para deshacerse de los gobiernos militares y construir o reconstruir regímenes democráticos. El nuevo enemigo ya no era tanto las clases dominantes o el imperialismo sino los gobernantes autoritarios. Esto explica por qué en esos años la agenda socialista de los grupos de izquierda fue minimizada o relegada a un futuro lejano. Eventualmente la ola del cambio arrastró a la región hacia la democracia multipartidista. En parte esto es el fruto de los esfuerzos de coaliciones contrarias al autoritarismo, pero también se debe a que ya para mediados de la década de 1980 los regímenes represivos enfrentaban un creciente aislamiento y oprobio: el anticomunismo estaba virtualmente en bancarrota como moneda ideológica para justificar la brutalidad de un gobierno o para obtener apoyo de Estados Unidos y la aquiescencia de la comunidad internacional. La ola de transiciones se extiende desde la elección de Jaime Roldós en Ecuador en 1979 hasta la derrota del Partido Revolucionario Institucional en México en el 2000.
 
Sin embargo, dice Arditi, la revolución conservadora desatada por Ronald Reagan y Margaret Thatcher en la década de 1980 rebasó a la izquierda por el flanco económico con ideas y políticas que eventualmente se convertirían en el referente obligado de gobiernos y agencias multilaterales. Esto volvió a generar cambios. Ya para cuando el consenso de Washington se había convertido en la hoja de ruta informal para las reformas económicas —y expresiones como desregulación, liberalización y privatización de los mercados pasaban a ser las palabras de orden de los años 1980 y 1990— el grueso de la izquierda parlamentaria regional había aceptado la necesidad de ajustar las políticas sociales a las exigencias de la estabilidad monetaria y la disciplina fiscal. El neoliberalismo funcionó como expresión taquigráfica del corpus de ideas detrás de estos cambios. Quizá la única excepción significativa en este imaginario de mercados y elecciones fue el surgimiento del EZLN en Chiapas, México, en 1994, el mismo día que el Tratado de Libre Comercio de América del Norte o TLCAN entró en vigor.
 
Los zapatistas promovieron cuatro temas que ahora son parte de la agenda política de la izquierda: la dignidad y empoderamiento de los indígenas, la crítica de las políticas neoliberales, la discusión de alternativas a la democracia electoral y el llamado volver a enarbolar las banderas del internacionalismo y la solidaridad a escala planetaria.
 
Contrariamente a lo que se desprende de la retórica del peligro rojo que aparece hoy bajo la guisa de una crítica al populismo, esta izquierda no está fascinada por el libreto político marxista de manual stalinista. Esto se debe en parte a los criterios de razón teórica y práctica antes mencionados: la izquierda concibe a la igualdad, la solidaridad, el pensamiento crítico y el cuestionamiento del estatus quo como variables dependientes del contexto y no como un conjunto de consignas ideológicas dogmáticas.
 
En contraste con la ideología del Estado mínimo y el pretendido juego de suma cero entre un Estado grande, derrochador e incompetente y un sector privado eficiente y vital, la izquierda considera que el Estado sigue siendo la instancia decisiva para regular los mercados e implementar políticas de redistribución a pesar de que algunas de sus corrientes abogan por una política de éxodo del Estado.
 
La democracia electoral multipartidista —el eje de la concepción liberal de la política— es un elemento constitutivo del imaginario de izquierdas, pero también lo es la experimentación con formatos post-liberales de la participación política.
 
Han surgido así una serie de indicadores usados para medir el éxito (o no) de la izquierda: el desplazamiento de los mapas cognitivos, las victorias electorales, la dimensión per formativa de la política y la codificación de un nuevo centro político. De este tema, de un eventual giro a la izquierda en Colombia nos ocuparemos en un próximo artículo.
 
La historia de la Izquierda y de su unidad
 
Rodríguez Garavito (9) plantea que en los antecedentes de la Izquierda colombiana a lo largo del siglo XX, el acendrado bipartidismo hizo que ella oscilara constantemente entre integrarse al Partido Liberal y establecer movimientos y partidos independientes.
 
El asesinato de Gaitán en 1948, marcó el inicio del periodo de la Violencia y sentó las bases del conflicto armado que aun hoy prosigue. Las Farc, promovidas por el Partido Comunista, se originan en las autodefensas de esa época. En 1961, el PC adoptó la estrategia de la “combinación de las formas de lucha” en 1964 y se encarnó en las Farc a partir de 1966.
 
La instauración de un régimen oficial bipartidista (el Frente Nacional), clausuró la vía electoral para las alternativas de izquierda, pues los partidos de la burguesía y los terratenientes monopolizarían todo el Estado. Como en otros lugares de la región, el bloqueo del sistema político la influencia de la revolución cubana, y la efervescencia ideológica de los años sesenta dieron lugar a la creación de guerrillas de diverso tipo, entre las que sobresalen, además de las Farc, varios grupos foquistas como el ELN (1964) y el M-19 (1970), así como el maoísta EPL.
 
El uso de la combinación de las “formas de lucha”, armada y legal, caracterizara a la Izquierda en los años ochenta. Un acuerdo de paz entre el gobierno de Belisario Betancur y las guerrillas derivó en la conformación de la Unión Patriótica, con miembros de las Farc y del PC, que fue sometida a la violencia de los militares y paramilitares, quienes exterminaron la mayoría de sus militantes.
 
En los años 90, la izquierda política desarmada fue engrosada por integrantes de grupos guerrilleros que firmaron acuerdos de paz con el Estado y se desmovilizaron: el M-19, el EPL, la Corriente de Renovación Socialista, el PRT y el Quintín Lame. De la desmovilización del M-19 surgió la Alianza Democrática M-19 que, pese a su inicio multitudinario con avances electorales que incluyeron una alta votación a la Asamblea Constituyente de 1991, rápidamente perdió el capital político ganado en sus inicios y se desintegró.
 
Al finalizar el siglo XX, surge una Nueva izquierda, desvinculada de la lucha armada que mantienen las Farc y el ELN.
 
En opinión de Rodríguez Garavito, cuatro factores políticos y económicos, crearon la oportunidad para la emergencia de la nueva izquierda: la atomización y el declive de los partidos políticos tradicionales; el resurgimiento de los movimientos sociales; el recrudecimiento del conflicto armado y la crisis económica que comenzó en 1999.
 
