El papel de los intelectuales en la lucha contra la corrupción

28/12/2009
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A: Ócar Amaya Armijo, Galel Cárdenas, Roberto Zapata y Gustavo Zelaya, intelectuales en resistencia
 
La historia de Centroamérica, en los diferentes momentos de su formación económico-social, ha tenido hombres y mujeres de moral probada que han sido guías y han interpretado su circunstancia a la luz de distintas filosofías y doctrinas con el propósito de orientar y ejercer magisterio entre los ciudadanos.
 
Hablo aquí de los patricios que remojaron su pensamiento en la Enciclopedia Francesa para respaldar su acción en contra de la opresión colonial de España. Recuérdese el decisivo papel jugado en el Siglo XIX, cuando un Pedro Molina o un José Cecilio del Valle, hicieron del periodismo la más efectiva arma de combate. Todavía, sus textos, como si hubieran sido escritos hoy por la mañana, son tan vigentes, tocan temas tan vitales sobre educación, economía, agroindustria, minería y tantos otros temas, que se podrían convertir, de nuevo, en guías para la acción.
 
El mismo Morazán, comprendiendo la importancia de la letra impresa, aquerencia por estas tierras la primera imprenta. A partir de ahí, los periódicos que se fueron publicando en el país, dan cuenta de una serie de nombres cuyos escritos resplandecen con lo más avanzado  del pensamiento de la época, cuando proclamaron la razón como único criterio de la verdad. Alimentaron su conciencia en la filosofía positivista y en el pensamiento político liberal. Por esta causa expresaron, en artículos, en comentarios de prensa,  en discursos y en su acción política, su fe en la ciencia; abogaron y lucharon por la educación laica, popular y democrática, tutelada por el Estado. Tuvieron confianza en el progreso de la humanidad; el considerar que el hombre, mediante su capacidad, podía transformar la sociedad. De todo esto hablan los escritos de hombres como Máximo Soto, León Alvarado, Álvaro Contreras, Adolfo Zúniga, primer rector de la Universidad durante la reforma liberal (1882). Y sobre todo, ese ciclópeo pensador que fue Ramón Rosa.
 
En los prolegómenos de la nación, todos estaban imbuidos de un sentido casi apostólico del poder de la pluma: intelectuales convencidos de que, con sus escritos, podían hacer luz en la mente de los ciudadanos. Muchos tiranos temblaron por la fuerza de su pluma. Y nunca estuvo en entredicho, por la paga, su pensamiento.
 
La continuidad de esa forma de actuar encuentra un relevo brillante en las plumas de Juan Ramón Molina y Froylán Turcios. Los dos fundaron y dirigieron periódicos y revistas de alto vuelo político y literario que, en múltiples artículos, testifican del filo cortante que temía su pluma. Para muestra léase el Boletín de la Defensa Nacional. En este hallaremos a Turcios, a la cabeza de una pléyade de hondureños indignados por el pisoteo a la soberanía nacional por la bota gringa en 1924. Es digno destacar que, ya en esa época, la mujer había tomado una iniciativa de alzar su voz, en situación de igualdad con el hombre. Llámase esa corajuda intelectual, Visitación Padilla. Nunca, su palabra, su moral, su honestidad y su integridad de pluma rebelde estuvieron en subasta.
 
También es la época de Alfonso Guillén Zelaya y Rafael Heliodoro Valle. De pensamiento disímil, pero honestos. Entendiendo que a la patria había que servirla con obras de calidad. Al primero, su bregar por las letras, le costó el exilio. Y al segundo le escamotearon, con afrenta pública, el cargo diplomático. Vale que sus espíritus no se doblegaron jamás ni por la seducción de la paga ni por el canto de sirena de los poderosos.
 
