Uruguay: la banalidad digitalizada
30/08/2006
- Opinión
La televisión digital se acerca a pasos agigantados. Es posible que en poco tiempo los telespectadores uruguayos, luego de modificar nuestros receptores o adquirir otros que se adaptan a las nuevas alternativas de la modernidad, podamos arribar al objetivo de comenzar a recibir programas como el de Tinelli u otros del mismo nivel “cultural”, en ese sistema, con mejor visión a lo que se suma una más ajustada definición, un sonido envolvente y sin deficiencias, o asistir a los partidos trasmitidos desde el Estado Centenario o algunas canchas chicas, en que ningún detalle se nos escapará. Habremos tocado el cielo de la tecnología con las manos, pese a que de otro lado, el de los contenidos, todo seguirá igual o peor.
Claro que igualmente no podremos, como hasta ahora, enfrentarnos a la imagen más trágica que es la no transmitida. La imagen ausente, censurada: la de los muertos, los heridos, los mutilados. Las vidas humanas. “Ese detalle”, como decía Eduardo Galeano.
El ejercicio de ciudadanía es un proceso de aprendizaje al que contribuyen las diferentes instituciones presentes en la sociedad, entre ellas los medios de comunicación. Desde un medio de comunicación siempre se construye ciudadanía: se puede ayudar al fortalecimiento de una ciudadanía activa y participativa o se puede fomentar una ciudadanía pasiva vinculada únicamente con el consumo.
Pero, queda claro, que sin la ciudadanía activa la Nación como conglomerado soberano, no existe. ¿Qué plantea de antemano la televisión digital? Será un mecanismo interactivo, pero para la acumulación, en que cualquier persona -claro, cuando la técnica esté afiatada y la URSEC apruebe la “reglamentación” pertinente (faltaba más)-, pueda desde su sala, con dos o tres órdenes, introducirse en un sistema personalizado e interactivo y observar -pago plus mediante-alguna película no programada en la cartelera general.
Por ello, cuando los uruguayos hemos abandonado nuestra potestad de fijar pautas como Nación para regular a los medios de comunicación electrónicos, cuyas ondas les cedemos a privados para que hagan sus negocios en los cuales los mismos uruguayos somos nada más que clientes cautivos, es que parece poco seria la discusión que se está verificando en la epidermis de un problema que es esencial para el Uruguay como Nación soberana.
En una exposición que tuvimos la responsabilidad de realizar en el marco del Forum de las Culturas de Barcelona, manejamos algún ejemplo que asombró a muchos representantes de los medios audiovisuales allí presentes, y que está vinculado con la liviandad con que en el Uruguay se sigue manejando la relación entre el Estado y los medios, sobre los que no existe regulación alguna. Hablamos de las contrapartidas que los mismos deberían otorgar por ser permisionarios de ondas que son de todos. Hablamos en la oportunidad de la única regulación que tuvo vigencia hasta hace un tiempo, hoy también en desuso, que tenía que ver con el horario de protección al menor. Inaplicable e insustancial: sin ingresar en las telarañas mentales de quién impuso ese arbitrio vinculado eventualmente al sexo, decimos que la misma es de hecho inaplicable, porque mientras algunos medios locales acatan la modalidad del horario de protección al menor, la tecnología hoy existente permite la recepción globalizada de las ondas, con innumerables canales por vía satelital, impide en los hechos que esa única regulación horaria de contenidos se aplicara con alguna efectividad.
“Horario del protección al menor”, absurda denominación -además-, pues en el mundo de hoy los menores no tienen horarios muy distintos a los de los mayores y además, lamentablemente, el objetivo de la regulación es resguardar a los jóvenes y a los niños de escenas de sexo, en base a una moral más que discutible, producto de telarañas mentales, que se opone a las libertades, sin reparar que -por ejemplo- se permite que la violencia sea uno de los contenidos más buscados y consumidos por esos mismos seres a que se quieren resguardar. Por aquí no se exige ninguna contrapartida educativa, ni social, ni de defensa de valores esenciales de la democracia, como pueden ser la fundamental “democratización de la información”, concepto que escapa a todos los contenidos de las emisoras nacionales por más que algunas, en un afán de trascendencia, tratan de mostrarse en un camino más adecuado a estas existencias.
