Chile: Más allá de Pinochet
27/04/1999
- Opinión
Es un gran día para la humanidad, un gran regalo final para este siglo
terrible y genocida que se termina.
El destino me bendijo y quiso que yo aterrizara en Londres hoy (24
marzo), justamente hoy, justo a tiempo para escuchar frente a los lores
mismos la buena nueva de que Augusto Pinochet Ugarte no dispone de
inmunidad por el hecho de haber sido jefe de Estado cuando mandó matar y
torturar; justo hoy pude saber de boca de los jueces ingleses que el
dictador de Chile no podrá esconderse detrás del manto espúreo de la
soberanía para escapar de la justicia.
Sé que quedan escollos en el camino y que este juicio promete alargarse
durante años, malgastándose en un enjambre de apelaciones y solicitudes
y presiones, pero nuestro sueño imposible de todos estos años, que el
general tenga que sentarse en la misma sala que sus víctimas, aparece
como cada vez más cercano, ese día y ese sueño se aproximan
inexorablemente.
Reconozco, sin embargo, que esta resolución crea un dilema, por lo menos
para los chilenos. El hecho de que Pinochet sea enjuiciado lejos, en
esta Europa donde acabo de oír el dictamen, absuelve a los ciudadanos de
Chile de tener que hacerlo. La misma lejanía que ha permitido meterlo
preso puede servir de colchón y cortina para no enfrentar nuestro
pasado.
Chile fracturado
Los dos principales antagonistas de ese pasado irresuelto me esperan a
1a salida del Parlamento británico, donde me topo a boca de jarro con
las divisiones de mi país trasladadas a Londres. El cielo es
indudablemente inglés y los buses son rojos y sumamente londinenses, y
en lo alto veo al Big Ben y bien cerca fluye el Támesis de Dickens, pero
en la calle lo que encuentro es un espejo deforme del mismo Chile
fracturado de las últimas décadas, frente a mis ojos se contraponen las
dos zonas irreconciliables de Chile, gritándose insultos ahí mismo, en
buen castellano, para regocijo de los fotógrafos y el asombro remoto de
los televidentes, y si no fuera por los bobbies que los mantienen a raya
y bien separados, se agarrarían a bofetadas frente al edificio de
Westminster.
De un lado, un grupo bullicioso de exiliados celebra la victoria,
festejando este día que tanto han esperado desde la distancia y la
desesperación. Y a un costado, un escuálido grupo de histéricos
pinochetistas vocifera la rabia de tener que volar de vuelta al hogar
sin el héroe que, según ellos, los salvó de1 comunismo ateo.
Podemos vaticinar que esta escena va a repetirse durante los meses y
años venideros, dos grupos antagónicos confrontándose en calles
extranjeras mientras jueces extranjeros deciden la suerte de un dictador
latinoamericano.
Y de repente tengo una revelación. Si Pinochet está preso hoy en
Inglaterra y quizás algún día en España, Pinochet nos tiene a nosotros,
los chilenos, presos a su vez, disputando su imagen hasta la saciedad,
alimentándonos unos del odio en su contra y otros del amor, y lo que me
pregunto, lo que me vengo preguntando desde antes de que al general lo
despertaran una noche en su clínica para informarle de que sus muertos
no 1o iban a dejar descansar los últimos años de su vida, lo que
necesito saber más que el futuro de Pinochet es el futuro de Chile,
¿cómo podemos ir más allá de su figura, más allá de su legado? ¿Qué va a
pasar ahora que se confirma que el juicio en Europa sigue?
Hay tantos factores y tantos actores que sería torpe y hasta temerario
profetizar el futuro. ¿Reaccionarán las Fuerzas Armadas, como lo han
anunciado, con alguna acción que exprese su ¿estado de crispación?,
¿presionando al Gobierno aún más de lo que ya lo han estado haciendo?
¿Los derechistas verán ahora la oportunidad para deshacerse de la carga
del ex dictador que los marca como partidarios de un hombre que
atropelló los derechos humanos y es el escarnio del planeta? ¿Ayudarán
a que se complete nuestra vigilada e imperfecta transición? ¿Los
tribunales chilenos seguirán investigando los crímenes del régimen de
Pinochet, creando una judicatura por fin independiente? Y la pregunta
más crucial: ¿cómo afectará este enjuiciamiento a Pinochet las
elecciones presidenciales que se aproximan?
En las calles de Santiago
El desafío que nos espera podría resumirse en una escena que presencié
durante mi última visita a Chile, hace unos pocos meses, una de esas
escenas típicas de la vida cotidiana chilena que a veces contiene más
claves que todos los análisis políticos.
