El dolor de las víctimas se sintió en seminario sobre desaparición forzada
11/08/2009
- Opinión
El dolor de las familias de las víctimas de la desaparición forzada en Colombia se sintió en Medellín, durante el Seminario Internacional sobre Desaparición Forzada: pasos hacia la construcción de memoria histórica, que concluyó este miércoles en Medellín.
En el evento confluyeron el Relator del Grupo de Trabajo sobre Desaparición Forzada e Involuntaria de Naciones Unidas, Santiago Corcuera Cabezut, y especialistas en el tema venidos de Guatemala, Perú, Argentina y diversas regiones del país.
Si bien el evento tenía tintes académicos, las familias de los desaparecidos forzados tuvieron amplios espacios de intervención donde evidenciaron sus dolores, desesperanzas y aspiraciones acerca de la situación que, como afectadas por este crimen de lesa humanidad, las abruma día tras día. Ellas reclaman no sólo justicia, sino la verdad sobre el destino que tuvieron sus padres y madres, hijos e hijas, hermanos y hermanas.
A continuación, la Agencia de Prensa IPC presenta dos de las decenas de historias que se escucharon durante el seminario. Se trata de dos hechos ocurridos en la comuna 13 de Medellín y en la vereda La Esperanza, municipio de El Carmen de Viboral, Oriente antioqueño. Nuestra intención es contribuir al fortalecimiento de la memoria y a la búsqueda de la justicia.
A Jorge Mario lo retuvo la Policía y se lo llevó el Ejército
Gladys Guarín lleva seis años, nueve meses y 29 días preguntándole al Ejército de Colombia donde está su hijo Jorge Mario, retenido el 14 de noviembre de 2002 por miembros de la Sijin de la Policía Nacional y, posteriormente, entregado a tropas del Ejército que adelantaban operaciones de control en las calles de la comuna 13 de Medellín.
“Mi historia es muy triste”, me anunció Gladys segundos después de abordarla en un pasillo aledaño al teatro Camilo Torres de la Universidad de Antioquia, donde estaba participando en el Seminario Internacional sobre Desaparición Forzada: pasos hacia la construcción de memoria histórica, que concluyó este miércoles en Medellín. Con un dolor contenido, me narró lo ocurrido el día que se llevaron a su hijo, de 15 años de edad.
“Después de la Operación Orión, en octubre de 2002, la situación de seguridad se puso muy maluca en el barrio El Salado, donde vivíamos. Entonces decidí enviar a mi hijo Jorge Mario a la casa de mi hermana que vive en el corregimiento San Antonio de Prado”, narra la señora.
“Mi hijo llevaba allá como seis días”, continúa Gladys. “Cuando fue retenido mientras presenciaba, junto a una prima, un partido de fútbol en la cancha del corregimiento. Se le acercaron dos tipos de civil y le dijeron que necesitaban hablar con él. Jorge Mario les preguntó que para qué lo necesitaban y le respondieron que le querían hacer unas preguntas. Él se resistió, pero los hombres se le enojaron e insistieron que debía hablar con ellos, que sólo le iban a hacer dos preguntas sobre la situación de la comuna 13 porque, supuestamente, él sabía mucho”.
A Gladys se le quiebra la voz y hace una pausa. Me mira con los ojos llorosos, impotente, y hace silencio. Tras un largo suspiro, vuelve a su historia.
“Esos hombres le decían que él sabía mucho de lo que estaba pasando en el barrio El Salado, donde nosotros vivíamos y quería que les contara cosas de allá. Le prometieron que le hacían dos preguntas y lo dejaban ir. Mi hijo se paró, temeroso, y fue conducido a un vehículo particular. Desde ese momento comenzó el drama para nuestra familia”.
Al saber de la retención por boca de su sobrina, Gladys se trasladó a San Antonio de Prado para enterarse de los detalles y, de pasó, colocó el denuncio. Las horas comenzaron a transcurrir lentas, sin noticias de su hijo y agobiados por la idea de que estuviera muerto.
“Al otro día, a eso de las 9 de la mañana, nos llamaron de la estación de policía y nos dijeron que no nos preocupáramos porque Jorge Mario había aparecido y estaba bien. Mi hermana, que contestó el teléfono, les preguntó que dónde estaba para ir a recogerlo, y le comunicaron que ellos mismos lo llevaría a la casa”.
Pero las horas pasaron y el joven no llegaba. Cansada de esperar, Gladys decidió ir a la estación de policía y verificar qué había pasado.
“Hablé personalmente con el policía que nos llamó y me remitió a un teniente de la Sijin que sabía de mi hijo y me dio una noticia que me dejó perpleja: Jorge Mario no estaba allí. Se lo había llevado el Ejército horas antes. Lo que me dijeron es que sabía muchas cosas de la comuna 13 y lo necesitaban para hacer unos allanamientos. Y nunca regresó”.
La voz, de nuevo, se le quiebra a Gladys y sus ojos revelan la profunda tristeza. De nuevo guarda silencio. Espera. Suspira otra vez, y continúa:
“Varios vecinos míos del barrio El Salado me dijeron que el Ejército pasó con mi hijo, encapuchado, “dando dedo” dicen ellos y participando en allanamientos. Lo utilizaron como informante. Pero mi pregunta es qué hicieron con él. Nadie me da razón de Jorge Mario en todos estos años”.