Otros nombres. Otros hombres. Otras mujeres. Otra prueba de que, en Honduras, el intelectual, el artista (otro tipo de intelectual), no ha sido ni indiferente ni paniaguado ante el dolor social. Ahí están los nombres luminosos y los versos de fuego de Clementina Suárez; la flamígera metáfora de Claudio Barrera; el indomable verso de Jacobo V. Cárcamo; el análisis demoledor sobre la realidad de Ramón Amaya Amador, diseccionador de la angustia social. También está, como otro ejemplo de intelectual ejerciendo su oficio artístico en función social, la interpretación plática desgarrada de un Pablo Zelaya Sierra que retrató el salvajismo y la angustia de las “montoneras” como ningún otro lo pudo hacer antes o después de él.  Invita a la meditación profunda su cuadro Hermanos contra hermanos. Y dentro de esa línea no podemos olvidar al malogrado Confucio Montes de Oca; al muralista Álvaro Canales y los contemporáneos el indio Aníbal Cruz, el iconoclasta y jocundo irreverente Felipe Burchar y el anticonformista y terco patriota, como pocos, Ezequiel Padilla Ayestas. Estos –intelectuales con el pincel en ristre y el pensamiento en vilo– jamás han hecho concesiones, ni estéticas ni ideológicas, ni comerciales, en ninguna tan sola de sus pinceladas.
 
Pero volviendo al mundo de las letras, ¿qué mejor ejemplo de intelectual comprometido que el de aquel cimarrón de las pampas olanchanas que hoy estaría fustigando a los salvajes depredadores que, impunes, están convirtiendo en un desierto su amada tierra natal? Hablo, ni más ni menos, que del grande  Medardo Mejía.
 
¿Y qué me dicen de una escuela, de una institución, de un nombre que llenó una época, de un hombre íntegro, a carta cabal, honesto por los cuatro costados, insobornable, que dio cátedra, con su actitud ejemplar, de lo que debe ser el periodismo libre, objetivo y sin sujeción al bozal de la paga ni a las canonjías de la pluma alquilada y los silencios impuestos tras bambalinas, desde los hilos palaciegos que se enredan en las redacciones de los diarios que a diario reciben la paga por el silencio o la agresión (pecadores por acción y omisión). Estoy hablando aquí de una de las plumas más odiadas y más respetadas: el incomparable maestro don Ventura Ramos.
 
Esto es sólo una muestra. Sería la de no acabar sacando a orear otros nombres como Juan Pablo Wainwright, Manuel Calix Herrera, Arturo Martínez Galindo, Federico Peck Fernández, Graciela Bográn, Graciela García…, entre otros, cuyo pensamiento nunca se puso en precario por el culto al becerro de oro.
 
Ahora, en este país de doble estándar, campea, desde hace mucho tiempo, una moral trocada. Los niveles de corrupción han llegado a proporciones megalíticas, a tal extremo, que, a veces, resulta difícil deslindar entre los corruptos y corruptores y los hombres probos. ¿Y qué pasa con los intelectuales hoy? ¿Se habrán silenciado? ¿Se habrán olvidado del papel histórico que desarrollaron hombres y mujeres que les precedieron en el oficio de escribir? ¿Tenemos intelectuales matriculados en las nóminas y la picardía tradicional del bipartidismo? ¿Tendrá el pueblo hondureño, en el intelectual de hoy, al señalador de rutas? ¿Habrá llegado el tentáculo de la corrupción a la faltriquera del intelectual para constreñir y comprar su pluma?
 
Guardar silencio es compartir el crimen, dice el poeta José Adán Castelar, otra de las voces que no ha hecho mutis cuando de desenmascarar a los políticos corruptos se trata y que ha cumplido con su deber, cuando las circunstancias, a contrapelo de su propia existencia, se lo han exigido.
 
Y es que un pueblo en donde se ha enseñoreado la miseria secular, los intelectuales, tienen que ser como Argos, seres dotados de cien ojos. Para ver por los que no alcanzan a detectar esa hidra de mil cabezas que acecha diariamente y se ceba con la angustia de los que nunca han tenido  oportunidad en su propia tierra, Cien ojos que se transforman  en cien manos que apuntan, que señalan, que orientan, que critican que dicen la verdad sin tapujos ni componendas, que denuncian, que hacen camino al andar…
 
¿Se puede aplicar lo anterior a nuestros intelectuales? Que cada quien registre nombres. Que cada quien sopese lo que se escribe. Lo que se pinta. Lo que se canta. Lo que interpreta en una obra teatral. Esa es la única respuesta. Por sus obras los conoceréis… Que cada quien observe a su alrededor y haga su propio juicio. Que cada quien señale al intelectual falsario. Al que peca por la paga y al que paga por pecar. Que cada quien, si es que no tiene techo de vidrio, levante y arroje su correspondiente piedra. Que cada quien responda ante el Tribunal de la Historia cuando se le llame a cuenta.
 
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