Sobre este contexto se da una composición y evolución de la izquierda, que surgió en 1999 con la propuesta de crear el Frente Social y Político que uniera las diferentes expresiones de la izquierda democrática. Cuando fue formalmente lanzado en el 2000, el FSP recogió un conjunto de movimientos y organizaciones de izquierda como la CUT, el Partido Comunista, Presentes por el Socialismo, el Partido Socialismo Democrático y Unidad Democrática.
 
Vinieron importantes avances electorales del FSP en las elecciones municipales, regionales y parlamentarias de los años 2000 y 2002. A lo que se sumó otros éxitos de políticos de izquierda como Navarro, Dusán y Samuel Moreno.
 
Esos progresos impulsaron al conformación de una coalición electoral denominada Polo Democrático, integrado por siete movimientos con trayectorias muy diversas: el FSP, Unidad Democrática, Vía alterna, el Partido Socialdemócrata Colombiano, la Anapo, la Alianza Social Indígena, y el Partido Socialismo democrático. El PD apoyó la candidatura presidencial de Lucho Garzón quien obtuvo el 6,6% de los votos de la izquierda. Para esta época se organizó una importante bancada parlamentaria de izquierda.
 
Como consecuencia de la reforma política del 2003, tres de los siete partidos dentro del PDI decidieron disolverse en y unirse a un nuevo partido, el PDA, Polo Democrático Alternativo. Los tres partidos que se disolvieron fueron Vía Alterna de Petro, el Partido de Dusán, y el partido de Angelino Garzón. La ausencia más notable de este fue el FSP, el núcleo original del PD, con la llegada de Alternativa Democrática, que recogía entre otras, una de las agrupaciones históricas de orientación marxista más particular de la izquierda colombiana, el MOIR. Con un programa consensuado, el “Ideario de Unidad”, y un candidato inédito, el maestro Carlos Gaviria, de origen liberal, se obtienen 2 millones 600 mil votos en 2006, la mayor votación que ha obtenido la izquierda en su historia.
 
Lucho Garzón es elegido, con una campaña centrista, Alcalde de Bogotá, para el período 2004-2008.
 
Posteriormente, para el periodo 2008-2012, es elegido Samuel Moreno, jefe de la Anapo, quien cayó del cargo por causa de la corrupción siendo reemplazado por Clara López. Luego, Gustavo Petro, quién había sido candidato presidencial del PDI, es elegido Alcalde de Bogotá, para los años 2012-2016 por un movimiento progresista que recogía los viejos militantes del M-19.
 
La nueva etapa para la Izquierda está influida por el proceso de paz que adelanta el gobierno de Juan Manuel Santos con las Farc. Se ha dado un amplio auge del movimiento social pero los resultados de las votaciones del 9 de marzo han sido poco favorables para la Izquierda que ahora se une.
 
Causas de la debilidad y marginalidad de la Izquierda.
 
Los precarios resultados obtenidos por la Izquierda en las votaciones del 9 de marzo ha regresado el debate sobre la debilidad esta corriente política. La tesis más frecuente al respecto se refiere a la violencia política y a los descarados privilegios que favorecen en todos los ámbitos a los partidos que apoyan el gobierno. Pero, otros análisis incorporan más elementos incidentales.
 
Gómez B. plantea que (10) la debilidad de la izquierda colombiana va más allá del conflicto violento, y proviene de raíces muy hondas. Menciona cuatro:
 
- La cultura del atajo o el individualismo que diluye las acciones colectivas;
 
-El clientelismo, la tradición católica y la familia patriarcal que reemplazan la solidaridad horizontal o la “conciencia de clase” por la lealtad vertical hacia el jefe;
 
-La colonización constante de nuevas tierras que aleja a muchos de los disconformes y disminuye la presión popular en las ciudades (donde se decide la política), y 
 
- Un Estado débil y bastante pobre (piense usted en Venezuela, Ecuador, Perú, Panamá, Argentina, México…). En un Estado pobre la política importa muy poco, y los sectores populares tienen menos que ganar de ella. 
 
López de la Roche (11) afirma que la Izquierda colombiana es marginal a causa de su dogmatismo, de su sectarismo, de su caudillismo, de su militarismo, del canibalismo en sus relaciones endógenas y, agregaría de su desconocimiento de los avances de la ciencia y el pensamiento global y latinoamericano. Para cierta Izquierda protectora de la “verdad”, no existe la post modernidad ni las formas de pensamiento que han devenido con los desarrollos del marxismo occidental, como la arqueología del saber, la genealogía del poder, la hermenéutica de la subjetividad, las teorías nómadas, la teoría de la deconstrucción... que las llaman, metiéndolas en la misma bolsa a todas, sin mayor consideración, como “posmodernas. ¿Por qué no se puede usar críticamente a autores y corrientes contemporáneas, que parecen apropiadas en la reelaboración de la crítica a la colonialidad, del capitalismo, de la modernidad, de la globalidad en sus formas concretas actuales? Esto es precisamente lo que le falta al llamado “marxismo” de partido, a los militantes que se proponen defender la “verdad” ante las desventuradas osadías de la nueva crítica y las nuevas corrientes teóricas. Les falta lo que Marx en su tiempo hizo, quien uso a los autores y corrientes teóricas que parecieron indispensables en la elaboración de su crítica a la economía política y al derecho. La Izquierda colombiana tiene un enorme reto intelectual si quiere ganar credibilidad y capacidad de interlocución con los nuevos sectores sociales que han emergido y emergen en los años recientes. No debería seguir repitiendo un repertorio conceptual desueto y desactualizado. Si ignora las nuevas corrientes del pensamiento post metafísico como las denomina Habermas en un excepcional texto (12) es difícil que trascienda la marginalidad política y cultural en que se encuentra. Habermas dice que el pensamiento post metafísico se soporta en corrientes de pensamiento como la filosofía analítica, el marxismo occidental, la fenomenología y el estructuralismo y es preciso entender que las mismas son el reflejo de los desplazamientos epistemológicos propiciados por las revoluciones culturales globales de los años 60. Tanto la revolución cultural china como la revolución del 68.
 
