El Alto insurrecto

15/10/2003
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Cuando el 17 de septiembre el paro cívico general convocado por la Federación de Juntas de Vecinos de El Alto y la Central Obrera Regional había sido total, estaba claro que el proceso de autoorganización de los pobladores de El Alto se había consolidado. La ciudad más joven, y también la más maltratada y discriminada de Bolivia, acababa de superar la huella de los antiguos tutelajes. Considerada, junto con Santa Cruz, la ciudad de mayor crecimiento demográfico en Bolivia en las últimas décadas, El Alto ha pasado de tener 11 mil habitantes en 1950 a poco más de 800 mil en 2001; y cerca del 60 por ciento son menores de 25 años. Del total de la población trabajadora de El Alto, el 69 por ciento lo hace en el ámbito informal, de empleo precario y bajo relaciones laborales semiempresariales o familiares. Pese a ello, poco más del 43 por ciento de los habitantes son obreros, operarios o empleados, lo que convierte a El Alto en la ciudad con mayor porcentaje de obreros del país, y explica la presencia de una fuerte identidad obrera entre sus habitantes. Olvidada y discriminada por el Estado, El Alto ha sido tratada hasta hoy como un pueblo campesino abandonado y discriminado. Más de la mitad de los hogares no tienen saneamiento básico, 60 por ciento de los ciudadanos viven hacinados, no más del 30 por ciento tiene alcantarillado, el 45 por ciento de las personas son pobres, en tanto que el 26 por ciento son extremadamente pobres, lo que significa que tienen menos de un dólar de ingreso por día. Esta condición de pobreza y precariedad, no por casualidad, está acompañada de una presencia mayoritaria de indígenas urbanos en la ciudad. Cerca del 80 por ciento de los alteños se autoidentifica como indígena, especialmente aymara o en menor medida queswa, y es notoria la elevada presencia de migrantes rurales de primera y segunda generación y de ex obreros en la mayoría de los barrios alteños. De hecho, es precisamente esta estructura organizativa barrial asentada en experiencias agrarias y obreras la clave de la alta disciplina y gigantesca capacidad de movilización de los alteños sublevados de estos últimos días. La ciudad heroica. Las características indígenas y obreras de El Alto han contribuido a definir las formas de las estructuras de movilización social de sus pobladores, en las que se pueden distinguir dos componentes: una estructura barrial y gremial para la rebelión, y unos marcos de construcción del discurso de movilización basados en la identidad indígena. La Federación de Juntas Vecinales (FEJUVE), fundada en 1979, y la Central Obrera Regional (COR-El Alto), creada diez años después, han articulado una red de organizaciones barriales y sindicales fuertemente enraizadas en bases territoriales ocupadas en la solución de necesidades básicas de la población. Juntas de vecinos y gremios se han constituido como modos de autoorganización de la población para, por mano propia o mediante la canalización de demandas al poder central, reivindicar la satisfacción de necesidades básicas como el agua potable, el empedramiento de calles, luz eléctrica, la construcción de casas, escuelas y sedes sindicales, la autorización para instalar puestos de venta y la regulación de impuestos, reactualizando en el ámbito urbano las experiencias organizativas y las fidelidades comunitarias que, precisamente a través de los sindicatos agrarios y ayllus, gestionan todas estas dimensiones de la vida cotidiana. De ahí que no sea casual que, en muchos barrios, las juntas de vecinos lleven el nombre de la comunidad agraria de origen. Es esta vitalidad local de las juntas vecinales y los gremios la que ha posibilitado que éstas funcionen como estructuras de resistencia e insurrección popular con capacidad de movilizar a jóvenes, ancianos, mujeres y niños en torno a sus mandos locales y el control del desplazamiento en sus respectivos barrios. Cambiar la bandera. Si bien las condiciones de pobreza alteña son extremas y las organizaciones locales barriales son muy cohesionadas, eso no ha sido suficiente para que se genere la sorprendente red de movilización social que ha paralizado la ciudad. Para que suceda todo ello se ha tenido que dar un conjunto de oportunidades políticas, como es el fracaso