Los derechos de la naturaleza y el Buen Vivir

21/02/2013
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El ser humano se desarrolla en interdependencia con los demás componentes de los ecosistemas. Sus derechos se equiparan a las capacidades y posibilidades complementarias de los demás componentes bióticos y abióticos, con los que solo puede garantizar su vivir si es en armonía. Se establece así un vínculo de supraderechos condicionados.
 
Derecho ganado, no per se
Es la armonía entre todos los componentes ecosistémicos, incluyendo al humano, lo que genera el derecho del humano, pues este derecho está ligado indisolublemente a su deber de cuidar, de conservar, de vivir bien en equilibrio con todos los demás componentes. En suma, es un derecho ganado, no viene per se. Se da en función de la voluntad de vida que surge de la consciencia de vida. Y consciencia de vida es la que emerge de la certidumbre de la interdependencia armónica entre todos los elementos que componen los entornos como condición para la vida sustentable: el Buen Vivir.
 
Por eso el humano rural —incluso si ha mercantilizado su vida— valora más las fuentes de ésta, pues las tiene inmediatas, puede dar testimonio de ellas y de su importancia; y de ahí que el humano citadino, que tiene tantas intermediaciones entre él y el origen de lo que usa o consume, ni siquiera piensa en ello y tiende incluso a suponer que la artificialización es una posibilidad para la vida sustentable.
 
Sentires en conflicto
 
El indígena es el humano que generalmente tiene mayor consciencia de la vida, porque su pensamiento suele ser holístico, integrado, totalizante. El carácter mágico de su mirada lo ubica no en la periferia, ni externo a la totalidad de la vida, sino como un componente más, y tiene razón. Lo mágico —si fuera posible contraponer ambos componentes esenciales de la percepción humana— tiene la profunda ventaja sobre lo racional de percibir espontáneamente la totalidad y tener consciencia de las limitaciones del orden que el humano impone para adecuarse.
 
El proceso de distanciamiento global del humano de su entorno se inicia con la conquista del planeta por Occidente, proceso histórico que marca un hito en la historia de la Tierra y de la especie por las consecuencias que acarrea. Lo que ha ocurrido con esta circunstancia es —como sabemos— que al ubicarse el humano fuera de la naturaleza, se ha impuesto sobre el resto de ella para dominarla; se ha llegado a la extrema racionalización de la vida, y luego a la desarticulación de sus componentes por medio del análisis para facilitar su uso sin límites, pero sin recuperar la visión holística que en realidad le corresponde. Y así, la vulnerabilidad del equilibrio en los ecosistemas se agudizó por el desarrollo de las tecnologías puestas al servicio de la explotación de componentes dispersos de los ecosistemas, para convertirlos en mercancías.
 
La mercantilización de la naturaleza —incluyendo al humano que se vende—, al partir de la necesaria sujeción de todo a los intereses del humano (pero no de todos los humanos), al aceptar desmembrar el mundo generando una ruptura destructora de los ecosistemas, destruye asimismo el derecho a la vida. Es esta última mirada la que se ha vuelto hegemónica en los últimos 500 años, y es la que está en el origen de los graves problemas que afectan a las fuentes de vida. Es decir que, contra todo lo que se supone y defiende, la hegemonía occidental pervierte la esencia del Derecho, al destruir las bases materiales que le permiten su real vigencia.
 
La perversión del Derecho (o más allá del Derecho)
El Derecho positivo occidental, al considerar al derecho como una creación del ser humano en su proceso ordenador del mundo, asume que se trata de una prerrogativa voluntariosa del humano, estructurada para encaminar sus conductas solo dentro de su entorno social, capaz de ser impuesta desde fuera en su afán de control de la naturaleza de la que no se considera parte, y que existe para su voluntad y servicio indefinido.
 
Se contrapone, también en la historia de Occidente, a la concepción anterior del Derecho Natural y la razón, para el que todo derecho, al provenir de Dios, ya existía de por sí y tocaba al ser humano descubrirlo y aplicarlo.
 
