Las sociedades civiles: impulsos y límites
30/07/2003
- Opinión
Más allá de las diferencias entre los estilos personales de Lula
y Kirchner, de las sorpresas e incredulidades que sus gobiernos
están generando, no debe soslayarse que gestionan dos países que
se nos presentan como universos sociales y culturales que les
imponen límites y los empujan en direcciones, quizá, divergentes.
Para empezar, parece necesario deshacer un malentendido: por más
fuertes que sean los gobiernos, aún los más autoritarios, tiene
límites impuestos por la cultura política heredada y por las
actitudes de las respectivas sociedades civiles. Incluso las
dictaduras militares, por más impopulares que fueran, no podrían
haber sobrevivido sin contar con cierto respaldo social, por lo
menos durante los primeros tiempos. En el extremo opuesto,
algunas sorpresas positivas en las gestión del gobierno de
Kirchner sólo pueden comprenderse en el marco de reclamos
sociales muy arraigados, que se insertan en corrientes profundas
que atraviesan la sociedad.
Así, el gobierno de Luiz Inacio Lula da Silva es enormemente
dependiente de su alianza con el empresariado paulista, sector
que no sólo no vetó su acceso a Planalto sino que aceptó de buen
grado un gobierno del PT. El poderío industrial de Brasil -
sector que aportó a la fórmula Lula al vicepresidente José
Alencar- hace virtualmente imposible cualquier gobierno que no
cuente con un mínimo respaldo del empresariado industrial. Y
esto va mucho más allá de la propia voluntad de Lula, de su
gabinete y su partido.
En Argentina, por el contrario, la experiencia previa marcó un
rumbo totalmente diferente: la década menemista desarticuló el
Estado y produjo cambios sociales -y culturales- de larga
duración, en tanto las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001,
que derribaron al presidente Fernando de la Rúa, mostraron los
límites que por derecha tendría cualquier gestión posterior que
pretendiera, siquiera simbólicamente, erigirse como continuadora
del menemismo.
Dos sociedades
Pese a la debacle argentina, las diferencias sociales, culturales
y hasta económicas con Brasil muestran un abismo. Aunque la
economía norteña creció bastante más que la argentina en los
noventa, y pese a que ésta se desbarrancó en ese lapso, el
producto per cápita brasileño es hoy el 62 por ciento del de
Argentina. Y eso que, según el economista Claudio Lozano, del
Instituto de Estudios y Formación de la CTA, Brasil "presenta una
economía más dinámica, menos financierizada y extranjerizada y
con una tasa de ahorro más elevada (en cinco punto del producto),
lo que es, en buena medida, expresión de la distinta magnitud de
la fuga de capitales. Esto indica la presencia de una burguesía
local en gran parte transnacionalizada, pero que lleva adelante
un proceso de acumulación significativo prevaliéndose de la
extensión del mercado interno y que tiene, al menos una parte de
la misma, un proyecto de país y de inserción en el mercado
mundial distinto al impuesto por el neoliberalismo".
Pese a ello, y al enorme deterioro de los salarios y del empleo
que sufren los argentinos desde la última dictadura, los ingresos
medios están un 50 por ciento más alejados de la línea de pobreza
que los brasileños, diferencia que es especialmente elevada para
los trabajadores por cuenta propia, los no técnicos ni
profesionales. En el terrible año 2002, las zonas urbanas
argentinas tenían al 23,7 por ciento de la población bajo la
línea de pobreza y al 6,7 por ciento bajo la línea de indigencia,
frente al 32,9 y 9,3 por ciento de Brasil, respectivamente, según
datos de la Cepal. En Argentina, la canasta básica para no ser
considerado pobre es de 231 dólares frente a sólo 154 en Brasil,
lo que revela pautas de consumo bien distintas.
Otros indicadores hablan de forma aún más clara sobre dos
sociedades diferentes: sólo el 36 por ciento de las mujeres y el
31 por ciento de los varones brasileños acceden a la enseñanza
secundaria, frente al 81 y al 73 por ciento en Argentina. El
acceso a la Universidad es tres veces mayor, en porcentaje, en
Argentina que en Brasil. Las demás tasas, por no abrumar,
presentan diferencias aún mayores. En 1996 se vendían en
Argentina 123 diarios cada mil habitantes, frente a sólo 40 en
Brasil.
