Los movimientos sociales en el Ecuador de Rafael Correa

21/10/2007
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En un hermoso texto de militancia intelectual y política, Gabriel Salazar, el destacado historiador chileno, defendía una definición amplia de lo que debía entenderse por “movimientos sociales”.  En Chile casi todos los académicos los identifican con grupos más o menos numerosos en movilización callejera protagonizando protestas sociales.  Como de eso hay poco en Chile (aunque la situación parece estar cambiando por las recientes movilizaciones obreras), la conclusión es obvia: los movimientos sociales son débiles o inexistentes luego de más de tres décadas de neoliberalismo.  Salazar se niega a aceptar tal veredicto.  Para él, “los movimientos sociales no dejan de moverse jamás, ni siquiera después de una derrota sangrienta (…) la historia de Chile muestra ciclos de irrupción pública de los movimientos sociales y ciclos de sumergimiento.  Como olas que revientan y luego se pierden en su resaca (…) así como hay períodos en que los movimientos sociales irrumpen en el espacio público con organización y objetivos políticos (o sin ellos), con capacidad de negociación (o sin ella), así también hay períodos en que los movimientos sociales, a solas consigo mismos, sistematizan sus recuerdos, retejen sus redes asociativas, expresan culturalmente su nueva rebeldía, construyen nuevos objetivos políticos y nuevos repertorios de lucha”[1].

En Ecuador, como en el resto del continente, el neoliberalismo ha promovido ciclos de repliegue y ciclos de emergencia pública de los movimientos sociales.  Su implantación es tanto el producto del debilitamiento de las organizaciones populares, como un modelo económico cuya aplicación pretende profundizar la dispersión, la desorganización y la anomia social.  No siempre lo logra, pero lo intenta sistemáticamente.  Por eso, a lo largo de casi tres décadas de aplicación intermitente de su conocido recetario, se ha producido una combinación de procesos estructurales y políticos que tienden a debilitar el tejido organizativo en los sectores populares y medios.  Empiezo mostrando cómo durante el período de su hegemonía se han fortalecido las tendencias a debilitar las organizaciones populares y luego muestro cómo su reciente crisis abre expectativas de reconstruirlas y fortalecerlas.

El modelo en acción

Entre los factores estructurales, en las últimas décadas
se ha producido una fragmentación de los espacios territoriales locales por efectos de la llamada globalización, lo que reduce las solidaridades de vecindad.  Se ha profundizado la diversificación de las condiciones laborales y culturales de técnicos y trabajadores manuales; lo que dificulta su integración organizativa.  Además, desde hace veinte años al menos, las regiones campesinas serranas vivieron una brutal aceleración de su marginalidad económica y social.  Las actividades no agrarias empezaron a dominar en las zonas rurales de la sierra y se intensificó la vieja migración temporal hacia las ciudades o hacia las zonas de agricultura de exportación de la costa.  Esto se acompañó desde fines del siglo pasado por una masiva oleada de migración internacional que ha desprovisto a muchas regiones de sus miembros jóvenes, dinámicos y audaces que eran muchas veces dirigentes sociales locales.  La atomización del empleo urbano, siempre presente en la estructura económica nacional, pero masificada y endiosada con el neoliberalismo, se aceleró con la des-industrialización, la reducción del empleo público y la tercerización de los servicios empresariales.  No solo disminuyó la ya raquítica tasa de sindicalización, sino que se fragilizaron las condiciones de vida de las clases medias, de los funcionarios y los administradores.  El pequeño comercio y los pequeños talleres de servicios compiten no solo contra los grandes centros comerciales en las ciudades, sino contra la competencia del empleo informal y las ventas callejeras.  Estos sectores dependen de una muy poco estudiada red de intermediarios que los ligan a los importadores, a la frágil industria local y a los monopolios de la comercialización.  Entre las clases medias, solo el empleo público y las organizaciones heterogéneas de los transportistas permiten todavía cierta organización laboral estable.

Como resultado organizativo y político, la precarización del empleo, la des-campesinización y la persistente atomización del trabajo informal, parecen estar reforzando la anomia social.  Solo las organizaciones comunitarias indígenas de la sierra y algunos movimientos regionales, generalmente abanderados por las instancias estatales del gobierno local, conservan todavía cierta capacidad de movilización.  Ellos son herederos de un “vacío de poder” en zonas rurales relativamente alejadas de los circuitos exportadores, donde organizaciones de base comunitaria tomaron parte del control de sus localidades.  Pero, fuera de este caso particular, predomina por todos lados una explosiva combinación de desorganización en la base y de descontento social por la fragilidad de las condiciones de sobre-vivencia a las que el modelo económico arroja a la gran mayoría de desposeídos.  Como el neoliberalismo agrava las desigualdades sociales, el descontento se dirige con fuerza contra los pequeños grupos de beneficiarios del empobrecimiento de la mayoría.  Esta sensación de privación y fragilidad agita a los pobres pero también a los sectores medios.  En el ambiente domina la idea de que hay una clausura en las oportunidades y una patente injusticia en el reparto del progreso.