Este es un punto de tantos otros, que muestran las dificultades de cualquier tipo de regulación. Especialmente la que se quiera aplicar en el marco del descontrol total que ha significado, desde siempre, el otorgamiento de ondas del Estado, en base al mecanismo del favor político. En el tema del “horario de protección al menor”, extremo por otra parte en desuso, se mostró una lamentable ligereza y una tonta insustancialidad, pues los menores a “salvar” no se recuperarían con este ridículo arbitrio ni quienes observan escenas de sexo, se han derrumbado en un declive moral que los inhabilita para vivir en sociedad.
El fenómeno planetario
Coincidimos con Ignacio Ramonet que en muchas regiones del mundo, los dirigentes políticos han cedido poder a los grupos con influencia mediática, capaces de manejar la información a nivel local y planetario. Esa caracterización se puede aplicar, perfectamente, a la situación que se verifica en nuestro país.
Todo el fenómeno de las privatizaciones no es más que una transferencia del poder del Estado al poder privado, es decir que el gran enfrentamiento en esta época de la globalización es el enfrentamiento entre el mercado y el Estado.
Nuestros sucesivos gobiernos, mucho antes de que el proceso de las privatizaciones fuera considerado un elemento paradigmático que mostraba, para algunos, el “buen camino emprendido”, aplicaron de manera abierta la dilapidación del recurso, cediendo las ondas de radiofonía y TV, sin dejar ningún punto del país al descubierto. Fue un continuo ceder a la actividad privada de ondas sin reclamar contrapartidas, pero también una forma de intentar la devolución del favor político otorgado por parte del gobernante de turno.
Son cientos de radios y canales de TV que se entregaron a correligionarios políticos de los gobernantes de turno o, a algunas empresas “madres”, que por la vía de los hechos, terminaron por configurar un monopolio que, obviamente, distorsionó la transmisión informativa y, además, dejó cautiva a la población de empresas que además de buscar el lucro como único objetivo, que es un elemento vinculado a la lógica del sistema, apoyaron siempre a los gobiernos de turno, dejando de lado al pluralismo informativo. ¿Se necesitan ejemplos?
Como utilizando un Caballo de Troya, en el Estado se introdujeron empresarios o políticos con mentalidad de objetivo privatizante que, en realidad, son los que lo vaciaron de muchas de sus prerrogativas, en particular de su función de actor regulador, que es mucho más trascendente que su lamentable tarea como actor económico, para lo cual generalmente requieren de mecanismos distorsionados, como los monopólicos, que solo sirven para lesionar su función en el marco de una sociedad que, evidentemente, no es esa y para castigar a quienes somos consumidores cautivos de lo que no deberían producir, pero si regular.
Nos preguntamos a esta altura: En ese contexto, los medios de comunicación, ¿tienen como función principal de dar elementos que sirvan para convencer al conjunto de la población de que hay que hacer reformas esenciales para el país? ¿Pueden incidir informativamente en mostrar cual es la realidad objetiva en cualquier conflicto, haciendo sonar -por lo menos eso- las distintas campanas?
Obviamente los medios, como grupos industriales y económicos, van a beneficiarse de esas reformas. Por consiguiente, vemos que existe una alianza entre el mensaje de la globalización en favor de lo privado y en favor del capital, y esos grupos mediáticos que encuentran su provecho difundiéndolo.
Pocas veces en la historia ha habido una democratización de la información que se haya dado por la vía de los hechos, más allá de la índole de algunos propietarios de medios de comunicación y de regímenes de concesión de ondas, como el uruguayo, claramente antidemocrático por el privilegio que consagró.
Sin embargo es una situación cambiante de una fluidez sorprendente que hace caducar esas propias prácticas de política menuda. Los medios, afines a los gobiernos blancos y colorados, ya no pueden mantener un férreo monopolio informativo. Hoy, además de la prensa escrita, la radio y la televisión, ha venido a añadirse Internet, un verdadero inabarcable continente nuevo.