Creo que hoy tiene sentido una izquierda pero pensada, desde una perspectiva heterodoxa de diálogo con la pluralidad, de diálogo con la democracia y de diálogo también con nuevas formas de conformación organizativa interna.
 
A propósito de dichos problemas y obstáculo para la Izquierda, el teórico político portugués Boaventura de Sousa Santos (13) hace un conjunto de planteamientos para avanzar en lo que él mismo señala como la unidad despolarizada de la Izquierda.
 
De Sousa Santos plantea que la distancia entre las prácticas de la izquierda latinoamericana y las teorías clásicas de izquierda es hoy mayor que nunca. En el momento actual, tal vez ésta sea la característica principal de la izquierda.
 
Tal dislocamiento entre teoría y práctica conduce a tres hechos políticos decisivos. El primer hecho es que nunca fue tan grande la discrepancia entre las certezas del corto plazo y las incertidumbres del medio y largo plazo. Domina por ello un comportamiento estratégico que puede ser, tanto revolucionario como reformista. El largo plazo fue siempre el horizonte de la izquierda. En el pasado, cuanto mayor era la diferencia de ese horizonte en relación con el panorama del capitalismo en el presente, más radical era la concepción de la vía de actuación.
 
De ahí surgió una grieta entre revolución y reforma. Hoy en día esa grieta ha sufrido una erosión paralela a la del largo plazo. Continúa existiendo, pero ha dejado de tener la consistencia y las consecuencias que tenía. Como significante, esta distinción es relativamente flexible y sujeta a apropiaciones contradictorias, afirma de Sousa Santos en quien nos apoyamos en esta reflexión que tiene fines políticos y no meramente especulativos o académicos.
 
El segundo hecho, que se ocasiona a partir de la relación fantasmagórica entre la teoría y la práctica, es la imposibilidad de un balance consensuado sobre el desempeño de la izquierda. Si para algunos la izquierda padece el retroceso de la lucha de clases desde los años setenta, para otros este período ha sido un lapso rico en innovación y en creatividad durante el cual la izquierda se renovó mediante nuevas luchas, nuevas formas de acción colectiva, nuevos objetivos políticos. Ha habido un retroceso, ciertamente, pero de las formas clásicas de organización y acción política, y fue gracias a ese declive que surgieron nuevas formas de organización y de acción política.
 
Para los que defienden la idea de un retroceso general, el balance es negativo y las supuestas novedades resultan del desplazamiento que padecen las luchas por objetivos esenciales (la lucha de clases, en el ámbito de la producción) en beneficio de las luchas por objetivos secundarios (identitarios, en el ámbito de la reproducción social). Se trataría de concesiones al adversario por más radicales que sean sus discursos de ruptura. Para los que defienden la idea de la innovación y de creatividad, el balance es positivo porque se romperían los dogmatismos bloqueantes, porque se ampliarían las formas de acción colectiva y las bases sociales que las sustentan y también sobre todo porque las luchas, por su forma y su ámbito, permitirían revelar nuevas vulnerabilidades del adversario.
 
En esta disputa sobre el balance de los últimos treinta años, ambas posiciones recurren a la falacia de los pasados hipotéticos, sea para mostrar que si la apuesta por la lucha de clases se hubiera mantenido, los resultados habrían sido mejores; sea para mostrar, por el contrario, que sin las nuevas luchas los resultados habrían sido peores.
 
El tercer hecho que se sigue de la relación fantasmagórica entre teoría y práctica es el nuevo extremismo teórico. Se trata simultáneamente de polarizaciones mucho más enormes y mucho más irrelevantes de las que caracterizaron las disputas teóricas de izquierda hace treinta años. A diferencia de aquéllas, estas últimas polarizaciones actuales no están directamente vinculadas con formas organizativas y estrategias políticas concretas. Comparadas con las disputas más recientes, las posiciones extremas de las disputas anteriores parecen hoy menos distantes entre sí, aunque de la opción por unas o por otras resultaran consecuencias mucho más concretas en la vida de las organizaciones, de los militantes y de las sociedades. Son tres las dimensiones principales del actual extremismo teórico.
 
Sobre los sujetos de la transformación social la polarización es entre una subjetividad histórica bien delimitada, una clase obrera y sus aliados, por un lado, y las subjetividades indeterminadas y sin límites, ya sean las de todos los oprimidos, las “personas comunes, por tanto, rebeldes o la multitud”. Hasta hace treinta años la polarización ocurría “sólo” acerca de la delimitación de la clase obrera (la vanguardia industrial frente a los sectores retrógrados), en la definición de los aliados, fueran ellos los campesinos o la pequeña burguesía, o en la transición de la clase en sí hacia la clase para sí.
 
En lo que respecta a los objetivos de la lucha social, la polarización es entre la toma del poder y el rechazo total del concepto de poder, es decir, entre el estatismo y el antiestatismo más radicales. Hasta hace treinta años, la polarización se daba acerca de los medios para tomarse el poder (lucha armada frente a lucha institucional) y de la naturaleza y objetivos del ejercicio del poder después de su toma (democracia popular/dictadura del proletariado frente a democracia representativa).
 
En el dominio de la organización, la polarización es entre una organización centralizada entorno a la forma de partido y la ausencia total de centralismo e incluso de toda organización que no sea la que surja espontáneamente del curso de la acción colectiva por iniciativa de los propios actores en su conjunto. Hasta hace treinta años, se daba una polarización entre partidos comunistas y partidos socialistas, entre partido único y sistema multipartidista, con respecto a la relación entre partido y masas o con respecto a la forma organizativa del partido obrero (centralismo democrático frente a descentralizado y derecho de disidencia).
 
Estamos frente a polarizaciones de otro tipo, frente a posiciones nuevas y más extremas, agrega BSS. No significa que las polarizaciones anteriores hayan desaparecido: tan sólo han perdido la exclusividad y la centralidad que tenían. Las nuevas polarizaciones no dejan de tener consecuencias en el seno de la izquierda, pero son ciertamente más difusas que las de períodos anteriores. Esto se debe a dos factores. Por un lado, a la ya referida relación fantasmagórica entre la teoría y la práctica, que hace que esta última quede relativamente inmunizada con respecto a las polarizaciones teóricas o ante un consumo de la teoría selectivo e instrumental.
 