Desde un punto de vista político, el neoliberalismo ha tendido a debilitar los acuerdos corporativos que se establecieron durante el siglo XX, que defendían derechos laborales, favorecían la intermediación organizativa en la provisión de bienes y servicios públicos, y que servían de incentivo a la organización social. 
En efecto, el neoliberalismo busca reducir costes laborales por lo que desalienta constantemente la organización gremial y sindical mediante una legislación restrictiva.  Además, el neoliberalismo insiste en políticas sociales personalizadas y focalizadas que eluden constantemente cualquier intermediación organizativa en la provisión de los servicios públicos.  En síntesis, debido a estas políticas públicas explícitas, las reformas neoliberales han debilitado al pequeño movimiento obrero.  Solo los trabajadores de ciertas empresas públicas mantienen una apreciable tasa de sindicalización y de movilización.  El movimiento urbano ha sido sometido por el clientelismo municipal y por el abandono de casi todo activismo político socialista después de la caída del Muro de Berlín.  El sectarismo de la práctica de ciertas fracciones de la izquierda llevó a la anulación de todo movimiento estudiantil autónomo.  Como dijimos antes, solo el poderoso movimiento indígena logró romper con la monotonía de debilidad social.

El rol de la Iglesia

Un factor crucial en este debilitamiento de los procesos organizativos en los sectores populares tiene que ver con un giro en la actividad de la Iglesia Católica, estructura organizativa fundamental en la historia de gran parte de los movimientos sociales del continente.  La Iglesia de los Pobres, aquella que se identifica con los postulados de Medellín (1968) y de Puebla (1979), con los preceptos de la Teología de la Liberación y que considera que Jesús no es un ser neutral, sino que siempre se pone del lado de los pobres; vivió en Ecuador entre los años 1970 y 1980 su momento más poderoso y vital.  En los años 1990 y 2000, en cambio, ha vivido un proceso de franco retroceso, dispersión y fragmentación.  ¿Cuáles son los elementos que influyeron más decisivamente en esa trayectoria?

En los años 1970 y 1980 se vivió un auge de la lucha social y política en toda América latina, expresada en la reforma agraria, la defensa de los derechos humanos contra las dictaduras y la primeras pugnas por la resistencia al giro neoliberal de nuestras economías.  El aspecto más relevante de ese proceso fue sin duda la revolución sandinista en Nicaragua y la guerra civil de El Salvador, donde el protagonismo de los sectores de la Iglesia de los Pobres, se convirtió en un referente, un ejemplo y un decisivo factor de identidad latinoamericana entre los sectores de iglesia popular.  En Ecuador, estos sectores de Iglesia lograron coordinarse justamente alrededor de esos elementos: el vínculo y la solidaridad con los procesos revolucionarios centroamericanos, la defensa de los derechos humanos y el apoyo al emergente movimiento campesino e indígena.  Adicionalmente, la figura de monseñor Leonidas Proaño, con su carisma, liderazgo y decidido compromiso liberador, permitía la confluencia y comunicación de todas estas vertientes políticas dentro de la Iglesia.

El panorama político latinoamericano en los años 1990 y 2000 cambió radicalmente en casi todos sus referentes básicos.  La señal del cambio vino también de Centroamérica: la derrota electoral sandinista en los primeros días de febrero de 1990 y los acuerdos de paz de El Salvador, seguidos de la derrota electoral del FMLN en 1992.  Coincidiendo con esos procesos, la muerte de Leonidas Proaño en 1988 privó de un referente simbólico y práctico, y de un liderazgo que generaba confianza en todos los sectores de Iglesia comprometida.  La propia Iglesia vivió su contrarreforma.  Desde 1979 se conoció un sistemático esfuerzo centralizador que en América Latina consistió en desmontar todo el aparato eclesial institucional que se alineaba con la Teología de la Liberación.

Ese fue el legado de dos décadas conservadoras y de ofensiva capitalista.  Ya no se trataba de mostrar que las alternativas existentes (el socialismo) eran peores que el sistema capitalista, sino que no existe alternativa posible.  Y esa táctica ha tenido éxito: las opciones prácticas de trabajo popular han perdido el común referente político de una alternativa global al sistema capitalista al que siempre se opusieron.  Como resultado, la dispersión y la fragmentación política se corresponde con distintas comprensiones de cuál debe ser la alternativa global a las estructuras de dominio que persisten en Ecuador, América Latina y el mundo.

