En corto
Petróleo: rescate de la Nación
20/03/2013
- Opinión
29 de septiembre de 1513. Venido de las aguas del Atlántico, Vasco Núñez de Balboa, con la imagen de la Virgen y las armas de Castilla en la mano, incursiona, por vez primera, en las aguas del Océano Pacífico, y exclama: “Vivan los altos y poderosos reyes de Castilla; yo en su nombre tomo posesión de estos mares y regiones; y si algún otro príncipe, cristiano o infiel, pretende a ellos algún derecho, yo estoy pronto a contradecirle y defenderlos”.
¿Y los que vivían allí, desde antes, eran de palo? ¿No tenían alma y lengua? La de Balboa era otra manifestación de colonialismo. De Colón se derivaron los vocablos: colonia y colonización, pero, también, colonialismo y neocolonialismo, que de inmediato cobraron una connotación geopolítica. Balboa es la moneda de Panamá y colón la de El Salvador, aunque el dólar es la moneda de uso corriente, como lo es el idioma inglés.
Con el descubrimiento y la conquista se intentó la destrucción de cosmovisiones, aunque, como vemos, quedaron sustratos, ejemplos de su vitalidad. Tonantzin-Guadalupe es sincretismo mayor. ¿Y si dios es diosa? Como la Malinche, doña Marina, Malintzin o, como yo prefiero, Malinalli, “hermosa como diosa, porque hablaba la lengua mexicana y la de los dioses”.
Ambas referencias: la de Balboa y la Malinche, son de Opúsculos y biografías, de Joaquín García Icazbalceta (UNAM. 1994). Son los antecedentes de una historia desigual entre América Latina y las potencias (neo)coloniales. El subcontinente, a través de diferentes mecanismos, transitó a una dependencia estructural, muchas veces no exentos de violencia, pero igualmente de forma que raya en lo servil, en que la ideología se transmite por la educación.
Como sea, del dominio español, se pasó al de Inglaterra, a través de los empréstitos, y, desde finales del siglo XIX, Estados Unidos. Al respecto, no hay diferencia entre neocolonialismo e imperialismo. José Luis Ceceña escribió un texto clásico: La diplomacia del dólar. Y Eduardo Galeano, en Las venas abiertas de América Latina, observa que, en esencia, tampoco no hay diferencia entre una república bananera y una república volkswagen.
Cualquier intento de nacionalismo o de desarrollar una política independiente o de rescate de la soberanía conlleva, necesariamente, un enfrentamiento con la república imperial, como denominó Gore Vidal a Estados Unidos. Aunque no necesariamente lleve abandonar por completo la órbita imperial (JL Ceceña). El significado del cierre de una base militar en Ecuador, bajo Rafael Correa, lo desarrolla extensamente Andrea Fernández.
Hoy, al calor del 75 aniversario de la expropiación petrolera, por Lázaro Cárdenas, y de la reforma energética, renace el nacionalismo, vocablo feo, de mal gusto y fuera de moda. Aunque no se rompa con el sistema, como en el caso de Venezuela, que siguió siendo el principal exportador de crudo a Estados Unidos. El mayor pecado del diabólico Chávez, fallecido el 5 de marzo, más que el socialismo del siglo XXI o la revolución bolivariana, fue la de utilizar las divisas provenientes del petróleo a favor del gasto social y no en beneficio de la oligarquía. Finalmente, como fue su deseo, Chávez fue inhumado, con sencillez, “como la abuela Inés”. Sin embargo, persiste el hecho de que es una materia prima sin valor agregado.
Se pone como ejemplo exitoso a Petrobras, que bajo Lula, hizo que Brasil fuera la nueva estrella emergente de América Latina, y al que seguirle los pasos. Es una riqueza que no se queda en el país ni mucho menos sirve para el desarrollo social. Únicamente entre cinco y 10 por ciento del ingreso petrolero recauda el Estado en impuestos; el resto se lo quedan las grandes corporaciones.
Aquí, en México, en torno al petróleo dos reformas se hallan atadas: la propiamente energética y la fiscal o hacendaria, toda vez que Pemex aporta 40 por ciento del presupuesto federal. Cualquier empresa privada que estuviera bajo el estricto régimen fiscal de Pemex, no duraría mucho en el mercado. Son impuestos que se sustraen de las ganancias.
Detrás de una privatización que no osa decir su nombre –por cierto pudor revolucionario, si quedara algo— se encuentra el destino de la renta petrolera: una mayor inversión en infraestructura, incluyendo el desarrollo de una petroquímica desmantelada, y un mayor gasto social, o que se lo quede y/o se lo lleve el capital extranjero.
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