En los últimos años, la propia televisión ha conocido un desarrollo cuantitativo importante, aunque en lo cualitativo -lamentablemente- ha seguido privando la comunicación pasatista, mayoritariamente desechable, la información basada en buenos señores y señores que leen noticias que elaboran otros, en una insustancial forma de mostrar cómo los uruguayos seguimos aferrados a formas anquilosadas y desprolijas de creación periodística.
Por suerte con Internet se abrió una ventana a un mundo sin fronteras. Hoy, en un hogar de clase media hay ya una capacidad de recibir información como nunca en la historia. Ello provoca una modificación esencial en el manejo informativo, pues las cortapisas de otrora ya no tienen efectividad y los buenos señores y señores que leen frente a las cámaras, ya logran casi ningún andamiento
Los flujos informativos se convierten en imparables y los manejos mediáticos se hacen cada vez más ineficaces.
Ramonet sostiene que en esta época de la globalización -por otra parte- las empresas de los medios de comunicación tienden a querer dominar un mercado cada vez más importante. Esto hace que los grupos mediáticos, que antes eran locales o nacionales, hoy tiendan a ser por lo menos regionales, continentales o a veces, planetarios, como es el caso de la CNN, que desde finales de los años 80 ha tenido como objetivo el dirigirse al mundo entero.
Este es el panorama que hace cada vez más difícil que definamos una política nacional de comunicación, pues el concepto de Nación, obviamente, se lesiona a cada minuto que pasa por las nuevas modalidades de la globalización. Y menos aún si buscamos esas definiciones en reuniones de “amigos”, sin darle participación a los profesionales de la actividad y, por supuesto también, a los receptores que, obviamente, tienen mucho para decir.
Es evidente que se deben analizar todos los aspectos de la situación para lo que es necesario -repetimos- una discusión abierta con todos los actores. Es tan ridículo como inefectivo, realizar reuniones de “amigos” o “genios” políticos, como algunas que se intentaron, sin integrar a necesarios actores en el análisis de problemática que exige la suma de experiencias. Se derrocharon palabras, se construyeron documentos, sin enriquecer la discusión en base a su democratización.
Como corolario de tanta desubicación en su oportunidad hasta se planteó la creación de un Ministerio de la Comunicación, absurdo del absurdo, cuando todavía no se habían definido las políticas. Apareció el elemento burocrático antes de tener en cuenta los caminos a recorrer.
Es aquello de poner la carreta delante de los bueyes.
Carlos Santiago es periodista. Secretario de redacción de Bitácora.
Claro que igualmente no podremos, como hasta ahora, enfrentarnos a la imagen más trágica que es la no transmitida. La imagen ausente, censurada: la de los muertos, los heridos, los mutilados. Las vidas humanas. “Ese detalle”, como decía Eduardo Galeano.
El ejercicio de ciudadanía es un proceso de aprendizaje al que contribuyen las diferentes instituciones presentes en la sociedad, entre ellas los medios de comunicación. Desde un medio de comunicación siempre se construye ciudadanía: se puede ayudar al fortalecimiento de una ciudadanía activa y participativa o se puede fomentar una ciudadanía pasiva vinculada únicamente con el consumo.
Pero, queda claro, que sin la ciudadanía activa la Nación como conglomerado soberano, no existe. ¿Qué plantea de antemano la televisión digital? Será un mecanismo interactivo, pero para la acumulación, en que cualquier persona -claro, cuando la técnica esté afiatada y la URSEC apruebe la “reglamentación” pertinente (faltaba más)-, pueda desde su sala, con dos o tres órdenes, introducirse en un sistema personalizado e interactivo y observar -pago plus mediante-alguna película no programada en la cartelera general.
Por ello, cuando los uruguayos hemos abandonado nuestra potestad de fijar pautas como Nación para regular a los medios de comunicación electrónicos, cuyas ondas les cedemos a privados para que hagan sus negocios en los cuales los mismos uruguayos somos nada más que clientes cautivos, es que parece poco seria la discusión que se está verificando en la epidermis de un problema que es esencial para el Uruguay como Nación soberana.
