La falsa neutralidad de las herramientas
23/07/2003
- Opinión
En seis meses el gobierno Lula consiguió bajar el riesgo país,
estabilizar el real, contener la inflación, retornar capitales en
fuga y sanear las cuentas fiscales, apelando a una herramienta
ortodoxa como el clásico ajuste que, sin embargo, amenaza el
relanzamiento de la economía.
Una vez puesta la "casa en orden", cosa que habría logrado
durante los seis primeros meses, el gobierno petista apuesta
ahora al crecimiento económico como clave para reducir las
desigualdades sociales. La apuesta tiene dos ejes clave:
auspiciar el consumo de masas utilizando la capacidad productiva
del país y el potencial de consumo de una población de más de 170
millones de habitantes. O sea, propiciando un crecimiento a
partir de la inclusión social de las mayorías hasta ahora
marginadas, creando un vasto y dinámico mercado nacional para el
consumo en gran escala. La segunda apuesta consiste en
estabilizar las mayorías políticas necesarias para consolidar
este proyecto de largo aliento, que debería desembocar en el
aflojamiento de la dependencia financiera del país.
Ambos ejes enfrentan grandes dificultades, aunque por razones
diferentes. Para crecer ampliando el consumo de masas hace falta
reconvertir el aparato productivo, diseñado para el consumo de
elites, dinamizar las exportaciones y renegociar el pago de la
deuda externa en base al respeto ganado gracias al cumplimiento
estricto de las metas fijadas por los organismos financieros
internacionales.
Esos objetivos pueden tropezar con varias dificultades: para
reconvertir el aparato productivo hacen falta capitales
productivos, pero la política de elevar las tasas de interés
atrae capitales especulativos; la recesión económica mundial,
agravada por el inmenso déficit de Estados Unidos, dificulta el
necesario crecimiento de las exportaciones. Los éxitos obtenidos
en estos seis meses han sido posibles gracias a la utilización de
herramientas ortodoxas que, necesariamente, traen resultados
ortodoxos. En resumidas cuentas, Brasil profundizó en este breve
lapso, siguiendo la tónica de los gobiernos anteriores, la
dependencia estructural de su economía: hacen falta capitales
para relanzar la producción, pero la política aplicada atrajo
justo los capitales reacios a correr el riesgo de la inversión
productiva.
El segundo problema es también complejo. Finalizó el "período de
gracia" que se otorga a todo nuevo gobierno, sin que se hayan
soldado alianzas políticas de larga duración. Por el contrario,
el debate nacional sobre la reforma del sistema previsional puso
en evidencia que el gobierno petista debió hacer concesiones a
aliados inestables y, tan grave como eso, generó una fractura en
su propia base partidaria.
En pocas semanas se iniciará el debate parlamentario sobre el
nuevo presupuesto federal, para el cual el gabinete de Lula
deberá tejer alianzas y, cosa natural, hacer nuevas concesiones a
sus aliados. Para el gobierno, es una excelente oportunidad para
abrir el "tiempo social", postergado hasta ahora, y comenzar así
la lenta salida de la actual recesión, consecuencia de la dureza
del ajuste implementado para estabilizar las cuentas fiscales. En
este delicado panorama, reapareció la figura emblemática del ex
presidente Fernando Henrique Cardoso, dispuesto a unir y liderar
a la oposición de cara a las elecciones municipales de 2004.
Nadie mejor situado para trabar acuerdos entre bastidores con el
objetivo de desgastar a Lula y dar la batalla política decisiva
del año próximo para arrebatar la alcaldía de San Pablo al PT.
Según todos los análisis, la disputa por la primera ciudad del
país será "la tercera vuelta" de las presidenciales, y un
eventual triunfo del partido de Cardoso le alfombraría el camino
del retorno al poder.
La política ortodoxa aplicada hasta ahora ha sido visualizada
desde la dirección del PT como la única capaz de evitar el
fracaso de la gestión de gobierno. Por el momento ha dado
resultados positivos, siempre según la lógica consistente en
sanear las cuentas del Estado como primera prioridad. No se dice,
sin embargo, que esos resultados comprometen los tres año y medio
que restan de la gestión de Lula, y que nada asegura que sean la
base del supuesto crecimiento que, inevitablemente, aguardaría al
final del túnel. Peor aun: décadas de crecimiento económico –los
llamados "milagros económicos"– nunca fueron la garantía, ni en
Brasil ni en ninguna otra parte, de la reducción de las
desigualdades.
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