En resumidas cuentas, Argentina fue (y en gran medida aún lo
sigue siendo) una sociedad de consumo, la inmensa mayoría de sus
habitantes fueron (¿son?) ciudadanos, integrados y con derechos
reconocidos y, muchas veces, respetados. En Brasil, la población
rural nunca fue ciudadana (aún hoy más de la mitad está bajo la
línea de pobreza y más de la cuarta parte es indigente), y estuvo
siempre a merced de los hacendados. Teresa Batista, cansada de
guerra, la célebre novela de Jorge Amado, por mencionar apenas
una de las obras que reflejan la realidad del campo brasileño, es
un fiel retrato de esa realidad. Por algo a Brasil se lo
denominó como el "campeón mundial de la desigualdad" (aún hoy el
uno por ciento de los propietarios poseen el 45 por ciento de la
tierra).
Historia y cultura
Sobre este escenario estructural, se han movido los diferentes
actores sociales que hicieron la historia de ambos países. La
solidez de las clases dominantes brasileñas, que impusieron desde
una monarquía que duró medio siglo (1840-89), hasta el Estado
Novo corporativista de Getulio Vargas en los años treinta,
asentadas en el modelo emanado de las haciendas con mano de obra
semi-esclava, comenzó a resquebrajarse recién hacia el final de
la última y prolongada dictadura militar (1964-84), con el
ascenso de nuevos sectores sociales y la lucha de los obreros y
parte del campesinado por conseguir su lugar en el mundo.
Espacio que las clases medias y los obreros argentinos ya tenían
en las primeras décadas del siglo XX, aún a costa de sufrir
terribles embates represivos del Estado y los grupos
privilegiados.
La historiadora brasileña Angela de Castro Gomes, apunta las
dificultades que las masas de su país tuvieron para ganar
espacios de autonomía, que se zanjaron a lo largo del siglo XX en
los repetidos fracasos que experimentaron los procesos
democráticos. La modernización de la sociedad brasileña fue
tardía e impuesta desde arriba, y recién en las dos últimas
décadas se consolidan actores sociales autónomos.
El sector más dinámico de la sociedad brasileña estuvo asentado
en las áreas rurales. Allí bebió la mayor parte de la disidencia
social y política, muchas veces anclada en una suerte de
"arcaismo" premoderno, como la célebre rebelión de Canudos en el
nordeste pobre y marginalizado. El actual Movimiento Sin Tierra,
que recoge esas tradiciones, aún siendo el mayor movimiento del
país y uno de los más potentes del mundo, incluye apenas a una
mínima fracción de los brasileños y alcanza a menos del diez por
ciento de los campesinos.
Por el contrario, la clase obrera argentina, que configuró uno de
los movimientos obreros más potentes del mundo, mantuvo sus
rasgos de autonomía aún bajo el gobierno de Juan Perón, como lo
testimonia la gran presión que los obreros ejercieron sobre el
general, en 1951, para que colocara a su esposa Evita en la
fórmula presidencial. La clase obrera argentina ganó, a fuerza
de batallas, un lugar en la sociedad. Y cada vez que sus
derechos y conquistas fueron agredidos, enfrentó abiertamente,
aún a costa del genocidio, a los represores. La conciencia de
los derechos, aún persiste pese a que éstos se hayan convertido
en papel mojado.
Un futuro imprevisible
Los llamados datos "estructurales" no caen del cielo, sino que
son el producto de negociaciones, conflictos y de las más
diversas interacciones entre los diferentes sectores sociales.
Así, un reparto más equilibrado de los bienes refleja la fuerza
de la sociedad civil frente a las elites. En Argentina, el 90
por ciento de respaldo que cosecha Kirchner (incluyendo un 64 por
ciento que apoyan el envío de los genocidas a Madrid), parece
estar indicando una suerte de "no va más" a la destrucción del
país y al obsceno dominio de los más ricos. Sin duda, el ciclo
de protesta social de 1997 a 2002, que tuvo en el 19 y 20 de
diciembre su clímax, ha modificado la relación de fuerzas con la
misma intensidad que aquel 17 de octubre de 1945 que selló el
crepúsculo de la vieja oligarquía autoritaria y excluyente.
Lula y el PT se enfrentan a un escenario muy distinto. En
Brasil, aún se lucha por la ciudadanía, por la inclusión social y
política de las mayorías. La existencia de una burguesía
nacional es, a la vez, impulso y freno a su política. Por
último, mientras en Argentina las clases medias se pauperizaron y
buena parte de ellas rompieron sus viejos prejuicios clasistas
acercándose ahora a los más pobres, en Brasil los sectores medios
en ascenso -separados de las grandes mayorías pobres por
distancias culturales y expectativas de ascenso social- no
parecen tan dispuestos a considerar que los "otros" tienen
también sus mismos derechos. Los primeros parecen estar de
vuelta del elitismo que modeló sus conductas antiobreras; los
segundos, aún parecen alentar expectativas más allá de toda
expectativa razonable.
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