Política antidrogas' en Colombia... lejos del "éxito"
23/11/2004
- Opinión
En el 2003 fueron fumigadas 132.817 hectáreas de coca, con lo
que, según datos de Undoc se redujo el área sembrada en 11.731
hectáreas, luego para reducir una hectárea fumigan más de 11. De
todas maneras queda la duda sobre la realidad de la reducción
dadas las nuevas características de los cultivos. En Nariño
fumigaron el doble de las hectáreas existentes y las siembras
aumentaron 17 %. La paradoja del 2003 es altamente
significativa: justo en el año en que se da la mayor fumigación
de toda la historia de este tipo de acciones en Colombia, se
tienen unos resultados bastante mediocres.
De acuerdo con el último informe de Unodc -United Nations on
Drug and Crime "Coca Survey 2003" producido en Viena en junio de
2004-, sobre la situación de los cultivos ilícitos en Colombia,
a lo largo del 2003 la reducción de áreas de coca alcanzó la
cifra de 15.731 hectáreas frente el total del área de coca.
En el caso colombiano, la relación inmediata que se hace frente
a estas cifras, es asociarlas como un resultado relativamente
exitoso de las fumigaciones. Veamos, sin embargo, algunos
elementos para contrastar esa asociación. En primer lugar, vale
señalar que la reducción obtenida como resultado de la
erradicación manual fue de 4.000 hectáreas. Quiere decir que lo
obtenido por las fumigaciones aéreas fue una reducción de 11.731
hectáreas.
El equivalente de lo fumigado a lo largo del 2003 fue de 132.817
hectáreas de coca, lo cual significa que para erradicar
efectivamente una hectárea de hoja de coca fue necesario fumigar
11.33 hectáreas. Lo que en el ámbito de costos implica
multiplicar por esta cifra el precio de cada hectárea
erradicada, la cual se calcula en US 700 dólares. Significa que
una hectárea menos de coca vale cerca de US 8.000 dólares, esto
es, alrededor de 20 millones de pesos.
En el marco del Plan Colombia, la dinámica de las fumigaciones
tiene un salto importante durante el período 2002 y 2003.
Como se puede observar, durante el 2002 y 2003 se encuentran las
cifras anuales más altas de las fumigaciones aéreas. El hecho
coincide con el ascenso de Álvaro Uribe Vélez a la presidencia
(agosto de 2002 a 2006). De acuerdo con estos datos de Unodc, el
punto más alto de la disminución efectiva de cultivos de coca se
presentó en el 2002, cuando esta cifra alcanzó 42.736 hectáreas
al finalizar dicho año.
La paradoja del 2003 es altamente significativa: justo en el año
en que se da la mayor fumigación de toda la historia de este
tipo de acciones en Colombia, se tienen unos resultados bastante
mediocres si se compara con lo que sucedió en el 2002. En
efecto, la disminución del 2003 representa tan sólo el 36.8% de
lo erradicado efectivamente en el año anterior, presentando
incluso una cifra por debajo de los resultados del 2000 (18.482
has). La explicación es muy clara: los "éxitos" del 2002 están
directamente asociados a la gran ventaja que experimentó esta
política al focalizarse en el área de mayor concentración de
coca, como en efecto lo fue el caso del departamento de
Putumayo, que alcanzó a tener el 40% del área nacional en el
2000, es decir, cuando se iniciaron los operativos del Plan
Colombia.
Quiere decir, que los retos para la política de fumigaciones
apenas comienzan y no muy bien, de acuerdo con los resultados
del 2003. En efecto, se podría decir que las altas cifras que
arrojó la aspersión aérea en el 2002 fueron la oportunidad ya
lograda, y que los cultivos inician a partir de entonces un
proceso itinerante que no va a repetir la alta concentración del
departamento del Putumayo y que la política va a enfrentar
serias dificultades en los próximos años.
Recabando un poco más en los resultados, la observación de casos
particulares como el del departamento de Nariño es bien
diciente. Este departamento recibió uno de los peores castigos
con la fumigación en el 2003, contabilizando un equivalente a
36.910 hectáreas asperjadas, esto es 28% del total, es decir,
más de una cuarta parte del área fumigada en Colombia. En otras
palabras, recibió una fumigación que dobló y sobrepasó el área
existente en este departamento a finales del 2002 (15.131
hectáreas) y presenta, al finalizar el año 2003, un incremento
del 17% de su área.
