Parece que el presidente Bush quiere incendiar el mundo. No es la primera vez que un poderoso actúa como un loco caprichoso. Nerón, emperador romano, mandó incendiar Roma. Hitler decidió que Europa pertenecía a Alemania. Ahora Bush quiere bombardear Irak para saciar su sed de venganza provocada por los atentados terroristas que sufrieron los Estados Unidos el 11 de setiembre del 2001. En verdad Bush quiere una guerra para salvar su prestigio político, que están en baja. La economía de los Estados Unidos va mal, los escándalos de fraudes en grandes empresas se multiplican, el pueblo no se conforma con que su país haya sufrido un ataque tan certero por parte de Bin Laden sin que la CIA ni el FBI hubiesen podido evitarlo. Incentivado por la industria bélica, Bush quiere terminar la obra que su padre comenzó y no terminó cuando fue presidente de los Estados Unidos: la caída de Sadam Husein, presidente de Irak. Sucede que los países afiliados a la ONU debieran, en principio, pedir permiso al Consejo de Seguridad antes de declarar la guerra a otro. Pero hace ya años que la ONU dejó escurrir su autoridad por el colador y se dobla ante los caprichos de la Casa Blanca. Sin pedir permiso a la ONU, en 1970 los Estados Unidos atacaron a Camboya, bajo el pretexto de que las tropas de Vietnam se refugiaban allí. La ONU hizo la vista gorda. En 1981 Israel destruyó un reactor nuclear de Irak. La ONU, apoyada por los Estados Unidos, condenó el ataque, pero Israel no sufrió ningún castigo. En 1986 Reagan ordenó un ataque a Libia después que soldados de los Estados Unidos fueron asesinados en Alemania. La ONU hizo como que no se enteró. A fines del siglo 19 Bufalo Bill exterminó a millares de indios con el pretexto de abrirle paso a la civilización. Hoy este nombre produce vergüenza. Parece que el viejo asesino de indios sioux se reencarnó en el espíritu belicoso de Bush Junior. Traducción de José Luis Burguet