No hay mal que dure 100 años…

Pero los años de absoluta hegemonía neoliberal parecen estar llegando a su fin.  Siempre hubo resistencias y las luchas defensivas generaron su propio proceso organizativo en la base.  El propio neoliberalismo engendró varias de las coordenadas de su agotamiento.  Las reestructuraciones económicas que promovió fuero tan duras y sus resultados económicos fueron tan ambivalentes, que muchos grupos empresariales, no solo sectores populares y medios, mostraron constantemente su creciente descontento.  Las emergentes alternativas de gobiernos de izquierda en América Latina así como sus esfuerzos de integración regional parecen hacer renacer las expectativas de que tal vez sí existe alguna alternativa al sistema capitalista o al menos al modelo neoliberal, que es su rostro más reciente.  Este es un cambio todavía reciente y de difícil pronóstico en cuanto a su dirección final y su profundidad.  Pero no hay duda de que en Ecuador, e
l gobierno de Alianza País ha significado una cristalización de esas expectativas de cambio, una canalización de la ira social desatada por las exclusiones del modelo y una oportunidad para el renacimiento de la militancia y el activismo radical tanto entre los sectores populares como ente las clases medias, y especialmente entre los jóvenes.

Pero s
in protagonismo popular no hay verdadero proyecto de liberación.  Solo ese protagonismo puede asegurar que los cambios en el modelo económico, en la estructura política y en los valores culturales, sean suficientemente profundos.  Pero ese protagonismo es imposible sin formas propias de organización que les permitan entender, expresar, priorizar y batallar por sus intereses de largo plazo.  Esta tarea es fundamental para transformar de raíz el legado de casi tres décadas de neoliberalismo.  Una forma básica de combatir y de resistir al neoliberalismo es persistiendo con constancia en la búsqueda de hacer más densas, más numerosas, más poderosas y más exigentes a las organizaciones sociales y populares.  Si el intento de superar el neoliberalismo es sincero y se realiza un esfuerzo sistemático e inteligente por promover la organización popular desde el Estado, pugnando por mantener su autonomía política, se presentaría por primera vez en décadas un contexto medianamente favorable para vencer algunas de las principales restricciones existentes al protagonismo popular en la política.

¿Cuál ha sido la política del gobierno de Alianza País al respecto? Aunque el gobierno ha logrado canalizar inteligentemente gran parte de las expectativas populares de cambio y ha dado señales importantes de un giro en la conducción económica; su política de organización social está todavía en deuda con el futuro y con el proyecto que proclama.  Como dijo Mario Unda hace poco: “El gobierno pudo haber aprovechado la ejecución de sus políticas sociales para acercar a los movimientos a su propuesta y, de paso, fortalecerlos; no quiso dar el paso.  Pudo haber aprovechado sus pugnas con los grupos dominantes para concitar la movilización masiva de los movimientos y hacer retroceder a los dueños del poder y del dinero; tampoco quiso hacerlo.  Pudo, finalmente, haber aprovechado la próxima elección para la Asamblea Constituyente como un mecanismo para crear y fortalecer un amplio espacio de encuentro entre todas las fuerzas políticas y sociales que apuntan al cambio; no dio ese paso”[2].

La organización es indispensable

O se hacen alianzas con las organizaciones existentes o se construyen otras, pero sin organización popular no habrá cambio duradero.  El gobierno necesita su base social propia, y está empeñado en construirla.  Daría la impresión de que la aplastante victoria del 30 de septiembre en las elecciones para asambleístas constituyentes, en las que el movimiento político del gobierno barrió con todos los demás partidos y movimientos y alcanzó en primera vuelta una votación de más del 60%, inédita desde los tiempos del caudillo José María Velasco Ibarra; refuerza la idea de que todo depende ahora de la construcción de la estructura organizativa y política propia de Alianza País.  Esos resultados solo pueden ser motivo de gran alegría en el campo popular, entre otras, por dos razones: por la bancarrota generalizada del sistema de partidos y movimientos de la derecha política; y por la capacidad del gobierno para romper con la tradicional ruptura política entre la costa y la sierra, sin lo cual no es posible transformar el país.  Pero al mismo tiempo queda una inquietud: si solo el gobierno y su movimiento reparten las cartas políticas del momento dentro del campo de las izquierdas, ¿qué espacio están dispuestos a dar a la autonomía de las organizaciones populares? En este futuro de expectativas y oportunidades para un cambio social radical basado en el protagonismo popular, el gobierno de la revolución ciudadana necesita algo más que ciudadanos individuales.  Necesita redes organizativas, colectivos deliberantes, estructuras políticas y organizativas sin las cuales los pobres no podrán transformar el balance de poder que los llena de desventajas frente a quienes los empobrecen.


- Pablo Ospina Peralta es profesor del área de historia de la Universidad Andina Simón Bolívar, investigador del Instituto de Estudios Ecuatorianos y militante de la Comisión de Vivencia, Fe y Política.



[1] Gabriel Salazar, La nueva historia y los nuevos movimientos sociales, En G.  Salazar.  La historia desde abajo y desde dentro.  Santiago: Facultad de Artes.  Universidad de Chile.  Departamento de Teoría de las Artes.  Colección Teoría, pp.  425 y 427.

[2] Incertidumbre a las puertas del cambio en Ecuador.  En América latina en movimiento.  Publicación internacional de ALAI.  No.  423.  Año XXI.  II Época.  Quito: ALAI.

https://www.alainet.org/es/active/23054
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