El país que quiere existir
19/10/2003
- Opinión
Una inmensa explosión de gas: eso fue el alzamiento popular que
sacudió a toda Bolivia y culminó con la renuncia del presidente
Sánchez de Lozada, que se fugó dejando tras sí un tendal de muertos.
El gas iba a ser enviado a California, a precio ruin y a cambio de
mezquinas regalías, a través de tierras chilenas que en otros tiempos
habían sido bolivianas. La salida del gas por un puerto de Chile echó
sal a la herida, en un país que desde hace más de un siglo viene
exigiendo, en vano, la recuperación del camino hacia el mar que
perdió en 1883, en la guerra que Chile ganó. Pero la ruta del gas no
fue el motivo más importante de la furia que ardió por todas partes.
Otra fuente esencial tuvo la indignación popular, que el gobierno
respondió a balazos, como es costumbre, regando de muertos las calles
y los caminos. La gente se ha alzado porque se niega a aceptar que
ocurra con el gas lo que antes ocurrió con la plata, el salitre, el
estaño y todo lo demás. La memoria duele y enseña: los recursos
naturales no renovables se van sin decir adiós, y jamás regresan.
Allá por 1870, un diplomático inglés sufrió en Bolivia un
desagradable incidente. El dictador Mariano Melgarejo le ofreció un
vaso de chicha, la bebida nacional hecha de maíz fermentado, y el
diplomático agradeció pero dijo que prefería chocolate. Melgarejo,
con su habitual delicadeza, lo obligó a beber una enorme tinaja llena
de chocolate y después lo paseó en un burro, montado al revés, por
las calles de la ciudad de La Paz. Cuando la reina Victoria, en
Londres, se enteró del asunto, mandó traer un mapa, tachó el país con
una cruz de tiza y sentenció: "Bolivia no existe". Varias veces
escuché esta historia. ¿Habrá ocurrido así? Puede que sí, puede que
no.
Pero la frase ésa, atribuida a la arrogancia imperial, se puede leer
también como una involuntaria síntesis de la atormentada historia del
pueblo boliviano. La tragedia se repite, girando como una calesita:
desde hace cinco siglos, la fabulosa riqueza de Bolivia maldice a los
bolivianos, que son los pobres más pobres de América del Sur.
"Bolivia no existe": no existe para sus hijos.
Allá en la época colonial, la plata de Potosí fue, durante más de dos
siglos, el principal alimento del desarrollo capitalista de Europa.
"Vale un Potosí", se decía, para elogiar lo que no tenía precio. A
mediados del siglo dieciséis, la ciudad más poblada, más cara y más
derrochona del mundo brotó y creció al pie de la montaña que manaba
plata. Esa montaña, el llamado Cerro Rico, tragaba indios. "Estaban
los caminos cubiertos, que parecía que se mudaba el reino", escribió
un rico minero de Potosí: las comunidades se vaciaban de hombres, que
de todas partes marchaban, prisioneros, rumbo a la boca que conducía
a los socavones. Afuera, temperaturas de hielo. Adentro, el infierno.
De cada diez que entraban, sólo tres salían vivos. Pero los
condenados a la mina, que poco duraban, generaban la fortuna de los
banqueros flamencos, genoveses y alemanes, acreedores de la corona
española, y eran esos indios quienes hacían posible la acumulación de
capitales que convirtió a Europa en lo que Europa es. ¿Qué quedó en
Bolivia, de todo eso? Una montaña hueca, una incontable cantidad de
indios asesinados por extenuación y unos cuantos palacios habitados
por fantasmas.
En el siglo diecinueve, cuando Bolivia fue derrotada en la llamada
Guerra del Pacífico, no sólo perdió su salida al mar y quedó
acorralada en el corazón de América del Sur. También perdió su
salitre. La historia oficial, que es historia militar, cuenta que
Chile ganó esa guerra; pero la historia real comprueba que el
vencedor fue el empresario británico John Thomas North. Sin disparar
un tiro ni gastar un penique, North conquistó territorios que habían
sido de Bolivia y de Perú y se convirtió en el rey del salitre, que
era por entonces el fertilizante imprescindible para alimentar las
cansadas tierras de Europa.
En el siglo veinte, Bolivia fue el principal abastecedor de estaño en
el mercado internacional.
