Elecciones argentinas: La restauración del aburrimiento
23/04/2003
- Opinión
El agudo contraste entre las jornadas del 19 y 20 de
diciembre de 2001, que tumbaron al presidente Fernando de la
Rúa, y las elecciones presidenciales que amenazan devolver
la presidencia a Carlos Menem, hace que muchos duden de la
eficacia y hasta la necesidad de la protesta social.
¿Valió la pena?
¿Qué se consiguió con el despliegue de aquel movimiento que,
al costo de decenas de muertos, derribó un gobierno
incompetente y represivo? Las dudas sobre la necesidad o no
de la acción social, desde la protesta hasta las
revoluciones, aparecen de forma sistemática a lo largo de la
historia cuando se aquietan las aguas y retorna la
"normalidad" de la vida diaria. En esos momentos, en los
cuales todos los avances que trajo la movilización social
parecen disolverse en las aguas heladas del cálculo
económico o electoral, las jornadas festivas de algarabía y
confraternización se tornan pesadillas a evitar.
Las elecciones argentinas marcan el fin de un período de
aguda confrontación. Los candidatos con más chance de pasar
a la segunda vuelta, Menem y Néstor Kirchner, son más de lo
mismo, aunque el ex presidente reúne todas las condiciones
para el rechazo de una parte considerable de la ciudadanía.
De ahora en más, el potente movimiento que se puso en marcha
hacia 1997, deberá apostar a sobrevivir en un clima de
restauración, en el que la represión apuesta a que los
protestones opten por quedarse en sus casas prendidos al
televisor.
Cambio y continuidad
A menudo suele olvidarse que luego de las grandes
agitaciones sociales sobrevienen períodos autoritarios. Así
sucedió con la "reacción termidoriana" que siguió a la
revolución francesa, con el aplastamiento de la Comuna de
París por las tropas de Thiers y con el negro período del
estalinismo que sucedió a las agitadas jornadas entre 1917 y
1921 en Rusia. Más recientemente, a la agitación del mayo
francés le siguió el aplastante triunfo de Charles de
Gaulle, con cuya elección los franceses hicieron su propia
llamada al restablecimiento del orden.
Al parecer, a los ciclos de protesta (una fase de
intensificación de los conflictos, con una rápida difusión
de la acción colectiva, innovación de las formas de lucha y
combinación de la participación organizada y no organizada,
según el sociólogo Sidney Tarrow) tienen lógicas intrínsecas
que auspician su aparición y determinan su extinción. De
forma casi sistemática, se dan condiciones para el inicio de
un ciclo de protesta cuando los sectores dominantes
modifican sus alianzas o cuando se producen conflictos entre
las elites, que hacen más difícil la represión a los
disidentes. En esos casos suele suceder que la iniciativa
pasa de las elites al llano. De la misma forma, cuando las
elites consiguen cicatrizar sus diferencias, a menudo
introduciendo reformas para neutralizar parte del
movimiento, y cuando éstos se dividen o fragmentan, la
iniciativa política retorna del llano a las élites.
Ciertamente, el anterior esquema es apenas un marco de
referencia para comprender los porqués de las agitaciones
sociales y de sus aparentemente bruscas interrupciones. Lo
que suele olvidarse, es que los movimientos suelen ser
víctimas de sus victorias; triunfos que las más de las veces
son indirectos y, sobre todo, se manifiestan al cabo de
cierto tiempo, gracias a que emergen nuevas culturas
sociales y políticas que se plasman en mayor conciencia, más
participación y cierta democratización de la vida cotidiana.
¿Periodo de repliegue?
Hacia mediados de los noventa, en gran parte de América
Latina se registró una notable reactivación de los
movimientos populares. Y ahora, a comienzos del nuevo
siglo, en los países en los que más lejos llegó la protesta
y la movilización, su intensidad parece dar paso a
realidades nuevas e inciertas.
En México, la irrupción del zapatismo en 1994 cambió el mapa
social y político. Quizá el punto más alto fue la
movilización de millones de mexicanos durante la caravana
zapatista que llevó a la comandancia del EZLN desde Chiapas
a la capital del país. Luego, sobrevino un largo silencio
zapatista como consecuencia de la negativa del parlamento a
aprobar una ley sobre derechos indígenas, y niveles mucho
más bajos de actividad social. Quizá el logro más duradero
de este ciclo, especialmente removedor, haya sido la derrota
del partido-estado, el PRI, que luego de 60 años fue
derrotado por el derechista PAN. Sin duda, algo que no
buscaban los insurgentes, pero que fue en gran medida uno de
los resultados de su acción.
En Brasil, el Movimiento Sin Tierra experimentó un gran
salto adelante en los noventa. En 1996, el año de la
masacre de Eldorado de Carajás, realizó 176 ocupaciones de
tierras, cuando el promedio era de sólo 50 ocupaciones
anuales. El año siguiente realizó 180 ocupaciones y una
enorme Marcha Nacional por la reforma Agraria que recorrió
todo el país para concluir el 17 de abril en Brasilia con
más de 100 mil manifestantes, algo inédito en esa ciudad.
