Batlle entre el idiologismo y el disparate
30/03/2004
- Opinión
Vivimos en un país de dimensión pequeña, con una economía de agudos
altibajos que sobresaltan no solo a los llamados agentes económicos,
sino además a los productores de riqueza que no pueden muchas veces
hacer pie dentro del desorden imperante en que el gobierno, abierto
en apariencia a la moda "neoliberal", es capaz de sostener las ideas
más peregrinas aunque las mismas, a la vuelta misma de la esquina,
sean otra demostración del nivel de atolondramiento que se viven en
las alturas del Edificio Libertad.
El tema de la producción de energía es uno de esos ejemplos, en el
cual, sin tapujos, aparece la responsabilidad de toda una concepción
ideológica del presidente de la República, que desde el mismo inicio
de su mandato le impidió a UTE la concreción de centrales, ya
proyectadas, que le hubieran permitido al país sortear la actual
situación de emergencia y, quizás, hacer un buen negocio vendiéndole
fluido a los vecinos.
Batlle, en su momento, dijo que no era posible que se utilizaran
capitales estatales para concretar las obras que se entroncaba con el
ingreso de gas al país. Nuestro presidente, por razones claramente
ideológicas, impuso su criterio de ofrecer las obras - también la de
modificar las fuentes de energía para la Central Batlle y Ordóñez -
al capital privado, que obviamente no se mostró interesado.
Se perdió un tiempo valioso que se sorteó sin mayores contratiempos y
con holgura, en razón de la caída del consumo en la Argentina que fue
producto de la crisis que se vivió en el país vecino. Al modificarse
la ecuación energética, las ideas de Batlle - lo que no es nuevo -
mostraron un sin sentido. Uruguay necesitaba concretar soluciones
para autoabastecerse de energía barata y no solo contar para las
emergencias con las centrales Batlle y La Tablada, que son
alimentadas con fuel oíl, sub producto del combustible no renovable
que más ha incrementado su precio..
El proyecto de la central de Casablanca en Paysandú, que se manejó en
su momento como una de las panaceas que tendría el país con el
ingreso del gas natural y que determinaba además - por supuesto - el
abaratamiento de la energía en los hogares y como implícita
consecuencia, el mejoramiento de la calidad de vida de todos los
uruguayos.
Ni se hizo Casablanca ni se pasó a gas la central Batlle, porque
nuestro presidente, siguiendo sus convicciones ideológicas, obligó a
los burócratas respectivos a ofrecer las obras a capitales privados
que nunca aparecieron. Ni la panacea fue tal, ni con el suministro de
gas a los hogares se produjo una caída de los precios a la tercera
parte de las otras fuentes de energía, como nos contaron en su
momento el inefable ministro de Energía de Sanguinetti, Julio
Herrera, y otros burócratas que le "vendieron" al país un manojo de
cuentos de hadas, seguramente más etéreos que los que siguen
maravillando a los niños en las obras clásicas.
El país comenzó a depender enteramente de la producción de las
centrales hídricas, Salto Grande, Rincón del Bonete, Baygorria y
Palmar, cuya producción está vinculada al caudal de los ríos Uruguay
y Negro y, por supuesto, de la interconexión con Argentina, de donde
provenía toda la energía que nos hacía falta. Para suplir la caída de
la producción y, en este caso, el corte concretado por Argentina, se
depende de las centrales Batlle y La Tablada, que utilizan como
materia prima el fuel oíl.
Ni se reconvirtieron esas centrales al más barato gas natural, ni se
levantaron las obras de las que tanto se habló, ni se intentó erigir
en el resto del país soluciones, como las eólicas, que son
relativamente baratas.
La ideología superó a la racionalidad, creyendo Batlle y su equipo,
que la situación del país cambiaría de un día para otro y la
inversión privada, por la sola presencia de este mandatario gracioso,
modificaría su tradicional reticencia para llegar a Uruguay, uno de
los países proporcionalmente con la menor inversión extranjera del
continente.
Y, obviamente, no había ninguna razón para que esa lamentable
situación cambiara por la sola voluntad de Batlle, un presidente
que, en la mayoría de las ocasiones, se equivoca. En este caso
también, especialmente en un país en que los que consumen energía,
las empresas y fundamentalmente las familias, sufrieron el sacudón de
10 mil millones de dólares de destrucción de riqueza, de caída del
Producto Bruto Interno, como el perverso resultado de la crisis
inédita que vivió el país, que se comenzó a gestarse en 1998 cuando
Brasil devaluó y los ministros de economía sucesivos (Mosca y
Bensión) hicieron una larga plancha, sin defender la competitividad
que recién comenzó a restablecerse cuando se devaluó al peso en el
2002, modificándose el mecanismo de las bandas por el de una
flotación "sucia" que, por lo abrupto, determinó males accesorios
entre quienes se habían endeudado en dólares que todavía, en alguna
medida, se mantienen.
Fueron cuatro años de limbo, que estuvo entre las grandezas que Julio
María Sanguinetti mantuvo hasta el último día de su mandato hablando
del mejoramiento de los índices que miden la condición social de un
país, ocultando de paso el déficit con que cerraron las cuentas
públicas. Luego vinieron Batlle y su escudero Bensión y la condición
siguió inmodificada.
La recesión se acentuaba, reiterando el ministro de Economía que en
"tal mes" o "en el otro", o más adelante, se produciría el "rebote" y
que los uruguayos podríamos acceder a los beneficios del crecimiento.
Esta es parte de una historia que todavía, desgraciadamente, se
mantendrá presente, signando a los uruguayos hasta marzo del 2005.
* Carlos Santiago. Periodista.
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