Medios de comunicación: Hate Speech

12/09/2011
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La libertad de expresión es el más apreciado de los derechos fundamentales vinculados al quehacer político. Su reconocimiento nos permite a todos difundir pensamientos y opiniones en asuntos de carácter público, mediante la escritura o la palabra, libremente y sin censura. Lo que no está permitido es ofender al prójimo o hacer apología del delito. Sin embargo, la libertad de expresión es objeto de apasionados debates en todas las sociedades democráticas, a propósito de situaciones límite, como cuando se trata, por ejemplo, de asuntos vinculados a la seguridad del Estado o a posiciones ideológicas extremas. El resultado ha sido usualmente buscar delimitarla, en consideración a bienes que se consideran socialmente superiores en un determinado momento. Uno de esos límites está vinculado a los derechos humanos, específicamente al respeto a la dignidad de la persona, que es el cimiento sobre el que se edifica nuestro sistema constitucional.

Veamos una situación concreta que ha tenido una importante evolución. En los Estados Unidos, con motivo de la discriminación racial, se ha estudiado detenidamente las campañas relativas a las expresiones de odio (hate speech). Por hate speech se entiende aquellas expresiones que pueden resultar ofensivas, injuriosas o hirientes para algunas personas, por reflejar una actitud de desprecio hacia ellas en virtud de su raza, religión, sexo, orientación sexual u otras circunstancias análogas. La Decisión Brown de la Corte Suprema de ese país tuvo una importante consecuencia: dio lugar a que la protección de los derechos fuera vista como la principal función de una Constitución, y también a comprender que solo un Poder Judicial independiente podía convertir los ideales constitucionales en una realidad práctica. Por ello, durante los últimos años se ha desmontado una legislación segregacionista conocida como Jim Crow, haciendo uso, por ejemplo, de tratamiento preferente en algunas áreas a las personas de raza negra, acciones afirmativas que se consideran necesarias para remediar los efectos de la segregación, que es, finalmente, un aislamiento cultural.

Esas acciones afirmativas han sido calificadas como justicia compensatoria y como un esfuerzo para rectificar los errores del pasado, que buscan defender la diversidad, eliminar las causas de la discriminación, aquí y ahora, y no solo remediar las faltas del pasado. Ahora bien: la aplicación de esta estrategia en los Estados Unidos ha dado lugar también a cuestionamientos, porque algunos de los negros que han obtenido posiciones privilegiadas dudan si hubieran alcanzado esas posiciones por sus propios méritos, pero también por parte de algunas personas de raza blanca que no han podido acceder a determinados beneficios — becas universitarias, por ejemplo— al haber sido rechazadas porque las leyes les niegan la referida preferencia.

Refiriéndose a ese gran cambio legislativo, Owen Fiss, el gran jurista estadounidense, ha señalado que una gran transformación no puede ser lograda sin dolor ni sacrificio, y que para aceptar los sacrificios que imponen esas acciones afirmativas deben éstas satisfacer dos condiciones: la primera, que la causa involucrada sea noble e importante como para justificar el sufrimiento individual que crea; y, la segunda, que no exista otra manera de actuar.

Estas referencias pueden servirnos de marco para analizar el caso peruano, tomando en consideración nuestras propias características culturales y nuestro pasado remoto y reciente, así como las acciones políticas de nuestros gobiernos. Porque los temas de la libertad de expresión y las manifestaciones de odio son materias que conciernen a todos: individuos, grupos organizados, medios y Estado. Han sido muchas las expresiones de odio surgidas en la reciente campaña electoral y por algunos grupos extremistas del sur. Ello obliga a preguntarnos cuál es el rol futuro de los ciudadanos, de los medios y del Estado a ese respecto. Y también si es conveniente o no impulsar acciones afirmativas o preferenciales, por ejemplo, en aquellos casos en los que prime la pobreza extrema y la carencia de educación.

Y ello es así porque desde un punto de vista histórico, los debates sobre la libertad de expresión en el pasado asumían como premisa que era el Estado el enemigo natural de esa libertad, el que trataba de silenciar al ciudadano; pero ahora son muchos los que han hablado expresando odio y haciendo uso de los nuevos medios tecnológicos a su alcance. ¿Qué puede hacer el Estado frente a ello? Si bien desechamos la censura por ilegal, impráctica e inútil, tenemos que reconocer que los nuevos medios (twitter, facebook, etcétera) no están sujetos a ningún control, como tampoco lo están las numerosas radios clandestinas, y los pequeños y radicales grupos de presión que toman las calles, destruyen la propiedad pública y amenazan a todos los que no piensan como ellos o pertenecen a su particular etnia. Para algunos ultraliberales es una buena noticia que esos nuevos medios tecnológicos no tengan control alguno, pero sin duda ello no es suficiente, porque ¿son acaso dichas expresiones de odio buenas para la vida en sociedad, para el respeto a los diferentes, para la construcción de una sociedad democrática y para la autodeterminación colectiva? La respuesta es necesariamente negativa, porque de lo que no cabe duda es de que esas expresiones de odio no facilitan un debate abierto y vigoroso sobre la elección del modo de vida que desearíamos llevar.

