Lula y el espejo argentino
04/08/2003
- Opinión
El Brasil se
enfrenta a una coyuntura crítica de su historia: un partido
de izquierda llega al gobierno con una amplia legitimidad
popular y cristalizando las esperanzas de las grandes
mayorías nacionales que anhelan un giro radical en las
políticas implementadas en los últimos años. Dichas políticas
tuvieron como consecuencia la postración económica, la
profundización de la dependencia externa y la pauperización y
exclusión social de grandes sectores de la sociedad
brasileña. Pese a las enormes expectativas que el gobierno
Lula levantó no sólo en Brasil sino en toda América Latina
ese cambio todavía no se ha producido. Por el contrario, lo
que se observa es una profundización de la orientación que
había sido impuesta por los gobiernos que le precedieron,
llegándose inclusive a exagerar algunos de sus rasgos más
característicos como, por ejemplo, la política de las altas
tasas de interés. Las viejas políticas continúan con
renovados bríos, mientras que las nuevas, como la del “hambre
cero”, todavía no alcanzan a nacer. En su campaña electoral
Lula insistió en que la esperanza debía vencer al miedo.
Lamentablemente, hasta ahora al menos, el absurdo temor a las
eventuales represalias del mercado ha vencido a la esperanza
encarnada en la figura del presidente obrero.
Como argentino, latinoamericano y, muy especialmente, como un
irreductible “brasileñófilo” quisiera dar a conocer unas
pocas reflexiones que pienso podrían ser de alguna utilidad
en la discusión sobre el futuro económico y social del
Brasil.
Creo que es de la mayor importancia que el debate sobre las
políticas más apropiadas para honrar las promesas electorales
formuladas por Lula y el PT tomen nota de algunas enseñanzas
que nos deja la historia reciente de la Argentina. Las
diferencias existentes entre nuestros países no son tan
grandes como para pensar que nada puede aprender uno del
otro. Y en una coyuntura como la actual pienso que los
brasileños deberían mirarse con mucha atención en el espejo
de la Argentina. Hace muchos años que, por ejemplo, parece
haber una “compulsión a la repetición” por parte de las
autoridades económicas del Brasil que pareciera llevarlas
inexorablemente a emular cuanta tontería se ensaye de este
lado del Río de la Plata. Esto ocurrió cuando nosotros
adoptamos el Plan Austral, poco después imitado en Brasil
bajo el nombre de Plan Cruzado; volvió a ocurrir cuando
Domingo F. Cavallo inventó la convertibilidad y estableció
una demencial paridad de uno a uno entre el peso y el dólar,
sólo para encontrarse con imitadores aún más alienados en el
Brasil que fijaron un tipo de cambio de 0,80 centavos de real
por dólar, algo que, al igual que lo que acontecía en la
Argentina, era mucho más cercano a la alucinación que a un
razonamiento económico serio. Como la Argentina no podía
sostener esa paridad absurda Cavallo y sus sucesores debieron
recurrir a tasas de interés cada vez más exorbitantes para
atraer los capitales externos necesarios para mantener el
hechizo. Finalmente se produjo lo inevitable, ocasionando el
derrumbe del sistema financiero, el “corralito”, y la más
profunda y prolongada crisis económica de la historia
argentina. De paso, el gobierno que había llevado estas
políticas al paroxismo pagó un precio muy caro por su
temeridad: las grandes movilizaciones del 19 y 20 de
diciembre de 2001 acabaron con De la Rúa, Cavallo y el
gobierno de la Alianza. Vistas las cosas desde la Argentina
las políticas que está siguiendo ahora el Brasil, con tasas
de interés fenomenalmente elevadas en un mundo en donde se
está prestando dinero a menos del tres por ciento anual,
parecen inspirarse en las mismas ocurrencias –puesto que no
eran ideas serias– que ocasionaron el colapso económico y
financiero de la Argentina. Ojalá que en el Brasil reaccionen
a tiempo y eviten la repetición del desenlace argentino.
Pero aparte de estos inquietantes paralelos hay otras cosas
que me preocupan todavía más. Releyendo los diarios de la
época de Menem, en los años noventa, uno se encuentra con el
mismo tipo de elogios y alabanzas que hoy se le prodigan a
Lula. Los aduladores son los mismos: el establishment
financiero mundial, el Director Gerente del FMI, el
Presidente del Banco Mundial, el Secretario del Tesoro de los
Estados Unidos, la Casa Blanca, los líderes del G-7, la
prensa financiera internacional, los grandes especuladores
financieros, los CEOs de los conglomerados monopólicos,
etcétera. Lo que hoy dicen de Lula es lo mismo que decían de
Menem: que era un gobernante valeroso, que había abandonado
sus ideas trasnochadas signadas por el populismo y el
intervencionismo estatal, que demostraba prudencia y sensatez
en el manejo del presupuesto público, que había aprendido a
leer correctamente las señales de los mercados, que había
superado el irracional temor populista a la globalización.