Por otro, los actores en posiciones extremas no se disputan las mismas bases sociales, no se movilizan por los mismos objetivos de lucha y tampoco militan ni en las mismas organizaciones ni en organizaciones rivales, por lo que los enfrentamientos en el seno de la izquierda se parecen más a vidas paralelas.
 
Estas disyuntivas tienen, por lo tanto, una consecuencia importante: vuelven difícil la aceptación de la pluralidad y de la diversidad e imposible la conversión de ellas en motor de nuevas formas de lucha, de nuevas coaliciones y articulaciones. Es una consecuencia importante, sobre todo teniendo presente que las posiciones extremas en las nuevas polarizaciones sobrepasan el universo de la cultura de izquierda a secas. Estamos frente a universos culturales, simbólicos y lingüísticos muy distantes, y sin contar con un procedimiento de traducción entre ellos, no será posible conseguir una inteligibilidad recíproca. Si en uno de los lados se habla de lucha de clases, correlación de fuerzas, sociedad, Estado, reforma, revolución, en el otro se habla de amor, dignidad, solidaridad, comunidad, rebeldía, emociones y afectos, transformación de subjetividad, de “un mundo donde quepan todos los mundos”. Se trata de una fractura cultural y también de una fractura epistemológica que tienen una base sociológica en la aparición de actores colectivos provenientes de culturas subalternas, indígenas, afroamericanas y feministas que durante todo el siglo XX fueron desdeñadas, cuando no hostigadas, por la izquierda dogmática.
 
De Sousa Santos se pregunta ¿Es posible una síntesis entre las posiciones extremas de las nuevas polarizaciones o rupturas de la izquierda latinoamericana? Responde que no y si fuera posible, no sería deseable. La búsqueda de una síntesis requiere una idea de totalidad que reconduzca la diversidad a la unidad. En su opinión, ninguna totalidad puede contener la inagotable diversidad de prácticas y teorías en la izquierda latinoamericana de hoy en día. En vez de síntesis, piensa que es necesario buscar “pluralidades despolarizadas”. Se trata de invertir una tradición fuertemente enraizada en la izquierda que se afirma a través de la idea de que politizar las diferencias equivale a polarizarlas. Al contrario plantea BSS que la politización se venga a dar por la vía de la despolarización. Consiste en dar la prioridad metateórica a la construcción de coaliciones y articulaciones en torno a prácticas colectivas concretas discutiendo las diferencias teóricas en el ámbito exclusivo de esa construcción. El objetivo es hacer del reconocimiento de las diferencias un factor de agregación y de inclusión, para eliminar la posibilidad de hacer imposibles las acciones colectivas por causa de ellas y crear así un contexto de disputa política colectiva en el que el reconocimiento de las diferencias vaya a la par con el reconocimiento de las semejanzas. Esto es, se trata de crear contextos de debate en el que el impulso hacia la unidad y la semejanza tenga la misma intensidad que el que hay hacia la separación y la diferencia. Las acciones colectivas orquestadas mediante las pluralidades despolarizadas suscitan una nueva concepción de unidad de acción, en la medida en que la unidad deja de ser la expresión de una voluntad monolítica para pasar a ser el punto de encuentro más o menos amplio y duradero de una pluralidad de voluntades.
 
La concepción de pluralidades despolarizadas contraría todos los automatismos de disputa política en el seno de la izquierda. No será por ello fácil de aplicar. A favor de esta acción militan dos factores importantes. El primero es el actual predominio del corto plazo sobre el largo plazo, con la consecuencia de que el largo plazo nunca condicionó tan poco el corto plazo. En el pasado, en la medida en que el largo plazo fue el gran factor de polarización política en el seno de la izquierda, el corto plazo siempre que se consiguió con alguna autonomía en relación con el largo plazo, desempeño un papel despolarizado. A la vista de ello, el comportamiento táctico que surge del predominio actual del corto plazo puede facilitar el acuerdo para la prioridad mateteórica a las acciones colectivas concretas y así discutir la pluralidad y la diversidad en su contexto y sólo en él. En el corto plazo, todas las acciones revolucionarias son potencialmente reformistas y todas las acciones reformistas pueden llegar a escapar del control de los reformistas. La concentración en las certezas y urgencias del corto plazo no implica, por consiguiente, sólo el abandono del largo plazo, implica también que este consiga una apertura suficiente para incluir consensos difusos y silencios cómplices. La apertura del largo plazo puede funcionar como propiciadora de la despolarización. El otro elemento favorable a la construcción de pluralidades despolarizadas es el reconocimiento -hoy evidente después del levantamiento de los zapatistas y del Foro Social Mundial- de que la izquierda es multicultural, lo que implica que las diferencias que la dividen superan los términos políticos en que se formulan normalmente. En éstas subyacen diferencias culturales que una “verdadera” izquierda no puede dejar de reconocer, ya que no tendría sentido luchar por el reconocimiento y el respeto de las diferencias culturales ‘ahí afuera’, en la sociedad, y no reconocerlas ni respetarlas “en casa”. Así, encontramos un contexto ya creado para actuar bajo el presupuesto de que las diferencias no se eliminan mediante resoluciones políticas; más bien, hay que convivir con ellas y convertirlas en un factor de enriquecimiento y de fuerza colectiva.
 
Veamos los procesos de construcción de las pluralidades despolarizadas. Como se trata de un proyecto de renovación política, tal vez sea bueno comenzar por identificar las señales de renovación que se han venido detectando en la izquierda latinoamericana. De hecho, el proyecto de las pluralidades despolarizadas sólo se propone ampliar esas señales, haciéndolas fructificar en la construcción de nuevas y más eficaces acciones colectivas y en una nueva y más inclusiva constelación de culturas políticas de izquierda. Sin pretender ser exhaustivos, hay cuatro grandes señales de renovación en las últimas tres o cuatro décadas en otras tantas áreas decisivas para una nueva política de izquierda. Esas señales de renovación se ven en la voluntad transformadora, la ética, la epistemología y la organización.
 