Habíamos salido, Angélica y yo, a caminar por el centro de Santiago. De
repente escuché un redoble de tambores y vi en la lejanía banderas rojas
que flameaban por el caluroso aire veraniego del paseo Ahumada. Se me
ocurrió que debía ser otra marcha para exigir que el general fuera
extraditado a España. Pero de lo que se trataba era de unos cien alumnos
universitarios ataviados como bufones medievales, sus caras
pintarrajeadas de colores diversos, algunos avanzando sobre zancos y
otros dando brincos, una alegre caravana que traviesamente invitaba al
público a un Festival de Teatro. Era una celebración carnavalesca del
arte, llena de malabarismos y trucos y buen humor.
Y, sin embargo, apenas habían pasado los jóvenes, a unos veinte metros,
apareció otro grupo, marchando en forma lenta y solemne sobre el mismo
cemento: las madres y las hermanas y las mujeres de los desaparecidos,
la asociación de parientes de ejecutados políticos, los miembros de un
movimiento contra la tortura. Aquí estaban las mujeres que durante más
de veinticinco años han alimentado el fuego de la memoria, rehusando
olvidar a los amados y amantes que sucumbieron en algún sótano inmundo y
oscuro en esta misma ciudad. Habían esperado este día cuando el hombre
que se había burlado de ellas ya no pudiera seguir ignorándolas, que ese
hombre tuviera que hacerse responsable públicamente por sus violaciones
a los derechos humanos.
Mientras yo contemplé con otros espectadores silenciosos el paso de esas
madres de los muertos de Chile, escuché una voz femenina a mis espaldas:
"¡Comunistas de mierda! ¡Mentirosos! Deberíamos haberlos matado a
todos". Me di vuelta y vi a una mujer delgada, vestida a la moda,
llevando elegantemente sus cincuenta años de edad, quintaesencia de
"momia", como la habríamos llamado en nuestros tiempos allendistas.
Retrógrada, agraviada y agria, había espetado las palabras como para sí
misma, pero asegurándose que los transeúntes pudieran registrarlas con
claridad.
Viendo a esa mujer que miraba con furia la misma marcha que a mí me
producía tanta emoción, viendo su cuerpo rígido, su recalcitrante
inhabilidad para comprender el dolor ajeno, me sentí retornado a los
peores momentos -no de la dictadura, sino de las protestas fascistas
contra el Gobierno de Allende- y sentí un temor irracional anudarse en
mi estómago. Yo sabía a lo que puede conducir ese odio, yo sabía qué
pasa cuando una mujer como ésta se alza con todo el poder y hace lo que
le da la gana y piensa que jamás nadie le va a pedir cuentas, yo lo
sabía y ella me lo estaba recordando, decía esas palabras para que
personas como yo nunca olvidáramos quién había ganado esta guerra. Y
supe algo más en esa esquina: el general Pinochet es el ancla de la
identidad de esa mujer y ella no iba a permitir, por nada del mundo, que
se lo juzgara.
Y esa mujer representa un tercio del país, el tercio que controla el
poder económico y los principales medios de comunicación y también, por
cierto, las Fuerzas Armadas. Un tercio que ha mandado durante décadas y
quizá siglos en Chile, pero que ha descubierto que no manda en el
extranjero. El futuro del país no se puede construir con esa mujer. Y,
sin embargo, tampoco puede imaginarse y armarse ese futuro sin ella.
¿Seremos capaces?
Chile es un país quebrado, donde la distancia entre la tristeza
inconsolable de las víctimas y la arrogancia ciega de sus perseguidores
parece infranqueable, poseídos todos nosotros por un abismo que promete
durar más allá de la muerte de sus múltiples protagonistas.
¿Y los jóvenes? ¿Danzando la desbordante felicidad de estar vivos en
las calles de Santiago, cantando su regocijo transgresivo, tratando de
existir sin la sombra del dictador? ¿Qué pasa con ellos? ¿Cuándo van a
poder los jóvenes habitar un país donde el pasado ya no nos fragmente,
donde una señora no amenace con matar a quienes se atrevan a tener
opiniones diferentes a la suya, donde los hijos de los desaparecidos
podrán dormir bien de noche sabiendo que sus padres han tenido por lo
menos un entierro?
¿Seremos capaces de ir más allá del Genera1 Pinochet? Que los dioses
tengan piedad de nosotros si no logramos enfrentar el desafío que nos
trae su ausencia maligna, si no encontramos la fuerza y 1a dignidad para
someterlo a juicio en nuestros corazones al tiempo que lo juzgan en la
lejanía, si no somos capaces de forjar durante este largo proceso que
se viene una nación única.
Ése es el país que yo sueño más allá de Pinochet: donde algo tan
maravilloso y normal como un desfile de jóvenes danzantes no sea
inevitablemente seguido por la angustia traumática de víctimas exigiendo
justicia, donde habremos sabido enterrar el pasado para que la vida por
fin pueda caminar cantando hacia la luz.
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