Ykuá mártires

05/08/2004
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Nos ha llegado hondo el mordisco cruel de centenares de muertes inhumanas, muertes que de ninguna forma debieran haber sucedido. El Ykuá Bolaños, esa moderna pero destartalada caja de muerte, se levantó, altanera, hace poco, en nuestra zona. Sus formas raras y coloridas, embrujadas, seducían a sus vecinos a lanzarse en los agridulces brazos del consumismo. Con su pomposa inauguración, los primeros asesinados fueron los pequeños almacenes de los alrededores, medio de subsistencia de muchas familias, centros de diálogo y noticias barriales. El monstruo rojizo deslumbraba a todos. Su boca grande y única engullía a multitudes. Allá, en sus brillantes tripas, se creaban necesidades antes nunca sentidas, a las que se les rendía culto con tarjetas de crédito y "estampitas" verdes con la imagen de San Roque. Era un templo al consumismo... En este frenesí colectivo nadie preguntó por puertas de emergencia, nadie se preocupó de la seguridad de tanta gente agolpada; no había detector de humos, ni circuito cerrado, ni luces de emergencia... Los pocos mecanismos que funcionaban eran los destinados a defender al dios dinero. Los guardias, cabezas lavadas, sólo se preocupaban de defenderlo. Y las pocas puertas existentes sólo estaban pensadas para su custodia. Por eso, a la hora de la verdad, los corazones negramente endurecidos de sus dueños, forjados a martillazos de codicia, saltaron, como resortes, con órdenes terrorífica: "Cierren las puertas; que nadie escape sin pagar; que las cajeras no se muevan de sus puestos..." Les importó más sus asquerosas ganancias que la vida de centenares de sus clientes. El Ykua Bolaños, humeante, es un monumento desenmascarado de la crueldad del capitalismo reinante. Podríamos ponerle un gran cartel en su frente que dijera: "La plata vale más que la gente". Y quizás en su vientre abultado: "Que yo engorde aunque mueran muchos..." Me niego rotundamente a asimilarme esa pálida "resignación cristiana" que predican algunos. A borbotones, con furia, brotan en nuestra sangre rebeldías volcánicas, que nacen de nuestra fe. Ira sagrada, al estilo de la de Jesús en aquel supermercado de Jerusalén, convertido en "cueva de ladrones". Enojo sobre enojo. Rabia. Dolor sin fin. Ríos de lágrimas. Lamentos y gritos interminables. Pero el asombro llegó al colmo cuando escuchamos decir al dueño del súper que él tenía la conciencia tranquilo porque el incendió fue una decisión de Dios que había que acatar sin protesta... ¡Nunca habíamos oído blasfemia tan inoportuna y horrenda! No, el Dios en el que creemos jamás tomaría esas "decisiones". Es la falta de técnica, egoísticamente ahorrada y seguramente coimeada, la que produjo el incendio y su rápida propagación; y la crueldad indescriptible del cierre de puertas produjo encima multitud de agonías terroríficas por asfixia. Dios no estaba en las tacañas incompetencias en la construcción del edificio o en las coimas a los controladores municipales o en la órdenes del cierre de puertas. Pero estaba presente, sufriente, en cada una de las víctimas. Y estaba presente, activo, en cada persona solidaria. El Dios encarnado, Jesús, gritaba en cada joven que llamó por celular pidiendo socorro. Jesús rompió desesperado los vidrios y las paredes. Jesús dio respiración boca a boca. Jesús acudió corriendo en multitud de joven voluntarios. Jesús expuso su vida heroicamente en bomberos y policías. Jesús está en las manos suaves de las enfermeras que con cariño limpian hoy su piel quemada. Jesús se reparte solidario en tantos aportes solidarios que llegan... Jesús palpita y llora en el corazón de ustedes, queridos jóvenes. Jesús corrió, gritó, se quemó, se asfixió, murió... centenares de veces... Socorrió, ayudó, curó, consoló, animó, transportó heridos... millares de veces... María abraza a las madres y les susurra al oído que comprende su dolor porque también a ella le mataron a su Hijo; pero que el Padre Dios se lo resucitó. Así también ahora el Hijo muere en sus hermanos, pero también Papá Dios los recoge bondadoso y los lleva a su Gloria, donde les entrega la plenitud de la felicidad. Él sufre y muere con nosotros; nosotros resucitamos y triunfamos con Él. La esquina de Trinidad y Artigas es desde ahora un lugar sagrado. Restos y cenizas de multitud de hermanos nuestros queridos reposan ahí para siempre, como testimonio de la crueldad de este capitalismo cruel que nos domina, homenaje a sus numerosas víctimas y monumento a la maravillosa solidaridad de nuestro pueblo. Propongo que se derrumbe del todo al monstruo y se construya un parque-monumento-capilla, que se llame Ykua Mártires, vertiente eterna de memoria y solidaridad. Y prometo, prometemos, luchar eficazmente exigiendo seguridad ciudadana en todos los edificios públicos y en todos los rincones de nuestra Patria. Que la sangre de nuestros mártires sea semilla de una nueva sociedad, en la que el respeto a una vida digna para todos esté siempre por encima de la acumulación egoísta de capitales. ¡Sí a la vida; no a la avaricia! Que así sea. Discurso pronunciado por José L. Caravias sj. ante miles de jóvenes en marcha de protesta y solidaridad (6-8-04). Asunción.
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