En una exposición que tuvimos la responsabilidad de realizar en el marco del Forum de las Culturas de Barcelona, manejamos algún ejemplo que asombró a muchos representantes de los medios audiovisuales allí presentes, y que está vinculado con la liviandad con que en el Uruguay se sigue manejando la relación entre el Estado y los medios, sobre los que no existe regulación alguna. Hablamos de las contrapartidas que los mismos deberían otorgar por ser permisionarios de ondas que son de todos. Hablamos en la oportunidad de la única regulación que tuvo vigencia hasta hace un tiempo, hoy también en desuso, que tenía que ver con el horario de protección al menor. Inaplicable e insustancial: sin ingresar en las telarañas mentales de quién impuso ese arbitrio vinculado eventualmente al sexo, decimos que la misma es de hecho inaplicable, porque mientras algunos medios locales acatan la modalidad del horario de protección al menor, la tecnología hoy existente permite la recepción globalizada de las ondas, con innumerables canales por vía satelital, impide en los hechos que esa única regulación horaria de contenidos se aplicara con alguna efectividad.
“Horario del protección al menor”, absurda denominación -además-, pues en el mundo de hoy los menores no tienen horarios muy distintos a los de los mayores y además, lamentablemente, el objetivo de la regulación es resguardar a los jóvenes y a los niños de escenas de sexo, en base a una moral más que discutible, producto de telarañas mentales, que se opone a las libertades, sin reparar que -por ejemplo- se permite que la violencia sea uno de los contenidos más buscados y consumidos por esos mismos seres a que se quieren resguardar. Por aquí no se exige ninguna contrapartida educativa, ni social, ni de defensa de valores esenciales de la democracia, como pueden ser la fundamental “democratización de la información”, concepto que escapa a todos los contenidos de las emisoras nacionales por más que algunas, en un afán de trascendencia, tratan de mostrarse en un camino más adecuado a estas existencias.
Este es un punto de tantos otros, que muestran las dificultades de cualquier tipo de regulación. Especialmente la que se quiera aplicar en el marco del descontrol total que ha significado, desde siempre, el otorgamiento de ondas del Estado, en base al mecanismo del favor político. En el tema del “horario de protección al menor”, extremo por otra parte en desuso, se mostró una lamentable ligereza y una tonta insustancialidad, pues los menores a “salvar” no se recuperarían con este ridículo arbitrio ni quienes observan escenas de sexo, se han derrumbado en un declive moral que los inhabilita para vivir en sociedad.
El fenómeno planetario
Coincidimos con Ignacio Ramonet que en muchas regiones del mundo, los dirigentes políticos han cedido poder a los grupos con influencia mediática, capaces de manejar la información a nivel local y planetario. Esa caracterización se puede aplicar, perfectamente, a la situación que se verifica en nuestro país.
Todo el fenómeno de las privatizaciones no es más que una transferencia del poder del Estado al poder privado, es decir que el gran enfrentamiento en esta época de la globalización es el enfrentamiento entre el mercado y el Estado.
Nuestros sucesivos gobiernos, mucho antes de que el proceso de las privatizaciones fuera considerado un elemento paradigmático que mostraba, para algunos, el “buen camino emprendido”, aplicaron de manera abierta la dilapidación del recurso, cediendo las ondas de radiofonía y TV, sin dejar ningún punto del país al descubierto. Fue un continuo ceder a la actividad privada de ondas sin reclamar contrapartidas, pero también una forma de intentar la devolución del favor político otorgado por parte del gobernante de turno.
Son cientos de radios y canales de TV que se entregaron a correligionarios políticos de los gobernantes de turno o, a algunas empresas “madres”, que por la vía de los hechos, terminaron por configurar un monopolio que, obviamente, distorsionó la transmisión informativa y, además, dejó cautiva a la población de empresas que además de buscar el lucro como único objetivo, que es un elemento vinculado a la lógica del sistema, apoyaron siempre a los gobiernos de turno, dejando de lado al pluralismo informativo. ¿Se necesitan ejemplos?