La renovación de la voluntad transformadora tiene en el Che Guevara un momento fundador, pero encuentra sus manifestaciones más elocuentes en el gobierno de Salvador Allende, en el Frente Sandinista, en los movimientos indígenas del continente y en el MST. La renovación ética se da, sobre todo, con la teología de la liberación y con el modo en que se inserta en las luchas populares y en el imaginario de la resistencia contra la opresión. La renovación epistemológica comenzó con los movimientos indígenas y los movimientos feministas y tiene hoy sus manifestaciones más fuertes en el EZLN y en el FSM. La renovación organizativa tiene su momento fundador en el proceso de creación del PT y su manifestación más significativa en el FSM.
 
Todas son innovaciones políticas pero lo hacen a partir de ángulos y con intensidades diferentes. Basándose en ellas es posible, sugiere BSS, pensar en nuevos paradigmas de acción transformadora y progresista influenciados por el principio operativo de las pluralidades despolarizadas. La construcción de pluralidades despolarizadas es llevada a cabo por sujetos colectivos ya constituidos o en proceso de constitución, involucrados en acciones colectivas o disponibles para participar en ellas. La prioridad conferida a la participación en las acciones colectivas, a través de la coordinación o la coalición, permite suspender la cuestión del sujeto de la acción, en la medida en que sí hay acciones en curso, hay sujetos en curso.
 
La presencia de sujetos concretos no elimina la cuestión acerca del sujeto abstracto, pero impide que interfiera de modo decisivo en la concepción o en el desarrollo de la acción colectiva, ya que ésta nunca es producto de sujetos abstractos. Dar prioridad a la participación en acciones colectivas concretas significa en este contexto que:
 
1. Cada sujeto participante evita asumir que las únicas acciones colectivas importantes o correctas son las concebidas o las ejecutadas por sí. En un contexto en el que los mecanismos de exploración, exclusión y opresión se multiplican e intensifican, se hace particularmente importante no desperdiciar ninguna experiencia social de resistencia por parte de los oprimidos, explotados o excluidos.
 
2. Las disputas teóricas deben tener lugar en el contexto las acciones y siempre con el objetivo de hacerlas más viables y fortalecerlas.
 
3. Siempre que un sujeto colectivo dado cuestione ese objetivo, el abandono de la acción colectiva debe hacerse de manera que debilite lo mínimo posible la posición de los sujetos que permanecen comprometidos con la acción. La resistencia nunca tiene lugar en abstracto, las acciones colectivas transformadoras comienzan siempre por ocurrir en el terreno y en los términos del conflicto establecidos por los opresores. El éxito de las acciones colectivas se mide por la capacidad de acción colectiva para cambiar el terreno y los términos del conflicto en el transcurrir de la lucha. Pero a su vez, es este éxito el que mide la corrección de las posiciones teóricas asumidas. La concepción pragmática (a partir de los resultados) de la corrección teórica crea una disponibilidad para la despolarización de las pluralidades a medida que transcurra la acción.
 
De Sousa Santos se refiere a los momentos más importantes de la construcción de las pluralidades despolarizadas en el seno de las acciones colectivas transformadoras. Distingue tres momentos principales: La despolarización a través de la concentración en las cuestiones productivas, las despolarizaciones mediante la búsqueda de formas organizativas inclusivas y la despolarización por la intensificación de la comunicación y la inteligibilidad recíprocas.
 
Como se desprende fácilmente, no preocupa la creación de pluralidades en general. Estas existen y tienden a proliferar y a intensificarse en el seno de la izquierda, conduciendo, al extremismo y la polarización con las consecuencias negativas ya conocidas. En una nueva forma de pluralidad se concentra, las pluralidades despolarizadas.
 
La despolarización a través de la concentración en cuestiones productivas. Son productivas las cuestiones cuya discusión tiene consecuencias directas en la concepción y desarrollo de la acción colectiva y en las condiciones en las que tiene lugar. Todas las otras son cuestiones improductivas y, sin que sean necesariamente desdeñadas, deben dejarse en un nivel de indecisión o estado de suspensión que abra el espacio para diferentes respuestas. Muchas de las cuestiones que apasionaron a la izquierda en el pasado y llevaron a las más conocidas polarizaciones no pasan hoy esta prueba y deben por ello, considerarse improductivas.
 
Las cuestiones improductivas para la unidad despolarizada de la Izquierda son: la cuestión sobre el socialismo; la relación reformismo revolución; el Estado como objetivo principal o irrelevante.
 
La cuestión sobre el socialismo es acerca del modelo de sociedad que sucederá al capitalismo. Esta sufrió un golpe fulminante con la caída del muro de Berlín. Si antes se podía considerar productiva en la medida en que estaba en la agenda política un futuro socialista, por lo menos en algunos países, y podía, por lo tanto, tener consecuencias prácticas en la acción colectiva, hoy no es el caso. Como cuestión improductiva, debe dejarse en un grado de indecisión, cuya formulación más elocuente es la idea de que “otro mundo es posible”. Esta formulación permite separar la crítica radical del presente y la lucha por un horizonte poscapitalista o anticapitalista, ambas impulsoras de acciones colectivas, del compromiso con un modelo específico de sociedad futura o siquiera con la idea de que habrá un único modelo y no varios.
 
La cuestión entre reformismo y revolución suscita varias cuestiones productivas en sí misma, es improductiva, puesto que las condiciones en que la opción reforma frente a revolución se transformó en un campo decisivo de lucha política no están ya vigentes. Se trataba de una opción de principio entre medios legales y medios ilegales de toma del poder y, consecuentemente, entre una toma gradual y pacífica y una toma abrupta y violenta. En cualquiera de los dos casos, la toma del poder consideraba una construcción de la sociedad socialista y era, de hecho, una precondición. La verdad es que ninguna de las estrategias logró alcanzar sus objetivos y, con ello, la oposición entre ellas se transformó en complicidad. Cuando se logró la toma del poder o fue para administrar el capitalismo o para construir sociedades que sólo con mucha elasticidad podrían considerarse socialistas. Otra complicidad entre los dos principios es que históricamente éstos siempre se han complementado el uno con el otro. Por un lado, la revolución fue siempre el acto fundador de un nuevo ciclo de reformismo, ya que los primeros actos revolucionarios, como bien ilustran los bolcheviques, fueron impedir nuevas revoluciones, legislando el reformismo como la única opción. Por otro lado, el reformismo sólo tuvo credibilidad en cuanto existía la alternativa revolucionaria.
 