La familia de Jorge Mario recibió varias llamadas durante algunos días. Un hombre insistía en advertirles que lo dejaran de buscar, que “dejaran las cosas así”, como se dice. Gladys asegura, esta vez con voz segura, que su hijo no estaba involucrado en asuntos ilegales, pero algunos de sus amigos tal vez sí. Para ella, el crimen del menor fue vivir en un barrio agobiado por la violencia.
Gladys asistió a este seminario no sólo para exponer su caso, sino para buscar allí una luz, como dice ella, que le ayude a saber dónde está su hijo. No pretende ninguna reparación económica, sino la verdad.
“Yo necesito saber de mi hijo. Las personas que se lo llevaron deben tener información. Si, supuestamente, la Policía lo tuvo y se lo entregó al Ejército, entonces el Ejército tiene qué saber de él. Si me lo mataron y lo enterraron, que me lo entreguen. Yo necesito que, por favor, me hagan saber algo de mi hijo. Yo necesito saber la verdad”.
La verdad aún no llega a La Esperanza
Ni siquiera el fulminante ataque al corazón que ocasionó su muerte pudo apagar esa pequeña luz de esperanza que María Engracia Hernández albergó hasta último momento de ver de nuevo a sus dos hijos y su yerno o, por lo menos, saber que fue lo que pasó con ellos.
“No fue una muerte en paz. Se quedó esperando verdad y justicia”, dice Flor Gallego, su hija, quien la acompañó hasta sus últimos días. Ahora, le tocará a ella continuar con esa lucha por la verdad y contra la impunidad que libró junto a su madre María Engracia desde el mismo día en que los hombres de las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio, al mando de Ramón Isaza, ingresaron a la vereda La Esperanza, municipio de Carmen de Viboral, un mes de julio de 1996.
“Las desapariciones comenzaron un 7 de julio”, recuerda Flor con pasmosa precisión. A partir de ese momento comenzó una de las mayores tragedias para su familia. Lo que ella nunca imaginó es que, semanas después, su drama lo vivirían familias enteras de esa misma vereda.
Ese día, paramilitares al mando de Ramón Isaza ingresaron a La Esperanza y se llevaron a su hermano Juan Carlos Gallego Hernández, un joven catequista que en ese momento oficiaba como el promotor de salud veredal. El hecho conmocionó bastante a la familia, pues la calidad humana del joven no daba pie a malas insinuaciones o presagios. Y aunque el golpe ya era bastante duro, lo peor aún estaba por venir.
Tan sólo dos días después, un 9 de julio, los paramilitares incursionaron de nuevo en La Esperanza. “Ese día estaba en casa de mi mamá cuando me dieron la noticia de que los paramilitares habían ingresado a la vereda y se habían llevado a mi esposo Hernando Castaño. Apenas me estaba reponiendo de ese golpe tan duro cuando, una hora más tarde, nos dijeron que los ‘paras’ también se habían llevado a mi hermano Octavio de Jesús (Gallego)”, relata.
Ese fatídico 9 de julio fue el último día en que la comunidad tuvo noticias de Jaime Alonso Mejía. Pero la situación no pararía allí. El 26 de julio se llevaron a María Cedima Gallego y un 27 de diciembre del mismo año fue desaparecido Leonidas Cardona.
En un lapso de seis meses fueron desaparecidas forzosamente 19 personas de La Esperanza. La vida no volvió a ser la misma. José Eliseo, padre de Flor, no soportó tanto dolor y falleció 16 meses después. Según ella, no fue el único que enfermó después de vivir tanta atrocidad.
“El señor Jesús es el que me ha ayudado a soportar todo esto”, agrega. Y no es para menos. A pesar de la fuerte presión de los paramilitares, Flor alentó a la comunidad a denunciar, incluso con nombres propios. Nadie se amilanó, pero las amenazas no se hicieron esperar.
“En el año 2000 Ramón Isaza desplazó a todos los pueblos ubicados a la orilla de la autopista Medellín-Bogotá, entre ellos La Esperanza. Retornamos seis meses después, pero en el 2001 me tocó desplazarme de nuevo. Desde eso vivo aquí en Medellín”, menciona.
Hoy, 13 años después de estos hechos, la comunidad de la Esperanza aún espera conocer la verdad de lo que pasó. También exigen reparación, pero más que una compensación económica, lo que exigen del Gobierno nacional es que se dignifique la memoria de las víctimas.
“En sus diligencias de versión libre, Ramón Isaza ha justificado sus acciones aduciendo que se trataban de “auxiliadores de la guerrilla”. Pueden hablar con el que quieran y comprobarán que se trataba de personas honestas, trabajadoras, que nada tenían que ver. Por eso, además de la verdad, exigimos que se limpie su memoria”, aclara Flor, quien resume en una frase todo lo que ha sentido a lo largo de estos años: “La desaparición forzada y la impunidad duelen más que la misma muerte”.
Agencia de Prensa IPC, Medellín, Colombia, www.ipc.org.co/agenciadeprensa
https://www.alainet.org/es/active/32327
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