Pueblos indígenas y zapatismo
06/01/2004
- Opinión
El décimo aniversario de la acción pública del EZLN ha generado
numerosos análisis que han destacado su contribución a la teoría y
práctica políticas, a la crítica del neoliberalismo, al movimiento
altermundista e, incluso, la sorpresa frente al contraste con las
experiencias de guerrillas latinoamericanas previas, entre otros
muchos aspectos abordados en espacios afines. Sin embargo, son
escasas las reflexiones desde el espacio indígena y en torno a éste.
Me parece que no es poca cosa insistir en que la matriz indígena es
el soporte del pensamiento zapatista en su sentido más profundo. La
iniciativa 20-10. El fuego y la palabra nos ha dejado claro que hace
diez años dimos cuenta de un arduo y complejo trabajo de una década
previa; por lo tanto, bien podemos desterrar esa imagen literaria
reiteradamente utilizada: "la aparición" del EZLN en enero de 1994,
expresión que evoca connotaciones religiosas.
Muy probablemente esos primeros años permitieron uno de los más
auténticos y profundos diálogos interculturales de que se tenga
memoria, según nos muestra Gloria Muñoz en el libro 20 y 10. El
fuego y la palabra. A Chiapas llegaron unos revolucionarios no
indígenas con todo el bagaje teórico y político de la época, y una
década después asumieron el liderazgo y la filosofía indígena. La
expresión más contundente la dio ante el Congreso de la Unión la
comandanta Esther, cuando explicó que no los acompañaba el
subcomandante Marcos porque él es un cuadro militar subordinado a la
comandancia política indígena.
De esa vertiente indígena proviene la proclividad zapatista por la
palabra, donde el fuego aparece como el detonante que la hizo
posible y no como un fin en sí mismo, pero no sólo eso: la palabra
constituye, además, la expresión viva de un compromiso. Por eso se
ha cumplido con la aceptación del cese al fuego decretado por el
Estado ante la exigencia activa de la sociedad civil nacional e
internacional; por ello también lo que se firmó en San Andrés es
emblemático, tanto que hoy se está aplicando a contrapelo del
Estado. Recordemos las conversaciones tensas en la primera etapa del
diálogo, cuando al comandante Tacho le informó la delegación
gubernamental que tenía que investigar qué quería decir la demanda
sobre dignidad. En todo momento se ha mantenido la premisa de que
para "avanzar" en el diálogo el EZLN debe someterse a los usos y
costumbres de las elites políticas.
Es en ese choque profundo, en esa concepción contrastante donde
podemos encontrar una de las fuentes de contradicción en el proceso
de diálogo suspendido ya hace siete años.
De alguna manera la confrontación y polarización con la clase
política mexicana tiene sustento en esa tendencia que la ideología
hegemónica, monocultural, imprime a la posibilidad de diálogo:
"dialoguemos a partir de mis reglas", "no me vengas a desarticular
el modelo Estado nación", "me balcanizas si acepto tus propuestas".
El difícil diálogo intercultural evidenciado por el zapatismo nos
muestra un saldo de racismo y discriminación cuya superación no
parece simple implica generar una contracultura, pero también
transformar al Estado y renunciar al seguidismo de recetas
neoliberales.
Hay, en efecto, una distancia que a ratos se antoja insondable ante
un ejército que combate con la fuerza de las palabras y los hechos,
que no quiere formar un partido político, con un liderazgo
incorruptible y un escenario de diálogo, cuya agenda implicaría que
el Estado prácticamente se refundara, un espectro de movimientos
coincidentes en el plano internacional. Esta distancia no existe
entre los pueblos indígenas, pues uno de los saldos favorables
abiertos por el zapatismo ha sido la posibilidad de conectar sus
sintonías. El rarámuri era uno de los pueblos que permanecían con
poco contacto con los otros; al regreso de su participación en la
marcha zapatista de 2001 uno de los representantes informó "que ya
se habían dado cuenta de que hay muchos rarámuris", hermosa manera
de decir que no están solos.
Cada pueblo avanza en su reconstitución a su ritmo y con sus modos.
En Chiapas las juntas de buen gobierno, los caracoles, no se
anunciaron como proyecto o modelo a seguir, sino que cada cual va
definiendo sus veredas para transitar hacia el camino autonómico y
en ese andar habrán de encontrarse con los otros sectores no
indígenas para demostrar que otro México es posible. Esa es la
lección clave del 1º de enero de 1994.
La Jornada, México D.F. Martes 6 de enero de 2004
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