Veneración por la tierra sagrada:

Una respuesta a la violencia endémica

08/02/2012
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Por cinco años yo viví y trabajé en las afueras de San Salvador con una organización que apoyaba familias pobres viviendo con el VIH/SIDA.  Aunque la combinación angustiosa de la pobreza con el VIH formó un parte de mis experiencias cotidianas, el SIDA no fue la epidemia que más afectó a mi vida.  La Organización Mundial de la Salud considera que más de 10 homicidios por cada 100 mil habitantes tiene niveles epidémicos.  De 2004 al 2009, El Salvador fue el país más violento del mundo con 62 homicidios por cada 100 mil habitantes.  Después de vivir 5 años en San Salvador, tener una pistola apuntada a tu cabeza se volvió una experiencia común y ordinaria.

Cada noche,  mientras regresaba a la pequeña casa que compartía con mi esposa y su familia, repetí la misma apremiante rutina: Caminar rápido por las calles; mirar constantemente por encima de tu hombro para ver si alguien te sigue; sentarse al frente del bus al lado de una anciana si es posible; no mires a nadie; no hables con nadie, no confíes en nadie.

Un año después me encuentro viviendo en un pequeño y sosegado pueblo del Altiplano Maya de Guatemala.  Cada noche cuando regreso al pequeño cuarto que comparto con mi esposa, repito la misma rutina: Caminar tranquilamente por las calles; detenerse para platicar con la mujer echando tortillas en la esquina; parar en un callejón oscuro para contemplar las estrellas y la luz de la luna reflejada en las montañas aledañas; meterse en un partido de fútbol en el parque; mirar a todos; hablar con todas; confiando en todos.

La diferencia entre estas dos rutinas cotidianas—una marcada por el miedo y la violencia, y la otra por la confianza y la calma—me ha hecho cuestionar constantemente cómo evoluciona  la violencia, cómo se enclava en la vida comunitaria, y lo más importante,  cuál es una respuesta real y efectiva a esta violencia.  

Desde mi experiencia, me parece que hay dos “respuestas” que surgen debido a la situación endémica de violencia: una respuesta apática y una respuesta desarraigada.

La respuesta apática es una respuesta generada por el miedo legítimo que sienten las comunidades marginadas abrumadas  con la perpetua hostilidad de sus alrededores.  Esta respuesta se caracteriza por una aumentada militarización de la sociedad, una falta generalizada de confianza, una resignación apática ante la supuesta inevitabilidad de la violencia, y la pérdida de la capacidad para considerar sagrada a la vida.  Estas características se manifiestan en el apoyo popular hacia  las recientes decisiones políticas adoptadas por varios gobiernos de sacar los militares a patrullar las calles, el apoyo de varios partidos políticos a la pena de muerte, y la propagación de leyes de “mano dura”  que criminalizan a los jóvenes y segmentos “sospechosos” de la población.  Así se puede ver que, debido al asesinato constante de motoristas por no pagar extorsiones, muchos motoristas se ponen una calcomanía en la parabrisas de su bus que dice: “Solo Dios sabe si volveré”, esencialmente resignando su destino a la suerte. Se escuchen en las conversaciones de la gente en las calles: “¿Que pasó ahí, comadre?” “Nada, solo es otro muerto.” Catorce asesinatos al día en un país de menos de 6 millones de personas congelan nuestra capacidad inherente para apreciar la vida como el regalo más sagrado y precioso.  

Esta respuesta está entonces propagada, expandida y exagerada por las medias de comunicación y manipulada por el gobierno y élites quienes prefieren esta respuesta simplificada y superficial que es puramente reaccionaria, mientras que ignoran a las causas sistémicas de esta violencia.  Sin embargo, aunque manipulada por las medias de comunicación y aprovechada por la oligarquía, y aunque esta respuesta se ha mostrado completamente incapaz de disminuir la violencia, es una reacción entendible por comunidades afectada por la incesante agresión. Cuando enfrentan diariamente homicidios, violaciones y extorsiones, las comunidades lógicamente optan por la solución rudimentaria de la respuesta apática como un mecanismo de sobrevivencia.  