También elogiaban su celo “reformista” en materias
previsionales, en la apertura de los mercados, en la
desregulación financiera, y en la privatización de las
empresas públicas. Sus llamamientos a “modernizar” el
sindicalismo y a “desideologizar” las negociaciones obrero-
patronales fueron recibidos con un coro de aplausos, así como
sus iniciativas, felizmente frustradas, de arancelar la
universidad pública. En resumen: la misma gente y los mismos
argumentos de ayer, dirigidos a Lula y el gobierno del PT.
Esa gente y su inmenso aparato propagandístico repetían a
diario que la Argentina iba por el buen camino, que era un
modelo a imitar, que su futuro estaba asegurado y muchas
otras mentiras por el estilo. Cuando se produjo la debacle
todos estos personajes se llamaron a silencio y
culpabilizaron a los argentinos por el desastre. Sería bueno
que en Brasil tomaran nota de esta lección. Las alabanzas de
los pilares del actual desorden internacional no suelen dar
buenos consejos a los gobiernos consagrados por el voto
popular.
Si quiere ser fiel no sólo a sus promesas electorales sino
también a algo mucho más importante, su identidad histórica,
el PT en el gobierno tiene que abandonar definitivamente las
políticas neoliberales que, lamentablemente, inspiran su
gestión gubernativa. Entre muchas otras razones, sobre las
cuales la literatura en la materia aporta una batería
impresionante de argumentaciones y evidencias empíricas,
porque dichas políticas no sirven para crecer ni mucho menos
para redistribuir. Con ellas Brasil jamás va a progresar, y
seguirá siendo uno de los países más injustos del planeta. No
es sólo mi opinión. Es también la de la mayoría de los más
grandes economistas del Brasil y del mundo, y es inconcebible
suponer que todos ellos estén equivocados mientras que
algunos pocos que se sientan en los despachos oficiales de
Brasilia tienen toda la razón. Según el Premio Nobel de
Economía Joseph Stiglitz las recetas del FMI no funcionan, y
la evidencia internacional que proporciona en su último libro
es abrumadora. En ninguna parte del mundo estas políticas
permitieron salir de la crisis y encaminar a los países por
la senda del crecimiento económico y la justicia
distributiva. ¿Habrá de producirse un milagro en el Brasil?
En la Argentina de hace unos años se decía que “Dios es
argentino”. Espero que en el Brasil nadie diga la misma
tontería.
Cuando uno pregunta a los amigos en el gobierno por qué
Brasil no ensaya otra política, la respuesta parece calcada
de los manuales de las escuelas de negocios de los Estados
Unidos: necesitamos ganarnos la confianza de los
inversionistas internacionales, precisamos que vengan
capitales externos y tenemos que respetar una muy estricta
disciplina fiscal, porque de lo contrario el “riesgo país” se
iría a las nubes y nadie invertiría un dólar en este país. No
hacen falta demasiados esfuerzos para demostrar la insanable
fragilidad de esta argumentación. Si hay un país que tiene
todas las condiciones para ensayar exitosamente una política
post-neoliberal en el mundo, ese país es Brasil. Si Brasil no
puede, ¿quién podría? ¿El Ecuador de Lucio Gutiérrez? ¿Un
eventual gobierno del Frente Amplio en el Uruguay? ¿Un
posible gobierno de Evo Morales en Bolivia? La Argentina, lo
dudo, salvo que hubiera condiciones internacionales sumamente
favorables. Brasil, en cambio, lo tiene todo: un inmenso
territorio, toda clase de recursos naturales, una gran
población, una estructura industrial de las más importantes
del mundo, una sociedad flagelada por la pobreza pero con un
elevado grado de integración social y cultural, una elite
intelectual y científica de primer nivel mundial y una
cultura exuberante y plural. Además, Brasil tiene capitales
suficientes y una base tributaria potencial de extraordinaria
magnitud pero que aún permanece inexplorada debido a la
fortaleza de los dueños del dinero que han vetado cualquier
iniciativa al respecto.
