Sobre las causas de la violencia

30/11/1999
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Tradicionalmente las relaciones entre el narcotráfico y la democracia invitan a pensar en los nefastos efectos que el primero cumple sobre la segunda. Un cuento fácil y barato. La doncella cándida y pálida deshonrada por un rufián perverso, malévolo y maloliente. Hay que temer a explicaciones tan simples. Nadie dice de donde salió el atorrante, y tampoco si realmente era tan pura la niña. Es cierto que el narcotráfico le ha causado enormes daños a nuestro sistema político. Ha contribuido a corromper al Estado, a los partidos políticos, y a las autoridades competentes; ha invadido, y avasallado en muchos casos, a la empresa privada; ha puesto sus huevos en el Congreso y en las cortes, y en la prensa, y de su seducción no han escapado prelados de la Iglesia ni miembros de la mismísima Embajada de Estados Unidos. Todos sabemos que atiza y alimenta la guerra y que gran parte de la crisis económica que vive hoy el país, se debe a que el capital del narcotráfico ha comenzado a huir y a buscar paraísos donde la extinción del dominio sobre bienes adquiridos ilícitamente no exista y donde la extradición sea imposible. Los economistas han acuñado con cínico eufemismo el término de sincerizar la economía, para hablar del gran vacío que ha comenzado a dejar el no retorno del capital sucio al país. Sobra subrayar los efectos morales que ha tenido sobre un pueblo empobrecido, la cátedra del dinero fácil. ¿Por qué Colombia? Todo esto es cierto, y, admito que me quedo corto en el señalamiento. Hay, sin embargo, un secreto en el camino escogido para explicar la relación: es un atajo que permite velar y por tanto exculpar al sistema político que rige al país. El problema es, sin duda, más profundo. Es distinto y cabria formularlo así. ¿Por qué el narcotráfico anidó en Colombia? ¿Cuáles son las características culturales, sociales o políticas que permitieron que el narcotráfico se enraizara en nuestro país con una fuerza tal, que a no pocos hace pensar que revela nuestra segunda naturaleza? Una simple comparación con nuestros vecinos basta para debilitar la hipótesis de que nuestra tragedia se origina en la particular ubicación geográfica -por más geoestratégica que parezca-, o a la desgarradora pobreza de nuestros campesinos y a la desesperada situación de los desempleados. Tampoco resiste análisis serio hurgar en "nuestra cultura" buscando culpar al mestizo, al indio o al negro. No sobra quien se remita también a la sangre española pendenciera y violenta. Por ahí no es la cosa. Sin duda hay algunos de estos factores que influyen, de manera muy secundaria. Cierto que la coca es andina y amazónica, pero este medio es insuficiente para explicar por qué no se produce cocaína en Ecuador; y si de distancias se trata, basta pensar en el Triángulo de Oro, situado en las antípodas, como principal abastecedor de la heroína que consumen los norteamericanos. O, pensemos en Brasil o en Costa Rica, para desbaratar el argumento de la pobreza o de la raza. En contraste, ¿cabe preguntarse por qué México, Perú y Bolivia, acompañan a Colombia en la triste condición de países parias? De entrada hay que decir que la demanda de drogas ilícitas vino de fuera de Colombia. Nosotros consumíamos la coca en forma ritual y de manera limitadísima, la marihuana era casi desconocida y la heroína quizás la usaban algunos intelectuales afrancesados. La marihuana de la Sierra Nevada de Santa Marta fue cultivada originalmente por hippies para su consumo particular, hasta que los excombatientes de Vietnam descubrieron su calidad y las enormes posibilidades de comercializarla. Vieron con claridad meridiana que las autoridades eran fácilmente sobornables, y que el soborno era barato, y, además, que todas las autoridades -sin importar su jerarquía- eran permeables a la coima. El policía, el juez, el magistrado, el gobernador, el general, todos estaban interesados en hacerse los de la vista gorda a cambio de dinero. La impunidad es una condición que permite el lucro, y lo garantiza. Contaban a su favor con ella, una vieja y bien apoltronada modalidad de la vida pública colombiana que remite a dos elementos constitutivos de nuestro sistema político: el carácter patrimonial del estado, y lo que podríamos llamar el frentenacionalismo o bipartidismo. Pero antes de entrar en estas profundidades, permítaseme volver a nuestro exmarine ajipado en trance de convertirse en un narcotraficante. La Sierra Nevada, por sus características ecológicas, permitía cultivar una de las marihuanas de más alta calidad del mundo. Selvas vírgenes, bosques intactos, cercanía al mar, autoridades corruptibles y, lo que faltaba: una larga trayectoria de contrabando. Por el norte de Colombia, pero especialmente por La Guajira, vecina de Venezuela y mano tendida hacia el rosario de islas caribeñas, ha sido la puerta de entrada -y claro, de salida- del contrabando. La Corona española nunca pudo controlar las mercancías con que Holanda e Inglaterra bombardeaban el monopolio real. Durante toda nuestra vida republicana, el librecambio siempre burló el proteccionismo por La Guajira. Los contrabandistas eran los socios ideales de los