Por ello la caída del muro de Berlín significó tanto en el de la revolución como en el del reformismo, por lo menos en el siglo XX. Ocurre que, a la luz de estos y de las transformaciones del capitalismo en los últimos treinta años, los dos términos de la dicotomía sufrieron una evolución semántica tan drástica que los ha vuelto poco viables como principios orientadores de la lucha social. El reformismo ha venido a ser objeto de una ataque brutal por parte de las fuerzas del capital, una ataque que comenzó por recurrir a medios ilegales (el derrocamiento del gobierno de Salvador Allende) hasta, con un viraje hacia el neoliberalismo, recurrir a los medios legales del ajuste estructural, de la negociación de la deuda externa, de la privatización y del comercio libre. A la luz de esto, el reformismo de hoy está reducido a una miniatura caricaturesca de lo que fue, como ilustran los casos de África del Sur, de Brasil y el Salvador. A su vez, la revolución, que comenzó por simbolizar una concepción maximalista de toma del poder, acabó por evolucionar semánticamente hacia concepciones de rechazo a la toma del poder, como ilustra la interpretación altamente polémica del zapatismo por parte de John Holoway. Entre otros los extremos de la toma de poder y de la desaparición total de éste, hubo, a lo largo del siglo XX, muchas concepciones intermedias centradas en la idea de transformación del poder, como ilustran, desde muy temprano, las concepciones no leninistas de la revolución por parte de las austromarxistas.
 
Por todas estas razones, se puede plantear que no sea productivo discutir entre reforma y revolución en los procesos de la unidad de la Izquierda. Por su pasado, es una cuestión polarizadora. Por su presente y futuro próximo, es irrelevante. Mientras no surjan en nuevos términos, esta cuestión debería dejarse en un estado de suspensión que, en este caso, significa aceptar que las luchas sociales nunca son esencialmente reformistas o revolucionarias. Se transforman en una cosa o en otra por las consecuencias que tienen (unas intencionales y las otras no), por su relación con las otras luchas de la izquierda y en función de la resistencia de las fuerzas que se les oponen. Es decir, la suspensión consiste en este caso en transformar la reforma y la revolución de principios de orientación hacia acciones futuras en principios de valoración de las acciones pasadas.
 
Relacionada con esta cuestión anterior, hay otra que es o improductiva y que consiste en discutir si el Estado es relevante o irrelevante para una política de izquierdas y, consecuentemente, si el Estado debe o no ser un objeto de las luchas sociales. La opción es entre luchas sociales que tengan por objetivo el poder del Estado en sus múltiples formas y escalas y luchas sociales que tengan por objeto exclusivo los poderes que circulan dentro de la sociedad civil y que determinan las desigualdades, las exclusiones y las opresiones. No se trata de decidir si se debe defender o atacar al Estado, sino de decidir si las luchas sociales deben tener otros objetivos que sean defender o atacarlo. También está cuestión se puede desdoblar en otras tantas productivas, pero, en sí misma, es improductiva.
 
Este tema, sobre si el poder debe tomarse o suprimirse, está relacionada con esta cuestión, pero es más amplia. La toma o la extinción del poder puede asumir dos formas, dependiendo de si incide sobre el Estado o sobre la sociedad civil. Es decir, es posible estar a favor de la toma del poder (en la sociedad civil) y contra la inclusión del Estado entre los objetivos de la lucha social, sea para defenderlo o para atacarlo. El problema es saber si esta posición, siendo lógicamente correcta, tiene alguna consecuencia prácticohistórica.
 
La improductividad de la cuestión sobre la relevancia o la irrelevancia del Estado se origina a partir de que, siendo éste una relación social, no puede dejar de ser el resultado de luchas sociales que en el pasado lo tuvieron o no por objeto. El Estado capitalista moderno no existe fuera de su relación con la sociedad civil.
 
Los dos, lejos de ser externos el uno con respecto al otro, son las dos caras de la dominación social en las sociedades capitalistas. Además, su potencial polarizador es la otra cara de su falsedad, es decir, el Estado es siempre relevante, aunque esto sea resultado de su preeminencia en las luchas que partieron del presupuesto de la irrelevancia del Estado y que, al confirmarla, hicieron avanzar las causas sociales. Para neutralizar su potencial de polarización, se sugiere el siguiente punto de indecisión o estado de suspensión: las luchas sociales pueden tener por objeto privilegiado el Estado o la sociedad civil, pero, en cualquiera de los dos casos, los poderes no privilegiados están siempre presentes, afectan los resultados de las luchas y son afectados por ellas.
 
Las cuestiones productivas.
 
Pasemos ahora a las cuestiones productivas para la unidad de la Izquierda, es decir, a aquellas cuya discusión puede resultar en una despolarización de las pluralidades que hoy constituyen el pensamiento y la acción de la izquierda.
 
El Estado como aliado o como enemigo.
 
Al contrario de lo que sucede con la relevancia o irrelevancia del Estado, esta cuestión del Estado como aliado o como enemigo es productiva porque, precisamente, no asume la relevancia del Estado de manera abstracta. Le da un sentido político determinado. Las transformaciones por las que pasó el Estado a lo largo de todo el siglo xx, ya sea en los países centrales, ya sea en los países liberados del colonialismo, y el papel contradictorio que desempeñaron en los procesos de transformación social, dan consistencia histórica y práctica a esta cuestión. En los diferentes países, las experiencias relativas a la lucha social de los partidos y movimientos sociales son muy variadas y ricas a este respecto, por lo que no parece que sean susceptibles de reducirse a un principio o una receta general.
 