El corolario del “posibilismo conservador” es el inmovilismo:
nada se puede cambiar, ni siquiera en un país de las
condiciones del Brasil. Si no, aseguran algunos funcionarios
de Brasilia, las penalizaciones que sufriríamos por abandonar
el consenso económico dominante serían terribles, y
liquidarían al gobierno Lula. Nuevamente, una atenta mirada a
la historia económica reciente de la Argentina puede ser
aleccionadora. La Argentina cultivó el “posibilismo”
intensamente, desde los días de Alfonsín hasta los momentos
de la hecatombe final. Luego del derrumbe, el presidente
Duhalde perdió más de un año en estériles e inconducentes
negociaciones con el FMI que de nada sirvieron, pero que
revelaban la pertinaz presencia del “posibilismo” en la Casa
Rosada. Ese fantasma todavía se agita en la política
argentina, y si bien hay algunos signos alentadores como, por
ejemplo, las nuevas regulaciones que limitan los movimientos
de los capitales especulativos, los peligros de una
recurrencia a esa suicida política son demasiado grandes como
para pasar desapercibidos. El falso realismo del
“posibilismo” condujo a la Argentina a la peor crisis de su
historia, al encadenar la política y el estado a los
caprichos y la codicia de los mercados. Por otro lado, cuando
no tuvo otra opción que declarar un default desprolijo y
atropellado las cosas no por ello empeoraron. Antes no venían
capitales, ahora tampoco. Pero el ensayo tímidamente
heterodoxo puesto en marcha a partir del default, sobre todo
en los últimos meses, tuvo como consecuencia una módica
reactivación de la economía y la demostración práctica de que
aún un país más débil y vulnerable que el Brasil puede volver
a crecer si hace oídos sordos, cualesquiera que sean los
motivos, a los (malos) consejos que el FMI le prodigara
durante décadas y del tan mentado apoyo de la “comunidad
financiera internacional”. ¿Por qué debería Brasil seguir las
políticas que le dictan los principales promotores de la
interminable sucesión de crisis y recesiones que afectan a
las economías de casi todo el mundo? ¿Qué economista serio –y
hablo de economistas, no de voceros de los lobbies
empresariales disfrazados de economistas– puede creer que es
posible crecer y desarrollarse induciendo la recesión
mediante tasas de interés exorbitantes y reduciendo el gasto
público, contrayendo el mercado interno, aumentando la
desocupación, frenando la expansión del consumo, facilitando
la operación de los capitales golondrinas, abrumando con
impuestos indirectos a los más pobres mientras se subsidia a
los más fuertes y se consagra el derecho a veto tributario de
los grandes monopolios?
Es posible que muchos de mis amigos en Brasilia me den la
razón pero digan que por ahora no se puede hacer otra cosa.
Que ahora es necesaria la estabilización, y que el tiempo de
las reformas llegará después. Gravísimo error. El presidente
Lula no tiene por delante tres años y medio. Tiene, como
máximo, ocho o nueve meses de gobierno efectivo.
Concretamente, hasta que finalicen los carnavales de 2004.
Luego de eso no podrá tomar ninguna iniciativa seria, y mucho
menos de naturaleza genuinamente reformista. La permanente
labor de desgaste a que se habrá visto sometido le impedirá
siquiera comenzar a transitar por el camino de las
transformaciones estructurales que la sociedad brasileña
reclama desde hace tanto tiempo. La derecha, envalentonada
por sus vacilaciones y sus concesiones, dispondrá de una
correlación de fuerzas mucho más favorable que ahora. Sus
poderosos lobbies, sus organizaciones empresariales, sus
medios de comunicación de masas y sus conexiones
internacionales con los “perros guardianes” del capital
financiero internacional opondrán una barrera formidable
contra cualquier crepuscular tentativa de promover una
política progresista. Si hasta ahora la derecha se ha
contentado con utilizar, exitosamente por cierto, las
tácticas del “halago y la seducción” para domesticar al
gobierno de Lula, nada indica que si cambian las
circunstancias –por ejemplo, si Brasilia decidiera adoptar
otras políticas– sus mentores vayan a abstenerse de apelar a
sus métodos favoritos del “apriete y la extorsión” como los
que le aplican a Chávez y como los que produjeron el colapso
de la economía chilena durante el gobierno de Salvador