Hasta el año 2000 la movilización siguió siendo importante,
poniendo el tema de la reforma agraria en el centro del
debate político nacional. De ahí en más, y sobre todo desde
el triunfo electoral de Lula, los sin tierra enfrentan una
situación muy difícil: la reforma agraria no avanza de la
forma que esperaban, pero tampoco están en condiciones de
desatar oleadas de ocupaciones como cuando gobernaba la
derecha.
Los itinerarios de los movimientos de Ecuador y Bolivia
tienen también similitudes. Desde el alzamiento indígena de
1990, que convirtió a los olvidados en actores centrales,
derribaron dos gobiernos y frenaron varios intentos
privatizadores. El clímax del movimiento social se registró
en enero de 2000, cuando derribaron al presidente Jamil
Mahuad y controlaron, durante algunas horas, el poder
estatal con el apoyo de un grupo de coroneles. El reciente
triunfo electoral de Lucio Gutiérrez, en cuyo gobierno hay
destacados representantes indígenas, coloca al movimiento en
una situación muy delicada, toda vez que el nuevo presidente
parece empeñado en seguir aplicando las recetas
neoliberales. En Bolivia, las insurrecciones de 2000 a 2003
parecen haber contribuido a legitimar la formación del
Movimiento Al Socialismo, liderado por Evo Morales, que
conquistó una importante representación parlamentaria. Pero
el movimiento mostró, en ese mismo proceso, los límites de
ese intenso ciclo de protestas.
Cambios, ¿qué cambios?
En todos los casos, se registra un traslado de la iniciativa
social y política desde el llano hacia las elites. En
Argentina, luego de la insurrección del 19 y 20 de
diciembre, y sobre todo después de los sucesos del puente
Pueyrredón, en Buenos Aires, donde fueron muertos dos
piqueteros, el ciclo de protesta parece haber iniciado una
fase defensiva. Fue en ese momento que el presidente
Eduardo Duhalde decidió convocar elecciones, como forma de
recomponer los cuadros gobernantes y ganar legitimidad. A
la vez, las divisiones en el movimiento social se
agudizaron. El gobierno negoció con los grupos piqueteros
más numerosos, el movimiento de fábricas ocupadas (unas 140
actualmente) se dividió en tres partes y las asambleas
barriales sufrieron los efectos del desgaste y de la
división introducida por los partidos de izquierda. La
represión, selectiva pero muy dura, es el telón de fondo de
este proceso a lo largo del último año, pero se ha
intensificado en los últimos meses.
Así las cosas, recomposición arriba y división y desgaste
abajo, el recambio presidencial llega en el momento más bajo
del movimiento social. Nuevamente, las preguntas se
acumulan: ¿Qué queda de aquellos agitados días de diciembre?
¿Cómo medir el cambio en la sociedad argentina, que parecía
tan evidente un año atrás? ¿Pueden medirse los cambios en el
terreno de los resultados electorales?
El movimiento social argentino ha ido muy lejos en su
rechazo a la representación: lo que ha sido cuestionado no
es quiénes dirigen el aparato estatal, sino la idea mismo de
que existan dirigentes. En ese sentido, la izquierda
argentina es prisionera de una grave contradicción: apoya el
"que se vayan todos", pero reclama los votos de esas mismas
personas y movimientos para representarlos.
Los cambios reales no siempre cuajan en nuevas
instituciones, son siempre culturales y, por lo tanto,
lentos: "Los efectos de los ciclos de movimiento social son
indirectos y en gran medida impredecibles. Actúan a través
de procesos capilares bajo la superficie de la política,
conectando los sueños utópicos, la solidaridad exaltante y
la retórica entusiasta del clímax del ciclo al ritmo
glacial, culturalmente constreñido y enfrentado a
resistencias sociales del cambio social"*.
En suma, ni el cambio es completo ni la continuidad es
absolutamente hegemónica; cambios y continuidades se
entrelazan y aparecen de formas insospechadas, a menudo
invisibles para la mirada institucional. Quedan en pie, no
obstante, cientos de emprendimientos, en los que la gente
desarrolla su poder como capacidad de hacer, donde
establecen relaciones que van a contramano de las
hegemónicas, redes valiosas para la sobrevivencia cotidiana
que emergerán fortalecidas en el próximo período de alza del
movimiento.
Una mirada más atenta, permite aventurar que, aunque este es
un momento de repliegue, el movimiento social argentino está
creciendo hacia adentro, desarrollando sus capacidades,
aprendiendo a trabajar colectivamente y vinculando personas
y grupos de diferentes sectores sociales. Una pequeña
sociedad nueva está naciendo en el seno de la Argentina que
se hunde. Todo esto no es visible ni interesante para los
políticos; sucede de forma subterránea, molecular, hasta que
un día, ¡oh sorpresa!, vuelva a dar un campanazo y entonces,
sí, los políticos de todos los colores volverán a prestarles
atención y las cámaras de televisión volverán a enfocar la
rebeldía de los de abajo.
* Sidey Tarrow, "El poder en movimiento. Los movimientos
sociales, la acción colectiva y la política", Alianza,
Madrid, 1997, p. 311.
https://www.alainet.org/es/active/3563?language=es
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