Es verdad que de igual manera se podría contraargumentar lo
anterior con el caso de Guaviare que recibió un castigo similar
a Nariño y, sin embargo, su área disminuyó en un 41%. De todas
maneras queda la duda sobre la realidad de la relación entre
fumigaciones y áreas disminuidas, pero más allá de esa ecuación
la pregunta es sobre la sostenibilidad en el mediano y largo
plazo de este tipo de resultados. La duda es legítima a la luz
de lo que está sucediendo hoy.
En efecto, las nuevas características de los cultivos,
posteriores al modelo Putumayo, son:
1. La creciente atomización que se refleja en la presencia de
cultivos en 23 departamentos frente a sólo 12 que existían en
1999, en la antesala del Plan Colombia.
2. La conversión hacia modelos de pequeña finca de 3 o menos
hectáreas.
3. La mimetización en el sotobosque y siguiendo procesos de
siembra lineales más que grandes acumulados.
4. El aprovechamiento de siembras en parques naturales para el
cumplimiento de la anterior condición, agravando la situación de
las áreas protegidas por la tala de bosque en zonas frágiles,
importantes en biodiversidad. Vale aclarar, sin embargo, que
según los datos de Simci esta es una tendencia a la baja.
5. La inserción de los cultivos en zonas no marginales sino
dentro de áreas más integradas a la nación y que son manejados
bajo técnicas de asociación de cultivos, como en el caso de la
zona cafetera y que impide un conocimiento real de las áreas de
ilícitos. En efecto, si de algo adolece el informe de Unodc es
la ausencia de una información creíble para estas zonas, pues en
sus cálculos sólo existen 54 hectáreas allí, lo cual refleja
serios limitantes del sistema satelital de mediciones de los
cultivos ilícitos.
Si a ello se agrega la confirmación de siembras de variedades
seleccionadas naturalmente por los campesinos y que muestran un
comportamiento de resistencia frente al glifosato, quienes
manejan la política de drogas no van a tener muchos motivos para
estar contentos como aparentemente sucede hoy.
Es decir, la medición del éxito o no de la política no puede
establecerse en sus resultados anualizados, sino que
necesariamente debe verse en dinámicas de mediano y largo plazo.
Las exigencias de resultados de corto plazo, tal y como se ha
consolidado en instancias de toma de decisión en Washington e
incluso en el mismo Congreso, están conduciendo a percepciones
equivocadas por el hecho de que se muestren disminuciones de un
año a otro. De cualquier manera, no se trata de provocar el
fundamentalismo que está detrás de la ratificación de la actual
política de drogas y que cree en mecanismos asociados de manera
muy desbalanceada a favor del uso de la fuerza. La provocación y
la demostración de un eventual fracaso en el mediano plazo
implicará, para ellos, poner sobre la mesa una mayor
radicalización que cobra expresión en la amenaza que se cierne
alrededor del uso del hongo fusarium oxysporum o el ensayo de
nuevos y más peligrosos químicos.
Frente a ese indeseable escenario emerge la pregunta sobre la
necesidad de reflexionar más a fondo acerca de qué vía es más
realista y aceptable para garantizar reducciones que se
sostengan en el largo plazo y que generen menos efectos
negativos colaterales, hablando sólo de decisiones en la parte
de la producción. En ese contexto se debería diseñar una
estrategia de fortalecimiento de los procesos de erradicación
manual, como política de Estado. Para ello, el presidente Uribe
debería reconocer que la única lectura del problema de los
ilícitos no es la de "ser fuente de financiación del terrorismo"
sino que también hay allí un problema social y económico de
fondo, que reclama otro tipo de manejos distintos al uso de la
fuerza.
Una vez abierto ese espacio, se deberían recoger las múltiples
experiencias locales de comunidades y entidades que buscan
manejos concertados sobre el problema. Allí se deberían
reconocer la existencia de propuestas distintas y diversas, como
lo son las regiones colombianas, al patrón único que esgrime la
Casa de Nariño (Familia Guardabosques, por ejemplo) y que aplica
indistintamente en sitios muy diversos social y culturalmente.
La concertación es la vía que le dará sostenibilidad a una
estrategia que hoy genera una gran movilidad del problema de las
drogas, agravando los impactos ambientales y profundizando el
gran desorden en el uso de aquellos suelos y recursos que se
deberían proteger y explotar adecuadamente. Más que
"beneficiarias" se debe reconocer en las comunidades, a las
protagonistas del desarrollo regional y local.
* Ricardo Vargas Meza es sociólogo. Director de la Corporación
Acción Andina Colombia
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