Allende. En tal caso Lula no sólo tendría que lidiar con una
oposición mucho más fuerte. Su poder relativo se habrá
reducido debido a la desmoralización de su propio partido y
la desilusión de los millones de brasileños que confiaron en
sus promesas electorales y que, al cabo de un tiempo, se
encuentran con las manos vacías. Cuando llegue el momento de
luchar contra los causantes de esa gigantesca frustración que
es hoy el Brasil, uno de los capitalismos más injustos del
mundo, su propia coalición estará irreparablemente dañada por
la desconfianza y la frustración. Si las fuerzas
conservadoras saben muy bien los privilegios que necesitan
defender y cómo hacerlo, y no vacilan en llevarlo a la
práctica, las grandes masas populares tienen frente a sí un
panorama mucho más confuso. No saben adónde quiere llevarlas
el gobierno ni hasta qué punto éste estará dispuesto a
librar una batalla para construir el nuevo Brasil que ellas
anhelan. Por eso es un error fatal suponer que queda mucho
tiempo por delante. El tiempo juega en contra de los
adormecidos reformistas de Brasilia y a favor de sus
adversarios, porque “el partido del orden” acrecienta su
fuerza cada día que pasa mientras que las fuerzas sociales
emergentes se debilitan a medida que transcurre el tiempo y
nada cambia. Los primeros se fortalecen ideológica, anímica y
organizativamente; los segundos se confunden, desmoralizan y
desorganizan. Es fácil predecir el resultado de una lucha en
donde los contendores se presentan tan desigualmente
equipados.
Sucesivos presidentes argentinos optaron por gobernar
tranquilizando a los mercados y satisfaciendo puntualmente
cada uno de sus reclamos. Las voces de los grandes capitales
y del FMI resonaban atronadoramente en Buenos Aires, y el
gobierno no perdía un minuto en responder a sus mandatos. Los
resultados están a la vista. Es cierto que no hay parangón
alguno entre una figura tan entrañable como Lula y un
personaje del submundo de la política como Menem o un inepto
como De la Rúa. Tampoco hay paralelismo alguno entre el
partido justicialista o la Alianza (esa insípida mezcla de
diletantismo radical y oportunismo frepasista) y el PT, una
de las construcciones políticas más importantes a nivel
mundial. Pero ni un liderazgo respetable ni un gran partido
de masas garantizan el rumbo correcto de una experiencia de
gobierno. Durante el apogeo del estalinismo se decía que el
líder y el partido eran infalibles. Hoy, por suerte, ya nadie
cree en eso. Y un análisis concreto de la situación concreta,
como se decía en otros tiempos, nos deja sumamente
preocupados acerca del futuro del Brasil. Nos duele decirlo,
pero estamos convencidos de que Lula y el gobierno del PT
están avanzando por el camino equivocado, al final del cual
no se encuentra una nueva sociedad más justa y democrática
sino una estructura capitalista más injusta y menos
democrática que la anterior y, por añadidura, mucho más
violenta. Un país en donde, al final de este proceso, la
dictadura del capital, revestida con un etéreo ropaje pseudo-
democrático, será más férrea que antes, demostrando que
George Soros tenía razón cuando le aconsejaba al pueblo
brasileño no molestarse en elegir a Lula porque de todos
modos gobernarían los mercados. Y, ya se sabe, los mercados
no gobiernan democráticamente ni se preocupan por la justicia
social. Sería conveniente pues ahorrarle al Brasil los
horrores que el “posibilismo” y la política de
“apaciguamiento de los mercados” produjo en la Argentina
contemporánea. Mis amigos en Brasilia deberían estudiar
cuidadosamente lo ocurrido en mi país y, sobre todo, dejar
definitivamente atrás ese viejo hábito de copiar nuestros
fracasos.
* Atilio A. Boron es Secretario Ejecutivo de CLACSO-Consejo
Latinoamericano de Ciencias Sociales.
https://www.alainet.org/es/active/4213?language=en
Del mismo autor
- A centelha de Minneapolis 09/06/2020
- La chispa de Minneapolis 03/06/2020
- Venezuela: Desbloqueados 26/05/2020
- ¿Volver a la normalidad? 21/05/2020
- ¿Catastrofismo anticapitalista? 14/05/2020
- Trump ensaya la invasión a Venezuela 05/05/2020
- ¡Lo que nos faltaba, para amenizar la velada! 30/04/2020
- Lenin, a 150 años de su nacimiento 23/04/2020
- Eduardo Galeano, 5 años de soledad 14/04/2020
- Abril 2002: Golpe de estado en la República Bolivariana de Venezuela 12/04/2020