comerciantes norteamericanos. La sociedad se consolidó en un abrir y cerrar de ojos. Ambos socios además de su interés económico, poseían una amplia experiencia en el manejo de las armas y en la actividad clandestina. Se juntaron, como dicen los campesinos, el hambre con las ganas de comer. Todo remite a la impunidad y a la corrupción. El contrabando es impensable sin ellas. Pero, cabe indagar entonces por sus causas. La impunidad y corrupción La impunidad tiene en Colombia una larga historia desde el célebre "se obedece, pero no se cumple" con que los funcionarios coloniales explicaban su autonomía administrativa, hasta el cínico "la ley es para los de ruana" con que las clases altas en Colombia se eximen de cumplir las leyes que ellas mismas dictan. La impunidad ha hecho que existan dos países separados, divorciados, que poco se encuentran: el país real y el país formal. La impunidad no puede explicarse como una complicidad acordada entre todos los colombianos y ni siquiera como un consenso -que los hay- entre la élite. Pienso que es en el carácter patrimonial del Estado, el Estado como instrumento del interés privado, donde hay que buscar el origen de la impunidad. La pobreza de la población y la riqueza del país, el carácter rentístico tradicional de la acumulación de capital -brutalidad incluida- hace que los particulares no puedan prescindir de las palancas políticas para hacer fortuna. Eso implica que el Estado -o lo que conocemos como tal- no sea el personero de los intereses colectivos de la sociedad, sino el medio obligado para la formación de capital. El poder económico y el poder político son aquí casi idénticos. Por eso, de alguna manera, la corrupción es, digámoslo, casi aceptada. Creo, lo aventuro como hipótesis, que "Las leyes" y los sistemas probatorios son tan enredados y los jueces tan proclives al soborno, que la corrupción es moneda corriente aún de aquellos que la denuncian y combaten. El silencio también tiene su precio. Es claro que siendo esta la atmósfera política que rodea al sistema judicial, el comercio ilícito, o cualquier actividad ilícita, sea posible en Colombia a bajos costos. Si se quiere, una de nuestras más sobresalientes características, es que el soborno es barato, y en el país muy pocos pueden tirar la primera piedra, porque el fariseísmo campea a sus anchas y es, claro, el cómplice más intimo de la corrupción. Ahora bien, ?cómo explicar la reproducción institucional de la corrupción? Creo que la determinante está relacionada estrechamente con la inexistencia de la oposición política. Digo oposición ni al sistema ni en el sistema, y cuando hablo de sistema me refiero al monopolio del poder político que tradicionalmente ejercen nuestras dos grandes colectividades: el partido conservador y el liberal. La inexistencia de oposición política corrompe al Estado porque el control político de la gestión administrativa no existe. El Estado se debilita, paradójicamente, a fuerza de impedir las contradicciones internas y la posibilidad de dirimir pacíficamente los conflictos sociales. Los déspotas asumen que liquidando la oposición ganan en fortaleza sus regímenes, y suele ser cierto a corto y mediano plazo. Pero, a la larga, el resultado es el debilitamiento progresivo del Estado, la incapacidad de monopolizar la fuerza y, claro, la reaparición de los conflictos con renovada intensidad. Los EE.UU. En este cuadro falta un actor: los EE.UU. Analizar su papel es fundamental para poder comprender la relación entre nuestra transida democracia y el narcotráfico. De entrada quiero repetir que fue la demanda norteamericana la que históricamente creó la oferta comercial colombiana. Los colonos de la Sierra Nevada y los campesinos del Cauca afirman que fueron gringos quienes facilitaron la semilla y compraron las primeras cosechas. Más aún, el consumo mismo de drogas sicotrópicas era desconocido; se conocían y usaban en algunas cárceles, o estaba reducido a círculos intelectuales afrancesados. La imitación servil que nuestras clases medias persiguen del sueño americano, permitió la apertura de un mercado doméstico. Pero el problema principal no es este. Es la política antidrogas seguida por EE.UU. y que se puede resumir diciendo que es represiva y contraproducente. Mucho garrote y muy poca zanahoria. La represión es una estrategia que responde más a la dialéctica electoral que a sanos principios científicos. La represión es un mecanismo que permite sostener los precios de la droga a niveles fabulosos y por esta misma razón es la condición de la reproducción ampliada del negocio. Es justamente la alta rentabilidad lo que ha permitido que no exista para los campesinos colombianos un cultivo que pueda competirle y para las autoridades un soborno más jugoso que el que proviene del narcotráfico. Los 2.000 o 3.000 millones de dólares anuales, no solo han mantenido a flote nuestra economía y le han evitado las vicisitudes experimentadas por otros países, sino que al mismo tiempo han debilitado las instituciones al corromperlas. Sin embargo, es en el plano de la producción donde los efectos de la política norteamericana son más perniciosos. La represión se llama aquí erradicación forzosa. Recordemos que la marihuana se debilitó