Como utilizando un Caballo de Troya, en el Estado se introdujeron empresarios o políticos con mentalidad de objetivo privatizante que, en realidad, son los que lo vaciaron de muchas de sus prerrogativas, en particular de su función de actor regulador, que es mucho más trascendente que su lamentable tarea como actor económico, para lo cual generalmente requieren de mecanismos distorsionados, como los monopólicos, que solo sirven para lesionar su función en el marco de una sociedad que, evidentemente, no es esa y para castigar a quienes somos consumidores cautivos de lo que no deberían producir, pero si regular.
Nos preguntamos a esta altura: En ese contexto, los medios de comunicación, ¿tienen como función principal de dar elementos que sirvan para convencer al conjunto de la población de que hay que hacer reformas esenciales para el país? ¿Pueden incidir informativamente en mostrar cual es la realidad objetiva en cualquier conflicto, haciendo sonar -por lo menos eso- las distintas campanas?
Obviamente los medios, como grupos industriales y económicos, van a beneficiarse de esas reformas. Por consiguiente, vemos que existe una alianza entre el mensaje de la globalización en favor de lo privado y en favor del capital, y esos grupos mediáticos que encuentran su provecho difundiéndolo.
Pocas veces en la historia ha habido una democratización de la información que se haya dado por la vía de los hechos, más allá de la índole de algunos propietarios de medios de comunicación y de regímenes de concesión de ondas, como el uruguayo, claramente antidemocrático por el privilegio que consagró.
Sin embargo es una situación cambiante de una fluidez sorprendente que hace caducar esas propias prácticas de política menuda. Los medios, afines a los gobiernos blancos y colorados, ya no pueden mantener un férreo monopolio informativo. Hoy, además de la prensa escrita, la radio y la televisión, ha venido a añadirse Internet, un verdadero inabarcable continente nuevo.
En los últimos años, la propia televisión ha conocido un desarrollo cuantitativo importante, aunque en lo cualitativo -lamentablemente- ha seguido privando la comunicación pasatista, mayoritariamente desechable, la información basada en buenos señores y señores que leen noticias que elaboran otros, en una insustancial forma de mostrar cómo los uruguayos seguimos aferrados a formas anquilosadas y desprolijas de creación periodística.
Por suerte con Internet se abrió una ventana a un mundo sin fronteras. Hoy, en un hogar de clase media hay ya una capacidad de recibir información como nunca en la historia. Ello provoca una modificación esencial en el manejo informativo, pues las cortapisas de otrora ya no tienen efectividad y los buenos señores y señores que leen frente a las cámaras, ya logran casi ningún andamiento
Los flujos informativos se convierten en imparables y los manejos mediáticos se hacen cada vez más ineficaces.
Ramonet sostiene que en esta época de la globalización -por otra parte- las empresas de los medios de comunicación tienden a querer dominar un mercado cada vez más importante. Esto hace que los grupos mediáticos, que antes eran locales o nacionales, hoy tiendan a ser por lo menos regionales, continentales o a veces, planetarios, como es el caso de la CNN, que desde finales de los años 80 ha tenido como objetivo el dirigirse al mundo entero.
Este es el panorama que hace cada vez más difícil que definamos una política nacional de comunicación, pues el concepto de Nación, obviamente, se lesiona a cada minuto que pasa por las nuevas modalidades de la globalización. Y menos aún si buscamos esas definiciones en reuniones de “amigos”, sin darle participación a los profesionales de la actividad y, por supuesto también, a los receptores que, obviamente, tienen mucho para decir.
Es evidente que se deben analizar todos los aspectos de la situación para lo que es necesario -repetimos- una discusión abierta con todos los actores. Es tan ridículo como inefectivo, realizar reuniones de “amigos” o “genios” políticos, como algunas que se intentaron, sin integrar a necesarios actores en el análisis de problemática que exige la suma de experiencias. Se derrocharon palabras, se construyeron documentos, sin enriquecer la discusión en base a su democratización.
Como corolario de tanta desubicación en su oportunidad hasta se planteó la creación de un Ministerio de la Comunicación, absurdo del absurdo, cuando todavía no se habían definido las políticas. Apareció el elemento burocrático antes de tener en cuenta los caminos a recorrer.
Es aquello de poner la carreta delante de los bueyes.
Carlos Santiago es periodista. Secretario de redacción de Bitácora.
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