La posibilidad de construir en ese dominio una pluralidad despolarizada se fundamenta, precisamente, en el hecho de que la mayoría de los movimientos y asociaciones se negaron a tomar una posición rígida y de principio en sus relaciones con el Estado. Sus experiencias de lucha muestran que el Estado, siendo a veces enemigo, puede ser también, sobre todo en los países periféricos y semiperiféricos, un aliado precioso, por ejemplo, en la lucha contra las imposiciones transnacionales. Si en algunas situaciones se justifica el enfrentamiento con el Estado, en otras es aconsejable la colaboración y todavía en otras es apropiada una combinación de las dos, de las que tenemos un caso brillante en la estrategia del MST en Brasil. La concepción del Estado como una relación social contradictoria abre la posibilidad de que se den discusiones contextualizadas sobre la posición que tiene que adoptarse por parte de un cierto partido o movimiento frente al Estado, en una determinada área social, en un país concreto y en un momento histórico preciso.
 
Permite también evaluar comparativamente las diversas posiciones asumidas por diferentes partidos o movimientos en diferentes áreas de intervención o en diferentes países o momentos históricos. De ello también resulta una posibilidad de reconocimiento de la existencia de diferentes estrategias, todas ellas contextuales y no exentas de riesgo y, sobre todo, ninguna de ellas susceptible de transformarse en un principio general. En esto consiste la pluralidad despolarizada.
 
Luchas locales, nacionales y globales.
 
La cuestión de la prioridad relativa de las acciones colectivas locales, nacionales y globales es hoy ampliamente debatida y también aquí la diversidad de prácticas de izquierda es enorme. Es cierto que la tradición teórica de la izquierda fue moldeada en la escala nacional. Tradicionalmente las luchas locales fueron consideradas menores o como embriones de luchas nacionales en detrimento de los objetivos internacionalistas. A su vez, el internacionalismo fue siempre, en la práctica, una demostración de las prioridades de las luchas y de los intereses nacionales. Fue la escala nacional la que presidió la formación de los partidos de izquierda y de los sindicatos y la que continuó estructurando, su activismo hasta hoy. En la segunda mitad del siglo xx, sobre todo a partir de la, aparición de dos nuevos movimientos sociales, hizo que la escala local de las luchas sociales adquiriera una importancia que no había tenido hasta entonces. La tradición organizativa de la izquierda impidió que se explorara al máximo el potencial emancipatorio de la articulación entre luchas locales y nacionales. Tal vez el proceso de construcción del PT en Brasil ha sido donde esa articulación se ha conseguido con mayor éxito. A partir de la década de los noventa y sobre todo con el levantamiento zapatista en 1994 y con el FSM en 2001, la escala global de las acciones colectivas adquirió una visibilidad sin precedentes. Por ello, las tareas de coordinación entre las diferentes escalas de acción se volvieron más exigentes, al implicar a un tiempo las locales, nacionales, y globales. Por otro lado el campo de las experiencias concretas de las luchas en las diferentes escalas se amplió enormemente y con ello se hicieron posibles debates contextualizados sobre las diferentes escalas de la acción colectiva, sus ventajas relativas, las exigencias organizativas y las posibilidades de articulación. Ese debate sigue en curso en la actualidad y es uno de los más productivos, en especial en lo que respecta a los instrumentos específicos de coordinación entre las diferentes esferas de acción. En el FSM se unen movimientos sociales y asociaciones con diferentes concepciones acerca de la prioridad relativa de las diferentes escalas de acción. Siendo el FSM, en sí mismo, una acción colectiva global, muchos de los movimientos v de las asociaciones que participan en éste han tenido hasta tiempos recientes poca experiencia en las luchas locales y nacionales. Sin embargo, todos vieron en el Foro la posibilidad de ampliar sus escalas de acción, atribuyendo prioridades muy distintas a los diferentes espacios. Si para algunos la escala global de la lucha será cada vez más importante a medida que se profundice en la lucha contra la globalización neoliberal, para otro, el FSM es sólo un punto de encuentro o un acontecimiento cultural, ciertamente útil, pero que no altera el principio básico de que las ‘verdaderas luchas’, aquellas que son realmente importantes para el bienestar de las poblaciones, continúan teniendo lugar local y nacionalmente. Hay otros movimientos y asociaciones que incluyen sistemáticamente en su práctica las escalas local y nacional, (el MST) o también las escalas local, nacional y global (el EZLN). Para la gran mayoría de los movimientos la distancia entre esas esferas no hace justicia a las necesidades concretas de las luchas concretas. En las sociedades contemporáneas las diferentes escalas de acción social y política están cada vez más interrelacionados. En la aldea más remota de la Amazonia los efectos de la globalización hegemónica y de las formas en que los Estados nacionales se comprometen con esos efectos se sienten claramente. Aunque se organice cada práctica política concreta en función de una determinada escala, todas las otras deberían involucrarse como condición para el éxito. La riqueza de las experiencias de lucha social a este respecto es, por lo tanto, enorme y hace posible los debates contextualizados y, por ello, productivos. La posibilidad de la aparición de pluralidades despolarizadas en este dominio se sigue del hecho de que, a la luz de la experiencia reciente, tiene cada vez menos sentido darle prioridad absoluta o abstracta a cualquiera de las escalas de acción. Así se abre el espacio para valorar la coexistencia de luchas sociales en distintas escalas y las relaciones de geometría variable entre ellas. La decisión que determina qué nivel privilegiar es una decisión política que debe tomarse conforme a las condiciones políticas concretas.
 
Al contrario de la cuestión acerca de reforma o revolución, la opción entre acción institucional y acción directa es un asunto productivo en la medida en que puede discutirse en los contextos prácticos, de la acción colectiva. Consiste en saber si, en las condiciones concretas en que una lucha dada o acción colectiva se lleva acabo, se tiene que privilegiar el uso de los medios legales o el trabajo  político en el seno de las instituciones y el diálogo con los detentadores del poder o, por el contrario,  se da la ilegalidad y el enfrentamiento, institucional. En el caso de la acción institucional se tiene que distinguir entre acción institucional en el ámbito del poder del Estado (nacional o local) y en el ámbito del poder paralelo, especialmente mediante la creación de institucionalidades paralelas en las áreas no penetradas por el Estado. La institucionalidad paralela es un tipo de híbrido de acción colectiva donde se combinan elementos de la acción directa y elementos de la acción institucional. En el caso de la acción directa hay que distinguir entre acción violenta y acción no violenta y, en el caso de la primera, entre objetivos humanos y objetivos no humanos (propiedad). Estos dos cursos de acción tienen costos y beneficios que solo pueden evaluarse en contextos concretos y, obviamente, exigen tipos diferentes de organización y movilización. Lo que en general se puede decir de un tipo u otro de acción colectiva no es suficiente para decidir en discusiones contextualizadas sobre ellas. El contexto no se restringe a las condiciones inmediatas de acción, sino que involucra también las condiciones circundantes, especialmente la existencia o no de un régimen representativo (democracia, aunque sea de baja intensidad) y de un sistema de opinión pública.
 