grandemente cuando en EE.UU se comenzó a producir no solo en jardines sino en grandes fincas. No fue pues efecto de la fumigación lo que envileció el precio en Colombia, fue la competencia de la yerba norteamericana. El mismo efecto ha tenido en los tres países andinos que la producen: la erradicación de la coca en Bolivia y Perú ha hecho que nuestros campesinos siembren más y más coca. Si a comienzos de la década había unas 20.000 hectáreas de coca, hoy a finales, puede haber 150.000, a lo que hay que agregar que muchos cultivadores han adoptado variedades mucho más productivas. Colombia dejó de ser un enclave de procesamiento y una base de transporte para convertirse en una economía integral que cultiva, procesa, transporta y, casi agregaría que también en muchos casos, distribuye al detal. Con la fumigación se repite lo dicho. La fumigación ha permitido mantener los precios de la coca y la amapola. Más claro: muchas veces cuando los precios están caídos, por coincidencia o no, las avionetas lo elevan. Ahora bien, los campesinos aprenden muy rápidamente las lecciones porque saben que detrás está el hambre. Al comienzo, no bien había pasado la policía fumigando, ya estaban abriendo otro pedazo de montaña para volver a sembrar. Ahora, han dispersado sus "chagras" donde cultivan y ya no tienen una grande sino varias medianas, distantes entre sí y distantes de sus vecinos. Así, a medida que la DEA y la policía colombiana van fumigando la coca o la amapola, los campesinos van abriendo la selva al obligar a los colonos a desplazarse a lugares mas alejados para afrontar y compensar los efectos de la fumigación. A esto hay que añadir la derivación de los fumigantes sobre la selva, y sobre los cultivos ilícitos muchos de los cuales hacen parte de programas de sustitución emprendidos por el gobierno y por Naciones Unidas. Quizás por esta razón los Estados Unidos se han mostrado tan refractarios a este último tipo de programas. El campesino vive la fumigación como una agresión. Es plenamente consciente de que no hay cultivo sustituto comparable al de la coca o a la amapola y está dispuesto a defenderlos. La guerrilla se beneficia del dinero que se mueve en las zonas no solo por coca, sino también en insumos para el procesamiento y claro está, como mercancías de consumo. De todos obtiene beneficios. Lo mismo le pasa a los paramilitares y a miembros de la fuerza publica. No tiene importancia para estos efectos si los cultivadores son grandes o pequeños, si son campesinos o empresarios. Los cultivos ilícitos mueven cantidades ingentes de dinero. El batallón antinarcóticos Los Estados Unidos han optado por reforzar ahora la labor de la policía con la organización y entrenamiento de un Batallón Antinarcóticos del Ejército, que se convertirá próximamente en una brigada, es decir en 5 batallones. El argumento es que la guerrilla -no habla de paramilitares- defiende los cultivos de coca y por eso la policía no puede actuar con eficacia. Para poder hacerlo necesita un apoyo militar. Naturalmente, el batallón va a atacar directamente a la guerrilla y ello escalará la guerra. El nuevo batallón, además de entrenamiento, está dotado de nuevas y sofisticadas armas y sobre todo recibirá información de inteligencia generada por los aviones espías. Ello mejorará la capacidad ofensiva del Ejercito de una parte y de otra obligará a la guerrilla a adquirir nuevas y sofisticadas armas antiaéreas, es decir misiles. Las perspectivas son pues negras. Pero además, dada la borrosa frontera entre narcotráfico y guerrilla existente en Washington y en Bogotá, el peligro ronda la zona desmilitarizada donde se desarrolla hoy la negociación. Por dos motivos: en primer lugar porque un enfrentamiento puede transformarse en una persecución en caliente y el batallón terminará dentro del área de negociación, o segundo por una movilización campesina como las del año 96 que pusieron en aprietos al gobierno de Samper. Cualquiera de las dos consecuencias implicaría un duro revés a la negociación. En otras palabras, el batallón antinarcóticos puede convertirse en un argumento de cualquiera de las partes para dar por terminadas las negociaciones. Esto lo saben tanto los militares colombianos como los norteamericanos, de suerte que si el rumbo que ellas tomen no es del agrado de uno o de otro, el batallón antinarcóticos puede intervenir y la negociación se desploma. Lo grave de que se cancele definitivamente la negociación es que no quedaría opción distinta a la de que una de las partes triunfe sobre la otra. Ello inauguraría un periodo de férrea dictadura porque al enemigo hay que perseguirlo hasta el final. Es claro, por tanto, que la única posibilidad de construir una democracia es por medio de la negociación. Sinceramente creo que un nuevo sistema político deberá ante todo crear las condiciones para que la oposición salga del monte y los campesinos dejen la coca. Alfredo Molano es sociólogo colombiano, editorialista del diario El Espectador. El presente texto recoge la parte final de la intervención que realizó el autor en el "Encuentro Continental por la Vida y la Paz en Colombia", celebrado en Quito el 25 y 26 de noviembre de 1999.
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