A pesar de las diferencias estructurales, en ambos casos el origen del Derecho es antropocéntrico y supone al humano como su único portador. En el caso del Derecho Canónico, que alberga derecho humano y derecho positivo emanado de la Biblia como única fuente de verdad y, por tanto, se identifica como Derecho natural, deviene por omnisciencia divina que es necesario desentrañar para beneficio del humano hecho a imagen y semejanza de Dios; y en el Derecho positivo moderno —que, por laico que trate de aparecer, desciende del anterior—, por razón de una cierta superioridad del humano sobre la naturaleza que le es ajena y que existe para su libre disposición y servicio de manera indefinida, debido a una superioridad que es manifiesta y demostrable sobre todo por su manejo de la técnica y la superioridad de la razón.
 
El Derecho, visto de tal manera, se impone, sobre todo, como constitutivo del orden del conquistador occidental al llegar a las tierras que somete en el mundo. En un principio con la cruz y la biblia en la mano, luego con la razón y la ciencia como referentes irrebatibles, portadoras en ambos casos de verdades universales.
 
El problema que tales definiciones conciernen a la naturaleza misma del Derecho: ¿Solo los humanos tienen derechos? Y superando la falsa dicotomía hombre-naturaleza, asumiendo adecuadamente al humano como animal que se adapta, se adecúa y actúa en interdependencia con su entorno, ¿es acaso el único que tiene derechos, y ello porque es necesaria la consciencia humana para poder beneficiarse de éstos? ¿Los animales, las plantas y las rocas, entonces, no tienen derechos?
 
Frente a ello, ha surgido la noción de derechos de la naturaleza. En el artículo 72.° de la Constitución ecuatoriana vigente se dice que la naturaleza “tiene derecho a que se respete integralmente su existencia y el mantenimiento y regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos”, y que “toda persona, comunidad, pueblo o nacionalidad podrá exigir a la autoridad pública el cumplimiento de los derechos de la naturaleza”.
 
Sin embargo, este llamado ‘biocentrismo’, que supera al antropocentrismo clásico, no logra romper la dependencia de lo que no es humano de la voluntad del humano, a pesar de ser un importante avance con respecto a los llamados “derechos ambientales” de tercera generación que existen para preservar los llamados servicios ambientales para la vida del humano, pues también en este caso todos los demás componentes de los ecosistemas permanecen a merced de la buena voluntad del humano.
 
Se requiere, entonces, un nivel de consciencia mayor. Debemos entender, por ello, que lo que existen son supraderechos condicionados en el equilibrio de los ecosistemas, donde el derecho del humano depende de su relación equilibrada y armónica con todos los componentes del entorno en que se sitúa. Y que tales derechos no tienen carácter universal, sino que están circunscritos a la realidad que los genera y de la que dependen. Esto quiere decir que hay derechos compartidos por todos, en tanto y en cuanto la armonía entre los componentes de los ecosistemas se mantenga o su alteración sea mínima y no afecte de manera grave el sustento vital que le da sentido.
 
Visto así, el derecho del humano —como ya dijimos— no es un derecho que obtiene per se, sino que lo gana, lo obtiene, puede gozarlo siempre y cuando contribuya a la sostenibilidad y el equilibrio de todo su entorno. De lo contrario, como ya es evidente, lo pierde. Se produce así una indispensable inclusión en el entorno que, al ser asumido, se acerca desde la razón de manera íntima a la precepción mágica a la que finalmente debe asumir en el proceso de naturalización de la verdadera fuente de todo derecho, que descansa en la preservación de la materia biótica y abiótica que da sustento y permite la vida y en la que el humano participa.
 
Hablamos de democracia
La irrupción planetaria de Occidente, que comienza con la conquista en nuestro territorio y en otros en el planeta, marca el inicio de la globalización hoy hegemónica, y se ha asentado sobre la base de lo que los teóricos de la decolonialidad llaman la “naturalización de miradas ajenas”, de concepciones de vida que no nos pertenecen y se han originado en otros lugares y tiempos para facilitar la explotación de recursos distantes y llevarlos a las metrópolis.
 