La acción institucional tiende a aprovechar mejor las contradicciones del poder y las fracturas entre las élites, pero está sujeta a cooptación y al desvanecimiento de las conquistas, ya que deja a un lado el problema de que le es difícil mantener altos índices de movilización, especialmente debido a la asincronía entre el ritmo de colectivización de las reivindicaciones y de las protestas, por un lado, y el ritmo judicial o legislativo, por la otra La acción directa tiende a explotar mejor las ineficiencias del sistema de poder y la fragilidad de su legitimación social, pero tiene dificultades a la hora de formular alternativas creíbles y está sujeta a una represión que, cuando es excesiva, puede comprometer la movilización o hasta la propia organización.
 
Mientras que la acción institucional tiende hacia la coordinación con los partidos, siempre que éstos existan, la acción directa tiende a ser hostil a esa coordinación. La posibilidad de despolarización en torno a esta cuestión se apoya, nuevamente, en la riqueza de las luchas políticas de los últimos treinta años. Esa riqueza se condensa hoy de manera elocuente en el FSM, si muchos privilegian las acciones institucionales, otros tantos privilegian las acciones directas. Pero lo más significativo, en términos de su potencial despolarizador, es la experiencia de muchos movimientos y organizaciones que, en distintas luchas o en diferentes momentos de la misma lucha, recurren a ambos tipos de acción, como, de nuevo, es un ejemplo elocuente el MST. A pesar de no estar físicamente presente en el Foro, el EZLN abrió un horizonte de posibilidades convergentes en este campo y ejerce hoy una fuerte influencia, aunque no muy conocida, en los movimientos sociales, sobre todo en los latinoamericanos. En las luchas del EZLN son discernibles momentos de acción directa (levantamiento), de acción institucional (acuerdo de San Andrés, cabildeo en el Congreso mexicano) y de acción institucional paralela (Caracoles, Juntas de Buen Gobierno). Una vez creadas las condiciones para llevar a cabo las evaluaciones sistemáticas, esta vastísima experiencia tiene todas las condiciones para otorgarle credibilidad a la formación de pluralidades despolarizadas.
 
Luchas por la igualdad y luchas por el respeto a la diferencia
 
La cuestión de la prioridad relativa de las luchas por la igualdad y de las luchas por el respeto de la diferencia es relativamente nueva en la teoría y en la práctica de la izquierda latinoamericana. Surgió a partir de las décadas de los setenta y de los ochenta, cuando irrumpieron los movimientos feministas, los movimientos indígenas y, algún tiempo después, los movimientos de afrodescendientes y los movimientos LGBT (lesbian, gays, bisexual and transqendered people: lesbianas, gays, bisexuales y personas trans). Organizados sobre la base de identidades que han sido tradicionalmente discriminadas, estos movimientos objetaban la concepción de igualdad que había presidido las luchas sociales de los períodos anteriores, una concepción que estaba centrada en una idea de clase (obrera o campesina) de base económica y que era hostil al reconocimiento de diferencias políticamente significativas entre las clases populares. Los movimientos identitarios, si en general cuestionaron la importancia de las desigualdades de clase, reivindicaron la importancia política de las desigualdades presentes en la raza, la etnia, el sexo y la orientación sexual. Según esos movimientos, el principio de igualdad tendía a homogeneizar las diferencias y, por lo tanto, a ocultar las jerarquías que su seno. Estas jerarquías se traducen en discriminaciones que menoscaban de modo irreversible las oportunidades de realización personal y social de los discriminados. Sobre la base exclusiva del principio de igualdad, no se consigue más que una inclusión subordinada, descaracterizadora. Para que no sea así, es necesario que, más allá de la igualdad, se considere el reconocimiento de la diferencia como un principio de emancipación social. El acoplamiento entre los principios de igualdad y de reconocimiento de la diferencia no es una tarea fácil; pero también en este dominio la diversidad de las luchas sociales de los últimos treinta años hace posible la formación de pluralidades despolarizadas.
 
Existen, ciertamente, posiciones extremas que niegan la valides de uno de los dos principios o que aunque reconocen la validez de ambos, dan prioridad total y en abstracto a uno de ellos. La mayoría de los movimientos, en vez de eso, procura encontrar formas concretas de coordinación entre los dos, a un dando prioridad a uno de ello. Esta situación se hace visible en el movimiento sindical, fundado sobre la igualdad, pero donde hay una creciente sensibilidad hacia el reconocimiento de la importancia de las discriminaciones étnicas y sexuales y existe la disponibilidad para la organización de movimientos identitarios alrededor de luchas concretas. Es igualmente visible en los movimientos identitarios sobre todo en el movimiento feminista, con el creciente reconocimiento y politización de las diferencias de clase existentes en interior del movimiento. En este campo están creadas las condiciones para la formación de pluralidades despolarizadas y, una vez más, el FSM ofrece un amplio espacio en el que se generan oportunidades para la construcción de lazos y coaliciones entre movimientos con diferentes concepciones de la emancipación social. El conocimiento mutuo es una condición necesaria del reconocimiento reciproco. Los avances en este campo están en permitir que la discusión entre los dos principios no se de en abstracto ni entre posiciones radicales, sino entre opciones concretas acerca de la configuración de luchas concretas, que comprometan a los movimientos sin obligarlos a cambios de fondo en sus concepción culturales filosóficas o políticas fundamentales.
 
Veremos si es posible que el debate alrededor de estas tesis propuestas por el profesor Boaventura de Sousa Santos, amplíen el horizonte de la unidad de la Izquierda que se ha formalizado y debería permitir un viraje hacia la Izquierda de la nación colombiana.
Horacio Duque
Licenciado en Ciencias Sociales e Historia de la Universidad del Quindío (Armenia, Colombia); autor de varios libros y artículos sobre historia y política colombiana.
 
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