Los envases de hojalata, que dieron fama a Andy Warlhol, provenían de
las minas que producían estaño y viudas. En la profundidad de los
socavones, el implacable polvo de sílice mataba por asfixia. Los
obreros pudrían sus pulmones para que el mundo pudiera consumir
estaño barato. Durante la Segunda Guerra Mundial, Bolivia contribuyó
a la causa aliada vendiendo su mineral a un precio diez veces más
bajo que el bajo precio de siempre. Los salarios obreros se redujeron
a la nada, hubo huelga, las ametralladoras escupieron fuego. Simón
Patiño, dueño del negocio y amo del país, no tuvo que pagar
indemnizaciones, porque la matanza por metralla no es accidente de
trabajo. Por entonces, don Simón pagaba cincuenta dólares anuales de
impuesto a la renta, pero pagaba mucho más al presidente de la nación
y a todo su gabinete. Él había sido un muerto de hambre tocado por la
varita mágica de la diosa Fortuna. Sus nietas y nietos ingresaron a
la nobleza europea. Se casaron con condes, marqueses y parientes de
reyes. Cuando la revolución de 1952 destronó a Patiño y nacionalizó
el estaño, era poco el mineral que quedaba. No más que los restos de
medio siglo de desaforada explotación al servicio del mercado
mundial.
Hace más de cien años, el historiador Gabriel René Moreno descubrió
que el pueblo boliviano era "celularmente incapaz". Él había puesto
en la balanza el cerebro indígena y el cerebro mestizo, y había
comprobado que pesaban entre cinco, siete y diez onzas menos que el
cerebro de raza blanca. Ha pasado el tiempo, y el país que no existe
sigue enfermo de racismo. Pero el país que quiere existir, donde la
mayoría indígena no tiene vergüenza de ser lo que es, no escupe al
espejo. Esa Bolivia, harta de vivir en función del progreso ajeno, es
el país de verdad. Su historia, ignorada, abunda en derrotas y
traiciones, pero también en milagros de esos que son capaces de hacer
los despreciados cuando dejan de despreciarse a sí mismos y cuando
dejan de pelearse entre ellos. Hechos asombrosos, de mucho brío,
están ocurriendo, sin ir más lejos, en estos tiempos que corren.
En el año 2000, un caso único en el mundo: una pueblada desprivatizó
el agua. La llamada "guerra del agua" ocurrió en Cochabamba. Los
campesinos marcharon desde los valles y bloquearon la ciudad, y
también la ciudad se alzó. Les contestaron con balas y gases, el
gobierno decretó el estado de sitio. Pero la rebelión colectiva
continuó, imparable, hasta que en la embestida final el agua fue
arrancada de manos de la empresa Bechtel y la gente recuperó el riego
de sus cuerpos y de sus sembradíos. (La empresa Bechtel, con sede en
California, recibe ahora el consuelo del presidente Bush, que le
regala contratos millonarios en Irak.)
Hace unos meses, otra explosión popular, en toda Bolivia, venció nada
menos que al Fondo Monetario Internacional. El Fondo vendió cara su
derrota, cobró más de treinta vidas asesinadas por las llamadas
fuerzas del orden, pero el pueblo cumplió su hazaña. El gobierno no
tuvo más remedio que anular el impuesto a los salarios, que el Fondo
había mandado aplicar.
Ahora, es la guerra del gas. Bolivia contiene enormes reservas de gas
natural. Sánchez de Lozada había llamado capitalización a su
privatización mal disimulada, pero el país que quiere existir acaba
de demostrar que no tiene mala memoria. ¿Otra vez la vieja historia
de la riqueza que se evapora en manos ajenas? "El gas es nuestro
derecho", proclamaban las pancartas en las manifestaciones. La gente
exigía y seguirá exigiendo que el gas se ponga al servicio de
Bolivia, en lugar de que Bolivia se someta, una vez más, a la
dictadura de su subsuelo.
El derecho a la autodeterminación, que tanto se invoca y tan poco se
respeta, empieza por ahí. La desobediencia popular ha hecho perder un
jugoso negocio a la corporación Pacific LNG, integrada por Repsol,
British Gas y Panamerican Gas, que supo ser socia de la empresa
ENRON, famosa por sus virtuosas costumbres. Todo indica que la
corporación se quedará con las ganas de ganar, como esperaba, diez
dólares por cada dólar de inversión.
Por su parte, el fugitivo Sánchez de Lozada ha perdido la
presidencia. Seguramente no ha perdido el sueño. Sobre su conciencia
pesa el crimen de más de ochenta manifestantes, pero ésta no ha sido
su primera carnicería y este abanderado de la modernización no se
atormenta por nada que no sea rentable. Al fin y al cabo, él piensa y
habla en inglés, pero no es el inglés de Shakespeare: es el de Bush.
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