Estas percepciones, impuestas por la vía de la conquista y del colonialismo, persisten hoy bajo las formas de la llamada modernidad, y cuentan con diversos aparatos de dominación ideológica que inciden en la perpetuación de modos de vida ajenos y que controlan al conjunto social.
Según Serge Latouche, teórico europeo del decrecimiento, “son tres los ingredientes necesarios para que la sociedad de consumo pueda continuar su ronda diabólica: la publicidad que crea el deseo de consumo, el crédito que proporciona los medios y la obsolescencia acelerada y programada de los productos para renovar su necesidad”. Lo que es verdad, pero en nuestros pueblos no europeos, colonizados, tales elementos son también instrumentos ideológicos de sumisión masiva ante los grandes poderes transnacionales y sus intermediarios locales.
 
Esto supone la alienación de todos de su propio entorno, que es visto como ajeno, como distante, mientras se persigue la ilusión de lo otro como proyecto que se asume mediante el consumo de productos para hacer posible aquel modo de vida ajeno. En ese contexto, la democracia no es posible y tan solo funcionan instrumentos de repetición de esquemas de representación —a la derecha y a la izquierda— que no son capaces de asumir la verdadera relación de los humanos en torno a las fuentes de vida, a los equilibrios ecosistémicos, con todos los componentes unidos por el vínculo de supraderechos condicionados.
 
Es decir que se permanece en la desvinculación de los procesos sociales de lo que precisamente les permite ser sustentables, lo que significa, en suma, que la democracia que se propone actualmente carece de efectividad si de lo que se trata es de promover voluntad de vida y libertad efectiva —que requiere bases materiales para consumarse— en las poblaciones.
 
Por ello, para hablar de desarrollo humano tenemos que redefinir democracia en el sentido de la libre participación consciente de todos en las decisiones que les conciernen y desde la base. Pero decisiones conscientes de la relación entre su modo de vida y los factores o insumos originales que la hacen posible, así como de la necesidad de garantizar su sostenibilidad. Consciente, además, y con toda claridad, de la ubicación del humano como un componente más de la biodiversidad en cada uno de los múltiples ecosistemas. O sea, también de la negación de toda idea de universalidad de verdades y, por lo tanto, de predominio o superioridad de unos humanos sobre otros. Como dice José María Arguedas: “El universalismo puro, abstracto, aún no existe”.
 
De lo que se infiere la necesidad de priorizar procesos locales, decisiones locales antes que insertarse en cualquier ‘desarrollo’ nacional y luego globalizador. Lo que, a su vez, implica la obligatoria afirmación prioritaria en el entorno inmediato, como imprescindible para lograr efectos que beneficien a las poblaciones. Pensar localmente, actuar globalmente.
 
Conflictos sociales: debates en marcha
En el Perú —y en otros países hermanos de nuestro continente y en el África y otros pueblos—, las respuestas a una excesiva demanda de insumos para el desarrollo de los países más ricos y los llamados emergentes ha generado luchas importantes que no solo son localizadas, sino que plantean además el debate abierto de propuestas políticas diferentes.
 
Saquemos ejemplos del caso emblemático de las luchas en Cajamarca en torno al proyecto denominado Conga contra la empresa minera Yanacocha, que es una empresa formada por la asociación de la transnacional minera estadounidense Newmont, la empresa local Buenaventura y la International Financial Corporation (IFC), una empresa ligada al Banco Mundial.
 
En Cajamarca se ha planteado claramente un proceso de cuestionamiento a las actividades de Yanacocha, en defensa de los ecosistemas que sostienen la posibilidad de existencia de las fuentes de agua. Tal proceso ha calado en un 80% de la sociedad cajamarquina y en casi el 60% de la población peruana, sobre todo rural.
 
La resistencia ha trascendido al ámbito nacional, al punto que los grupos de poder, los medios, la sociedad, han debido conceder ideológicamente que no se trataba de una lucha por la propiedad de tierras o de otros bienes, sino del derecho al acceso al agua. Tal concesión ha permitido a los luchadores cajamarquinos ampliar su demanda hacia la defensa de los ecosistemas enteros, que han identificado correctamente como lo que en efecto permite el agua, lo que es un paso colosal en la toma de consciencia de todos acerca de la trascendencia de la lucha.
 
