La solidaridad en un mundo sin corazón
19/08/2013
- Opinión
El 31 de agosto se celebra el Día Internacional de la Solidaridad para promover y fortalecer los ideales ligados a ese valor, en tanto fundamentales para las relaciones entre los Estados, los pueblos y las personas. Los presupuestos de esta conmemoración son los siguientes. Primero, vivimos en un mundo de grandes desigualdades entre ricos y pobres; segundo, el verdadero progreso no se logrará sin la cooperación entre todas las naciones y los pueblos para acabar con la pobreza, y sin la solidaridad con los desposeídos; tercero, debemos asumir responsabilidad ante los que son excluidos del acceso a los recursos necesarios para el desarrollo, cuyos derechos humanos y dignidad no se respetan; y cuarto, debemos potenciar una relación responsable con la naturaleza.
Luis de Sebastián, de grata recordación en la UCA, definía la solidaridad como el reconocimiento práctico de la obligación natural que tienen los individuos y los grupos humanos de contribuir al bienestar de los que tienen que ver con ellos, especialmente los que tienen más necesidad. Y explicaba que los aspectos negativos de la condición humana histórica demuestran que estamos en una situación de emergencia y que, por tanto, existe un nexo objetivo que nos liga unos a otros en nuestra limitación y fragilidad, que puede convertirse en una fuente de energía que cada uno por sí mismo no tiene. En esas circunstancias, el comportamiento individualista, no cooperativo (el “sálvese quien pueda”), será con toda seguridad desastroso, suicida y criminal; mientras que el esfuerzo colectivo para aceptar y transformar con inteligencia y valor lo vulnerable e inseguro de la existencia humana conseguirá que todos llevemos una vida más racional y humana.
Y desde una perspectiva menos pragmática y con más énfasis en la obligación moral, Adela Cortina, filósofa española, sostiene que la solidaridad ha de estar fundamentada en una ética cívica cordial, cuyos principios serían los siguientes: no instrumentalizar a las personas; empoderar sus capacidades; distribuir equitativamente las cargas y los beneficios; abrirse a la vida e intereses de los interlocutores; y mantener una actitud de responsabilidad hacia los seres no humanos indefensos. Ahora bien, ¿qué implica cada uno de estos principios para la convivencia humana guiada por la ética de la cordialidad (esto es, una ética con capacidad de compasión para reaccionar ante el sufrimiento de los otros y con capacidad de indignación para enfrentar las injusticias)? Veamos algunas de las ideas centrales que en este sentido expone Cortina.
La solidaridad se define a partir del otro, o mejor dicho, a partir del reconocimiento del otro y de sí mismo en su dignidad. Es decir, reconocer que cada uno debe evitar convertirse para los demás en un medio, y conseguir ser para ellos un fin. Se trata de una de las formulaciones del imperativo categórico del filósofo alemán Kant: “Obra de tal modo que trates a la humanidad, en tu persona o en los demás, siempre y al mismo tiempo como un fin y nunca meramente como un medio”. Dicho en el lenguaje del reconocimiento cordial, se convierte en la obligación de no instrumentalizarse recíprocamente, sino respetar la autonomía ajena y la propia. No es legítimo dañar a las personas, pero tampoco instrumentalizarlas en contra de sus propios planes vitales, siempre y cuando esos planes no sean dañinos para las demás personas. En consecuencia, el límite de cualquier actividad (política, económica, científica, etc.) es la no manipulación.
Pero no se trata solo de no manipular, sino también de empoderar, de actuar positivamente para potenciar las capacidades de las personas. Respetar la dignidad humana no significa únicamente no utilizar ni dañar a los seres humanos, sino que exige empoderarlos para que puedan llevar adelante sus proyectos de vida. La solidaridad en este plano pasa por fortalecer el ejercicio de los derechos humanos políticos, culturales y económicos, y por desarrollar las capacidades, oportunidades y características de las personas. Por otra parte, la solidaridad no puede prescindir de la justicia. Cortina propone el modelo de justicia del “interlocutor válido”, que va más allá de la distribución de cargas y beneficios en una sociedad, y que consiste en empoderar a las personas para que puedan participar y defender sus derechos básicos fundamentales (constituirse en ciudadanía activa). El motor de esta voluntad de justicia es el reconocimiento cordial de los que son iguales en dignidad, y diversos en capacidades e identidad.
Otra exigencia es tomar en cuenta los intereses de los afectados por las decisiones de orden público. Crece la conciencia, por ejemplo, de que no se debe legislar sin contar con la participación ciudadana en aquellas cuestiones que los afectan. La razón primordial es que son ellos los que mejor perciben los efectos de los sistemas político y económico, y quienes conocen más a fondo sus intereses. Este tipo de solidaridad implica abrir un debate en profundidad sobre los principales temas de interés ciudadano y poner a punto mecanismos concretos de participación.
Finalmente, Cortina habla de la solidaridad con los seres no humanos indefensos. En este sentido, se apoya en el principio de responsabilidad de Hans Jonas, que, siguiendo la forma del imperativo categórico kantiano, afirma: “Obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de la vida humana auténtica en la Tierra”. Dicho en otras palabras, si los seres vivos tienen un valor intrínseco, aunque no sea absoluto, y si son vulnerables, se comporta de forma inmoral quien pudiendo hacerse responsable de ellos no asume esa responsabilidad.
En suma, la solidaridad no se limita a un sentimiento caritativo, a un alivio de necesidades individuales, a una actividad puramente asistencialista. En su sentido más profundo, busca convertirse en una praxis que contribuya a la transformación de estructuras indolentes e inhumanas. Y tiene como fuente de inspiración la estima de la dignidad ajena y la propia, la indignación por el daño injusto, y la compasión ante el sufrimiento que ha llegado hasta las entrañas y el corazón propios.
La solidaridad es un modo de ser responsable con los demás. Es tener un corazón de carne y no de piedra. Soy solidario cuando no me cierro al otro, sino que dejo que entre donde se hallan mis sentimientos. Así lo expresa bellamente una oración budista: “Que pueda ser el protector de los abandonados, el guía de los que caminan; y para quienes desean ir a la otra ribera, el navío, la barca, el puente; la isla para quienes necesitan una isla, la luz para quienes necesitan una luz, el lecho para quienes necesitan un lecho; la piedra milagrosa, el vaso del gran tesoro, la fórmula mágica, la planta que cura, el árbol de los deseos, la vaca de la abundancia. Que mientras dure el espacio, y mientras los seres permanezcan, pueda yo también permanecer para aliviar los sufrimientos del mundo”.
Carlos Ayala Ramírez, director de Radio YSUCA
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