El Estado democrático contemporáneo está obligado a asegurar los valores de la libertad y de la igualdad. Así lo señalan las Constituciones políticas, y ello se refleja además con mayor o menor intensidad en la normativa concerniente al voto, al empleo, la educación, la vivienda, etcétera. Sin satisfacción de necesidades mínimas y sin una ética elemental compartida no hay práctica democrática posible. Ésta es una tarea que no ha llevado a cabo el saliente y corrupto gobierno aprista, que no ha deseado luchar para superar las desigualdades, y cuyo jefe máximo ha contribuido a que tome impulso entre nosotros ese lenguaje de odio, al haber calificado a una buena parte de nuestra población como “perros del hortelano”, enemigos del progreso, lo que, por otro lado, ha sido y sigue siendo aceptado como premisa indiscutible en determinados ambientes acomodados. Una vieja historia que es en verdad una moderna tragedia.

Quebrada la aceptación tácita de los mandatos de la religión cristiana, entronizado el mercado como medida excluyente de lo bueno y lo feliz, debilitada la familia, corroídas por acomodo y corrupción las fuerzas policiales y militares, muchos son los jóvenes que han creído conveniente odiar a sus compatriotas y manifestarlo por esas nuevas vías que permiten el ocultamiento y el anonimato, haciendo acaso el papel de “chivatos” electrónicos. Todas las expresiones de odio buscan tener un efecto silenciador, esto es, desacreditar gratuitamente a quienes quieren expresarse desde una posición distinta. En una situación de esta naturaleza, el Estado democrático no podrá ser neutral, porque esas conductas están rompiendo las bases sobre las que está edificado, que son los cimientos constitucionales presididos por el reconocimiento a la dignidad de la persona humana. Y tampoco puede ser neutral o estar ausente cuando turbas de extremistas, alcoholizadas y drogadas, se hacen de la vía pública e impiden, por ejemplo, el transporte y el tránsito pacífico de los ciudadanos. Por otro lado, si bien es cierto que el Estado no puede ni debe suministrar megáfonos para que determinada opinión prevalezca sobre otra, pueden darse preferencias específicas y temporales en variadas materias, así como es dable compensar diferencias geográficas para lograr un desarrollo equilibrado.

A su vez, los medios de comunicación social deberían autorregularse para no desinformar, pues la existencia de una opinión pública libre exige una información veraz. Y en cuanto a la libertad de expresión, no incitar, sea en entrevistas o en programas cómicos, a la discriminación y a la difamación, que es lo que algunos han venido y siguen haciendo, pues ello es el primer escalón que nos llevará al silenciamiento de otros, históricamente oprimidos o gratuitamente descalificados. Desde el punto de vista político, el mercado relevante es el informativo, aquel que nos permite descubrir ideas o realidades que están más allá de nuestra experiencia inmediata. No se trata de informar de lo que el público desea, sino de lo que necesita para decidir en un asunto de interés común. Y en nuestros días ya no es siempre el Estado quien nos limita la emisión de noticias de interés general, sino el poder económico, que considera a la noticia como una mercancía. No se trata, como algunos creen, de aumentar el número de medios —en radio o en televisión— para superar el problema buscando pluralidad, porque si todos son gobernados únicamente por las reglas del mercado, entonces la información seguirá siendo sesgada.

Si ésas son las tareas del Estado y de los medios, por su lado los ciudadanos, los grupos organizados —en general, la sociedad civil— deben meditar y también tratar de autoeducarse, apreciando serenamente la sociedad en que viven, sus carencias y sus potencialidades. Comprender que no es posible eliminar de un plumazo las diferencias obvias existentes entre nosotros, y más bien buscar con denuedo lo que nos une y nos convoca, y celebrarlo cotidianamente en el hogar, en el trabajo y en la calle. Pero es necesario advertir que es una tarea de gran envergadura y no poco sacrificio, individual y colectivo.

Si no hacemos algo como lo sugerido, el tiempo se encargará de cobrar el infortunio en el que ahora hemos caído. No sabemos hoy quiénes serán los futuros mayores deudores, pero sí podemos afirmar que las múltiples y numerosas conductas que expresan odio no se terminarán por arte de magia o por el pedido del gobernante o del párroco. Lo que nos lleva a pensar que deberán pasar varios lustros antes de convertirnos en una auténtica sociedad democrática. En ese largo proceso, los gobernantes elegidos serán solo algo más que una anécdota. Al parecer, el odio de siempre ha calado hondo entre nosotros. El ideal republicano está siendo negado ahora. Y los que vienen detrás lo verán mejor de lo que nosotros vemos, y entonces quizá su enojo será mayor, y nos sacarán en cara —aunque estemos ya cubiertos de tierra— no haber actuado con la energía y convicción que exige la vida en democracia.

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