reiterado de los partidos oficialistas en la gestión municipal, el triunfo de un tipo de liderazgo contestatario en la conducción de las organizaciones regionales, el fracaso de las políticas económicas de privatización de recursos públicos, la torpeza estatal de lanzarse a un negocio de exportación de un recurso natural en torno al cual se han generado amplias expectativas sociales de soberanía y redención social y la irradiación de un tipo de discurso de identidad indígena. Es en torno al discurso indígena que la polaridad social entre ricos y pobres ha sido traducida como antagonismo entre blancos e indios, entre extranjeros y originarios; es el discurso indígena el que ha permitido otorgar un justificativo histórico y una razón de compromiso activo con la recuperación de los hidrocarburos en beneficio de la sociedad. A diferencia de lo que sucedía en los años cincuenta o sesenta, cuando la conciencia sobre el control de los recursos naturales se asentaba en un tipo de discurso "nacionalista revolucionario" de corte movimientista, el actual nacionalismo tiene bases indígenas y la patria de la que habla no es la del Estado y los doctores sino la de las comunidades, los gremios, los kataris, los aymaras y los queswas. De ahí tal vez la ambigüedad y temor que provoca en las clases medias, que prefieren mirar con indolencia cómo otros entregan sus vidas por el control de un recurso, el gas, que también será usufructuado por ellas. No en vano los indígenas rurales, que son el núcleo de este nuevo discurso nacional indígena, han sido la punta de lanza de la actual insurrección social. Su huelga de hambre en El Alto, su bloqueo de caminos, permitieron romper las murallas urbanas que frenaban la expansión de los bloqueos campesinos. Hoy los bloqueos, un instrumento de lucha indígena-campesino, son el principal método de lucha de los vecinos. Miles de bloqueos impiden todos los accesos a los barrios; cientos de barricadas, a veces de dos metros de altura, y decenas de zanjas antitanques, surcan las principales avenidas que atraviesan El Alto; las wiphalas (bandera india con los colores del arco iris) coronan los escombros, los insurrectos se comunican en aymara por altoparlantes y los chicotes andinos marcan el principio de autoridad del comité de huelga que ha asumido, de hecho, la soberanía política en cada territorio. Cada junta de vecinos demarca el control de su territorio con alambres de púas y fogatas, en tanto que grupos de jóvenes –mujeres y varones–, organizados en torno al mando central, recorren cada uno de los lados del espacio territorial de la junta vecinal. Los cohetes y dinamitazos, junto con los golpes en los postes de luz, generan una tonalidad guerrera que mantiene en alerta a los vecinos y anuncia la llegada de tropas militares. Al igual que los indios del campo, hoy los indígenas urbanos se han rebelado; así lo constatan las consignas de lucha, la compacta movilización colectiva, pero también la brutalidad en el accionar de las tropas gubernamentales, el racismo de los oficiales que disparan a matar a los que consideran "unos indios de mierda". No es extraña, entonces, la amenaza de los vecinos sublevados de castigar a los familiares de los militares o de marchar "al sur", donde viven las elites económicas y políticas del departamento, ni la sublevación simbólica de los esquemas con los que los vecinos indígenas se afirman en sus actos y se proyectan en el futuro, al no encontrar un referente de vida y porvenir en la tricolor boliviana, sino en otra bandera que, a decir de un dirigente de villa Tahuantinsuyu, es "nuestra verdadera bandera y la de nuestros abuelos". Gasolina ensangrentada. El 8 de octubre, a un mes del bloqueo de caminos de los indígenas aymaras del campo, los vecinos de El Alto se lanzaron a un paro por tiempo indefinido de actividades en toda la ciudad en defensa y recuperación de la propiedad del gas por los bolivianos. Antes ya habían bajado varias veces a La Paz, acordaron el cierre de mercados y hasta los carniceros habían decretado una suspensión de actividades. La consigna era clara y contundente: "No se vende el gas ni por Chile ni a Chile; el gas es para los bolivianos". El paro fue total, con lo que el cerco a la ciudad de La Paz comenzaba a estrecharse. Al bloqueo de caminos en el altiplano se sumaba la