Existe también la respuesta “desarraigada”; una respuesta formulada por sectores académicos, ONGs, y personas más afines a la izquierda política.  Es una respuesta que busca cuestionar no solo las consecuencias visibles de la violencia, sino descubrir las causas subyacentes de esta violencia.  Esta respuesta argumenta que delincuentes juveniles y pandilleros son víctimas de un sistema injusto que les niega oportunidades educacionales y laborales.  Aboga por la creación de políticas para la reinserción de jóvenes como miembros productivos de la sociedad y condena la militarización de las calles y las políticas de “mano dura” implementados por los gobiernos y apoyado por las medias de comunicación.  

Aunque esta respuesta de un  sector de la sociedad es mucho más integral y visionaria; aunque  busca corregir las causas de la violencia y no solo atacar sus consecuencias observables; y aunque ofrece un intento más realista de reducir efectivamente la violencia; hay un problema clave.   Esta respuesta es generalmente recetada por sectores de la sociedad que viven apartados de la áspera realidad cotidiana de violencia que afecta sus países.  Es mucho más fácil defender a delincuentes juveniles como víctimas de una sociedad injusta cuando no eres una víctima de extorsión, o cuando no tienes que vivir en un constante miedo de ser asaltado en el bus, o cuando no vives en comunidades controladas por las pandillas y traficantes de drogas.  Aunque está bien articulada y bien intencionada, esta respuesta está últimamente divorciada de la realidad arraigada que vive la mayoría de la población pobre y marginada.  

Un dicho popular dice: “Donde solo hay dos opciones, busca una tercera”.   Me fui de San Salvador hace un año sin haber encontrado una tercera opción.  Intelectualmente y espiritualmente me identifique con la respuesta desarraigada a la problemática de la violencia.  Pero corporalmente y como parte de una comunidad agobiada por la violencia, admito que la respuesta superficial y apática, como un mecanismo de sobrevivencia propia, tenía su lugar en mi ser también.  

Fue aquí entre las pequeñas y escondidas aldeas del Altiplano Maya de Guatemala que una tercera opción se me reveló.  Nebaj, el pueblo donde vivo, no siempre era un lugar tranquilo.  En la década de las 80´s, la población Maya-Ixhil de la región fue víctima de genocidio perpetrado por el ejército durante el conflicto armado interno.  Se estima que entre 15,000 y 25,000 personas fueron masacradas durante la guerra en la región Ixhil.  Pero hoy, Nebaj es un lugar comparativamente tranquilo.  ¿Qué habrá cambiado entre entonces y ahora?

La mentalidad indígena de conexión con su tierra y su determinación para defender esta tierra como un parte sagrada de su comunidad y su forma de vida colectiva, es el factor más imprescindible para evitar la propagación de la violencia en sus comunidades.  Lo que es sagrado, simplemente no puede coexistir con la violencia.  

Pude presenciar un ejemplo claro de esta mentalidad en una situación que ocurrió el año pasado.  Después de luchar para resistir la imposición de un mega-proyecto hidroeléctrico en sus tierras ancestrales por la compañía italiana ENEL, la población indígena de Cotzal (vecina de Nebaj) decidió bloquear el acceso al sitio de construcción de la represa como una forma de protestar por la falta de respeto a sus derechos y formas tradicionales de vida mostrada por la compañía italiana y el gobierno de Guatemala.  La respuesta de este último fue mandar 700 policías y militares con armas semiautomáticas y helicópteros aterrorizar a la población  y despejar a la fuerza el bloqueo de la calle.  Enfrentada con una situación de violencia inminente, la comunidad se juntó para formar un muro humano para impedir el ingreso de los militares y policía a su comunidad.  Lentamente y resueltamente, la comunidad empujó la posibilidad de violencia fuera de la comunidad.  

