Apaporis

23/04/2012
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Pocas veces puede uno sentarse en frente de la pantalla de un teatro para ver una película que se salga de las balaceras y violencia predominantes. Mucho menos, que uno pueda disfrutar con agrado una nueva forma de ver el país y algunas de sus comunidades. Eso es lo que puede pasar cuando vemos la película “Apaporis. En busca de un río”.
Su denominación se deriva de su protagonista que, en este caso, es nuestro río colombiano. Nace en el Caquetá, sirve de frontera con el Brasil y desemboca en el río Caquetá. Personaje central que solo se vuelve tal en tanto emergen las comunidades, de las cuales es uno de sus signos vitales, y esa maravillosa naturaleza que se despliega sin parar y sin repetirse.
Si cierro los ojos puedo ver deslizarse una especie de gigante anaconda que solo se despierta cuando una súbita caída del rio le cambia su ritmo y lo lanza al abismo de las lonjas de agua que se vuelven espuma ante la reciedumbre de su salto. Luego aparecen los remansos en medio de acantilados que lo disminuyen a su mínima expresión y lo convierten en un caudal inofensivo que yace para disfrutarlo.
Allí, siguiendo el ritmo de la selva y del río, la cámara se pasea por comunidades indígenas que se niegan a desaparecer. Sobreviven en territorios que para los de fuera serían los más inhóspitos. A fuerza de convivir con la naturaleza, logran transformar lo que ella les da en bienes necesarios para garantizar su existencia. Su cultura se mimetiza con ella, y parte de su contenido es la recreación de lo que a diario logran en su relación. Sus médicos han dado cuenta del control a las enfermedades que padecen. El bello baile del muñeco que recrea la película, es una muestra de que el arte se manifiesta en diferentes expresiones. A su vez, que la alegría es parte de la condición humana, aún de aquellas en que se creía había barbarie.
Las imágenes van siguiendo un proceso en el que se identifican los saberes de las comunidades como otros tantos que deben ser tratados al igual que los producidos por occidente. Allí descubre una civilización cuyo asedio y amenaza no procede de su distancia de la que se ha creído superior. Al contrario, proviene de ella. De su intento de arrasar todo lo que encuentra a su paso. Incluyendo la presencia de la guerrilla, de los mercaderes de la coca, de un Estado que solo la reconoce para aliarla con los que llegan de fuera. No para dialogar con la cultura que allí lucha por sobrevivir.
Cuando la película llega a su climax, como la llegada a la cima de una gran obra, ante nuestros ojos se desenvuelven, en un ir y venir, las Cataratas de Jirijirimo que nada tienen que envidiarle a las del Niágara o de Iguazú. La sala se llena de la ventisca de sus aguas esparcidas, dejando la imagen de unos pueblos que conviven con el agua, la tierra, las plantas y los animales en una simbiosis que es otro canto a la vida y a la libertad. 
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