paralización de la tercera ciudad más poblada del país y el cierre definitivo de la carretera La Paz- Oruro. La débil convocatoria de la COB a la huelga general indefinida, sólo acatada durante unos días por los maestros urbanos y rurales y los servicios médicos, desembocó en una marcha de mineros de Huanuni a La Paz que volvió a encontrar en la carretera, no sólo a mineros e indígenas sino a ex mineros, convertidos hoy en vecinos alteños, que salieron a apoyar a sus antiguos compañeros de trabajo. La represión del viernes 10, a unos kilómetros del centro de El Alto, en Ventilla, inició una escalada de muertes que no ha terminado. Dos personas morían el viernes, otras dos y una decena de heridos el sábado, el domingo se informó de 26 muertos y más de un centenar de heridos de bala. En el curso de la movilización, la masa experimenta, junto a su fuerza colectiva y el dominio territorial, el control de un nuevo poder, el de los carburantes, distribuidos a El Alto y La Paz desde una planta ubicada en Senkata, a varios kilómetros de la ceja de El Alto. Conocedores de la importancia de este centro, los vecinos de villa Santiago Segundo, de la avenida 6 de Marzo y de otros lugares, organizan un cerco a las instalaciones para impedir la salida de camiones cisterna. A las pocas horas tanquetas militares ocuparon las instalaciones y algunas otras zonas estratégicas de El Alto y, al finalizar la tarde, la caravana de la muerte se desplazaba por las avenidas. A su paso, cayeron decenas de heridos de bala y de balines; metralletas pesadas instaladas encima de los tanques disparaban contra vecinos que blandían palos y cachorros de dinamita y, al final, la resistencia de los alteños que levantaban más barricadas delante y atrás de la caravana, obligó a los militares a refugiarse en un cuartel sin haber podido llegar a la autopista. En la ceja de El Alto se produjeron nuevos enfrentamientos entre manifestantes y tropas gubernamentales, las oficinas de Electropaz y Aguas del Tunari, dos empresas extranjeras que venden los servicios de electricidad y agua, fueron destruidas, lo mismo que una gasolinera, en tanto que en la zona alta de Ballivián, los vecinos rodearon el Regimiento 5 de policía. En la noche tropas militares reforzaron el regimiento policial, apoyadas con helicópteros que disparaban a las casas y las fogatas, intentaron ocupar las zonas del cruce a Villa Adela, la Ceja y la autopista. Ante este intento de militarización de la ciudad, los vecinos se mantuvieron en vigilia durante toda la madrugada. El domingo fue fatal. Desde muy temprano las tropas militares intentaron retomar el control de la zona alta de la autopista. Los muertos comenzaran a llegar a las precarias postas sanitarias: jóvenes, señoras, niños con balas en el pecho y las piernas son el tributo que cobró el gobierno para llevar gasolina a La Paz. Pero una vez pasadas las cisternas, los enfrentamientos recrudecieron; primero en la zona de la plaza Ballivián y Germán Busch, con dos muertos y varios heridos, luego Senkata, con siete muertos. A mediodía los enfrentamientos se ampliaron a Río Seco, donde se produjeron varias muertes. Algo parecido sucedió en la zona de Tupaj Katari, Villa Ingenio, nuevamente Villa Santiago II, La Ceja Pasankeri, y así sucesivamente. "Que nos maten también a nosotros". Ésa fue la frase de una señora que con una piedra en la mano corría detrás de una tanqueta en la zona de El Kenko. Hoy los alteños están en sublevación; es una sublevación con palos, con banderas y piedras que enfrentan a tanques, fusiles automáticos y helicópteros. Militarmente es una masacre; políticamente es la acción más contundente y dramática del fin de una época; históricamente es la más grande señal de soberanía que los más pobres y excluidos de este país dan a una sociedad y para toda una sociedad. Lo significativo es que este desborde de rebelión y dignidad contra el Estado ha comenzado a desparramarse por las laderas y cerros de La Paz. La Portada, Munaypata, legendarios barrios obreros, Pasankeri, barrio indígena, Alto Tacagua, la garita y todo el entorno urbano comienza a hermanarse en el sufrimiento y la consigna de la recuperación del gas con los alteños. ¿Será que este desborde de la historia llegará hasta el Palacio Murillo?
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