Vuelve el terror
19/05/2003
- Opinión
La denuncia proviene del Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo.
En Viotá, a pocos kilómetros de Bogotá, un grupo paramilitar, en
complicidad con el Batallón Colombia, abordó a una decena de
campesinos, los acusó de ser colaboradores de la guerrilla, secuestró
a dos de ellos y los asesinó en una forma macabra. El día 1º de abril
del 2003 dice el informe, los cuerpos sin vida de los labriegos
desaparecidos fueron encontrados en la vereda El Palmar. El de Wilson
Duarte fue hallado en un lugar cercano al sitio en donde se acantonó
el grupo paramilitar, con indicios de tortura, decapitado y con una
enorme incisión en la región abdominal, en la cual fue incrustada su
cabeza.
Días más tarde, el Colectivo, junto con el Comité Permanente para la
Defensa de los Derechos Humanos, hizo un pormenorizado recuento de la
situación que enfrentan los campesinos de los municipios de Lejanías
y El Castillo, en el Meta. En él se ve de manera palpable la forma
como se ha deteriorado el comportamiento de los asesinos. Dos días
después de la posesión del presidente de la República, se presenta el
primer bombardeo aéreo. Los militares del Batallón Vargas, y sus
paramilitares de apoyo (que forman parte de los bloques Centauros,
Córdoba y Urabá ), cumplen entonces una macabra operación de tierra
arrasada. El 19 de agosto el ejército realiza un censo de la
población y penetra violentamente a las casas de los campesinos. El
26 de agosto detienen a decenas de labriegos (que son puestos en
libertad cinco meses después por falta de pruebas), y asesinan a Éder
Carvajal, jornalero de 16 años. El comandante de la incursión es el
capitán Wilson Lizarazo. Los campesinos comprueban, sin asombro, que
en los municipios donde se desarrollan los operativos, los
paramilitares conviven amigablemente con los soldados.
En septiembre comienzan a aparecer los cadáveres. Y es respecto de
ellos sobre los que quiero llamar la atención. Al comienzo se trata
de personas que son asesinadas con disparos en el tórax o en la
cabeza. Pero, poco a poco, sobre los cuerpos se ejerce una violencia
sádica. El 1º de noviembre, los aterrorizados pobladores encuentran
el cuerpo del personero de El Castillo, Mario Castro Bueno, con
evidentes señales de tortura, apuñalado y degollado. El 2 de febrero
los paramilitares abandonan el cadáver de Jesús Antonio Romero a
pocos metros de la silla donde permanece su madre, una inválida de 90
años, quien se ve forzada a asistir a la descomposición del cuerpo
antes de que alguien le preste auxilio. El 6 de febrero, se llevan a
Rodrigo Gutiérrez, de 70 años. Su cadáver aparece al día siguiente,
horriblemente torturado y descuartizado. El cuerpo de Polidoro Bernal
aparece el 5 de marzo descuartizado. Y todo ello ocurre bajo la
mirada de los militares, con la bendición del cura párroco (que
abofetea a los detenidos e insulta a los parientes de las víctimas),
y con la complicidad de la alcaldesa.
Pero eso no es todo. En efecto, un grupo de entidades, encabezadas
por el Consejo Regional Indígena de Arauca, denuncia que en el
resguardo de Betoyes, en el municipio de Tame, miembros del batallón
Navas Pardo, con brazaletes de las AUC, asesinaron a cuatro personas.
En ese hecho, que dio origen al desplazamiento de la tribu y a la
ocupación pacífica de la iglesia de Saravena, se destaca el elemento
macabro de la muerte de Omaira Fernández. Ella tenía 16 años y estaba
embarazada. El pueblo guahíbo, dice la denuncia, tuvo que ver
horrorizado como los supuestos paramilitares le abrían el vientre a
la joven, le extraían el feto, lo trozaban, introducían sus partes en
una bolsa plástica, y las arrojaban al río junto a la madre .
El 15 de mayo, El Colombiano publica una noticia que leo gracias al
insuperable servicio académico y de prensa del profesor Óscar
Domínguez. La semana pasada dice el periódico, en la vereda La
Doctora, de Sabaneta, fue hallado el cuerpo de un hombre de unos 45
años a quien, luego de darle una paliza, lo electrocutaron poniéndole
cables de alta tensión en las orejas . Más adelante la crónica cuenta
que en Marinilla los paramilitares decapitaron a un ebanista y
clavaron su cabeza en una estaca. Y dentro de la misma nota el
psiquiatra Jorge Montoya señala que una práctica que se ha vuelto
común en Medellín es la de decapitar los cadáveres y jugar fútbol con
las cabezas.
Esa es nuestra normalidad. La normalidad de lo macabro. Poco a poco
hemos vuelto al terror. Los crímenes de los chulavitas no se
limitaban al asesinato del adversario. Ellos ejercían sobre el
cadáver una especie de práctica satánica, a los hombres les cortaban
los testículos y se los metían en la boca, a las mujeres embarazadas
las sacaban el feto y las exponían con los vientres abiertos, había
los tres famosos cortes: el de franela, que consistía en hacer una
incisión de hombro a hombro dejando la cabeza agarrada apenas por la
piel de la nuca; el de corbata, en la que sacaban la lengua del
cadáver por la misma incisión, de manera que simulara un lazo
macabro; y el de mica, en el que decapitaban el cadáver y le ponían
la cabeza sobre el pecho. Todo eso se vio en Colombia durante la
dictadura conservadora de Ospina Pérez y de Laureano Gómez. Pero
luego esas prácticas salvajes desaparecieron. Muchos años después,
María Victoria Uribe distinguió entre la gran violencia, en la cual
se manipulaba el cadáver del enemigo, y el crimen paramilitar en el
que se mataba a la gente de manera rápida y efectiva. Disparo al
tórax, y punto, explicó ella.
Pues sí pero no. Porque, según parece, el disparo al tórax, y punto
fue una etapa intermedia entre la demencia y la demencia. Una
demencia paramilitar que vuelve hoy en toda su dimensión, llevada de
la mano por un gobierno enemigo.
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