Comandante, dos cuestiones

07/03/2013
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Comandante, me hubiese gustado contarle la anécdota que narro más abajo, y nunca, nunca lo que sigue otro poco más abajo.
 
El primer hecho ocurrió hace casi once años, el otro hace media hora.
 
El 11 de abril de 2002 yo volaba de fiebre: estaba engripado, congestionado, podrido, infectado. Estaba, y no es un dislate, en ruinas. Era un día frío y gris, triste como las noticias que llegaban a Canadá.
 
Ese maldito 11, una conspiración protagonizada por los medios había volteado a la democracia en Venezuela. Usted estaba en manos de los golpistas, un oligarca impresentable usurpaba el poder, los enemigos del pueblo sonreían obscenos en Miraflores, la represión silenciaba las protestas a balazos, Washington vomitaba que usted mismo había precipitado ese desenlace. El diario El País expelió un editorial escatológico.
 
Le aseguro que en esos días, como nunca, comprobé la existencia implacable de ese famoso asunto psicosomático, más destructor que los virus que me habitaban. El 12 iban a la par la consolidación del golpe y la fiebre. Todo mal. Esa noche me dormí con el alma más dolorida que el físico.
 
 El 13 me arrastré a encender el ordenador. Y entonces me quedé duro, incrédulo ante las noticias que aparecían en la pantalla: una pueblada que rodeaba Miraflores exigía su restitución, presidente; los usurpadores huían, se preparaba su regreso esa noche.
Ahí estaba el factor subjetivo en estado puro, la conciencia autoorganizada, ese admirable pueblo suyo que bajaba de los barrios humildes de Caracas a poner las cosas en su lugar sin más armas que una dignidad a prueba de balas.
 
 Me curé instantáneamente. Adiós otitis, adiós laringitis, se acabó la fiebre, recuperé la voz, desapareció la inflamación, recuperé las fuerzas. Quedé como nuevo, doctor Chávez, y ni siquiera recordaba, sin exagerar, que un minuto antes estaba hecho una piltrafa.
 
 Y cuando volvió esa noche adonde los venezolanos lo pusieron, supe que ya nunca enfermaría, que usted mismo y ese pueblo eran un antídoto formidable. La alegría contagiosa que usted siempre dispensó, repito, me prohíbe ahora enfermarme.
 
 Lo otro, lo que nunca hubiera querido evocar sucedió a pocos kilómetros de mi casa. Para contextualizar, presidente, le explico que en una novela de Mempo Giardinelli, una frase de este escritor se refiere a lo inapropiado que es descalificar a una persona con exabruptos. «Uno siempre piensa en su propio dolor, que es intransmisible», escribe Giardinelli.
 
No ganamos nada, es cierto, mentándole la madre al objeto de nuestro repudio para caracterizarlo, salvo liberar una pasión primeriza. Usted jamás se lo hubiese permitido, y recuerdo que fue extremadamente tolerante con sujetos de la peor calaña. Y le confieso que hasta me impacienté con usted cuando aquella noche de abril que regresó a Miraflores fue tan benévolo con los golpistas.
 
Avanzando en su reflexión, el artista agrega: «Nadie alcanza a explicar cómo se SIENTE un dolor. No por gritarlo, por llenarlo de palabras, de insultos, de exclamaciones, tu dolor se comprenderá mejor».
 
A usted no es necesario decirle que es mejor evitar ese apasionamiento que hace calificar rotundamente a quien pensamos que lo merece. Es mejor esgrimir razones, no palabrotas. Como usted nos enseñó.
 
Hoy, con el dolor abrumador de su partida, comandante, el primer ministro de Canadá, Stephen Harper ha declarado que su país se prepara para «trabajar con su sucesor».
 
¿Y qué expectativas tiene ahora el conservador Harper? Que «la muerte de Chávez traiga un futuro más promisorio para el pueblo de Venezuela».
 
 Comandante, algo me dice que en lugar de un reproche por la contradicción que sigue, usted me haría, más bien, una reconvención amistosa y quizá cómplice, porque, francamente, hay que ser comemierda.
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