Esta mentalidad de conexión con la tierra distingue la cultura indígena.  Debido a un aumento en la presencia de corporaciones multinacionales buscando recursos para explotar, se ha surgido desde esta mentalidad una determinación tenaz para defender sus tierras y sus formas tradicionales de convivencia.  Aún los hogares más rurales, aunque son analfabetos y con un español muy limitado, pueden recitar el Convenio 169 de la OIT que dice: “Los pueblos interesados deberán tener el derecho de decidir sus propias prioridades en lo que atañe al proceso de desarrollo, en la medida en que éste afecte a sus vidas, creencias, instituciones y bienestar espiritual y a las tierras que ocupan o utilizan de alguna manera, y de controlar, en la medida de lo posible, su propio desarrollo económico, social y cultural. Además, dichos pueblos deberán participar en la formulación, aplicación y evaluación de los planes y programas de desarrollo nacional y regional susceptibles de afectarles directamente.”

Esta mentalidad de “defensa del territorio”, a mi parecer, no es tanto una declaración por las comunidades indígenas de que “esta tierra es nuestra”, sino más bien una afirmación de que “esta tierra somos nosotros.” En esta sutil diferencia es donde encontramos una tercera opción a la violencia.  “Esta tierra es nuestra” revertirá los conceptos de propiedad y posesión que son concepciones occidentales y que eran desconocidos por la mayoría de poblaciones maya  antes de la conquista. La lucha entre “mío” y “suyo” inevitablemente abre la puerta a situaciones de conflicto y violencia.  “Esta tierra somos nosotros”, sin embargo, cambia el paradigma.  Vuelve sagrada la tierra, la gente que vive en ella, y la delicada red de relaciones que existe en esta totalidad.  Es esta red de relaciones que es digna de defender, porque es lo que somos.  

Yo creo que esta mentalidad es lo que necesita ser sembrada en los barrios y colonias marginales de San Salvador.  En vez de más control policiaco/militar o más leyes de “mano dura”; en vez de una resignación apática ante la realidad de violencia; en vez de algún análisis académico desarraigada sobre las causas de la violencia; estas comunidades necesitan encontrar formas de volver a hacer sagrado sus calles, sus vecindarios y sus parques.  Necesitan retomar las áreas en sus comunidades que han sido secuestradas por la violencia y reconstruir un sentido de pertenencia comunitaria llena de confianza, amistad, y cuido mutuo.  

Mi suegra, Marina, es una mujer madre soltera trabajando en una maquila por un salario de hambre.  Ella vive en una comunidad marginalizada y agobiada por la violencia.  Pero el 31 de diciembre del año pasado, ella demostró cómo comunidades violentas urbanas pueden encontrar formas para volver a hacer sagrado sus barrios.  Marina organizó una fiesta para celebrar el año nuevo con la comunidad local.  Ella gestionó fondos para traer una discoteca y a las 10 pm comenzó la fiesta.  Aunque la mayoría de las familias se habían encerrado atrás de los muros de alambre de púas a las 800 pm, la música, las luces y los cohetes llamaron su atención.  A media noche,  las calles, que usualmente están en manos de las pandillas y traficantes de drogas desde la 8 pm, se inundaron con gente de todas las edades bailando, riendo, y celebrando juntos el Año Nuevo. Las  mujeres comenzaron a vender tacos y pupusas en las esquinas sin ningún miedo de ser extorsionadas, porque los pandilleros que usualmente les cobraban la extorsión, estaban en medio de la fiesta bailando con el resto de la comunidad.  Gente que usualmente evadía todo contacto con los “malos” pandilleros ahora compartía una cerveza y un plato de pupusas con ellos mismos.  

Fue un momento cuando la comunidad volvió a ser un lugar sagrado; cuando el miedo asociado con la violencia se derritió y la comunidad colectivamente afirmó que este lugar es nosotros—nosotros somos este lugar—y lo vamos a defender de cualquier cosa que lo amenaza.  Fue un momento, creo yo, que ofrece una nueva y urgentemente exigida respuesta a la violencia que afecta a Centroamérica.  

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