Las luchas, además, han asumido —con toda consciencia— las formas de la resistencia pacífica y de la desobediencia civil, como práctica que se ha manifestado efectiva para garantizar la resistencia duradera, para un combate que se anuncia de larga duración. Pero es todo un pueblo el comprometido, y sobre todo un pueblo que tiene claro que defiende su vida.
 
La noción de Buen Vivir, que empieza a insertarse en los procesos sociales como alternativa al “desarrollo” occidental, se afirma como objetivo ligado, entonces, a la defensa y protección de las fuentes de vida.
 
Como dice Martínez Alier, y en las luchas en torno a Conga se verifica: “El ecologismo de los pobres es la ideología y la práctica de las luchas populares para la preservación de los recursos naturales en la esfera de la economía moral, y es también […] de una economía que valora la biodiversidad y usa razonablemente de los flujos de energía y materiales, sin esperanzas injustificadas en las tecnologías futuras”.
 
Lo que, a su vez, el gran luchador social Hugo Blanco condensó de la siguiente manera: “El Buen Vivir se construye cada día en las luchas de los pueblos para la defensa de sus fuentes de vida”.
 
Así, el objetivo político de una lucha que comenzó local trasciende y se instala en el consenso como una idea que empieza a hacer su camino, sobre todo en las zonas rurales. Y el mundo urbano, que ha presenciado las luchas cajamarquinas en torno a Conga y que observa las diversas luchas que se dan en todo el país de forma similar, cada día acepta menos las llamadas tesis conspirativas como el origen de esas luchas, y se interroga cada vez más acerca de la pertinencia de los reclamos rurales.
 
Conga —sobre todo y gracias a la habilidad de sus dirigentes— ha posicionado un debate que debe ir creciendo entre el consenso de la derecha e izquierda desarrollista frente a las posibilidades de un rediseño general de sociedad promovido por los movimientos sociales y que se basa en la búsqueda de una vía de equilibrio y armonía dentro de los ecosistemas diversos, sostenida por los supraderechos condicionados de los que son conscientes. Esto se identifica con el concepto de Buen Vivir, que no solo es un objetivo por alcanzar, sino también un proceso en construcción permanente, además de proceso personal en cada humano allí donde esté.
 
Conclusiones
El ambiente puede ser factor de derecho y desarrollo humano si vive en armonía entre todos sus componentes, incluido el humano, y se le cuida. El derecho lo debe ganar el humano, pero solo lo gana si revierte la tendencia a la fragmentación de los componentes de los entornos con fines mercantiles, y recupera la visión mágica —totalizante, holística— de los pueblos indígenas, ‘decolonizando’ las relaciones con el propio territorio.
 
Pero alcanzar esa posibilidad —que los pueblos reconocen como alternativa al “desarrollo” impuesto por la globalización occidental hegemónica— solo será posible mediante la lucha desde los pueblos que construyen otra democracia, directa, participativa, no violenta, porque la levanta la consciencia de vida de los pueblos acerca de los vínculos interdependientes de los componentes de los ecosistemas para poder existir, y que generan supraderechos condicionados. Proceso que se conoce como Buen Vivir.
 
La ausencia de voluntad de los grandes poderes planetarios —visible en su reticencia a detener el proceso extractivista-productivista-consumista para intervenir de inmediato en acciones que frenen el calentamiento global y el cambio climático que ya nos está afectando— obliga a los pueblos a asumir por su cuenta, y de manera directa, la lucha por la supervivencia y que se manifiesta en las movilizaciones sociales que hoy en día se multiplican y van a crecer inevitablemente conforme se hagan más visibles los efectos de la destrucción de las fuentes de vida.
 
En estas luchas se trata, en suma, del más importante evento de la vida humana en la actualidad, porque de ello depende nada menos que la existencia de la especie, es decir, que el desarrollo humano es —hoy en día— una posibilidad solo abierta en el sentido de la defensa de la vida de la especie humana pero, asimismo, de todos los componentes de los ecosistemas en armonía. Y así, solo de esa manera, con la garantía de su supervivencia en el marco de supraderechos condicionados —que el humano reconoce y se compromete a respetar en los ecosistemas diversos—, se puede convertir también en factor de justicia social.
 
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