Democracia, poder y policía (I)
11/03/2007
- Opinión
No hace mucho en Guatemala, analizar públicamente la relación entre los conceptos “policía” y “democracia” habría despertado sospechas. Democracia, en los años de la dictadura militar, era una palabra subversiva, totalmente contraria al concepto de “policía” que todavía hoy nos remite a orden, autoridad, cuando no a imposición y autoritarismo. En las últimas semanas, la opinión pública y el público en Guatemala han sido sacudidos –y en nuestro país para que algo nos sacuda tiene que ser muy fuerte y trascendente- por el desplome de un sistema policiaco que se sustenta, desde mucho tiempo atrás, en un autoritarismo despiadado heredado de, y reconvertido por, las fuerzas militares que tuvieron a su cargo el trabajo sucio de los planes estratégicos de contrainsurgencia.
En nuestro país las fuerzas de policía han dejado una saga histórica sangrienta, lúgubre y nefasta. Por donde quiera que se examine su pasado, la historia de esta institución evidencia abuso de poder en todas sus formas y concertaciones. Corresponde a quienes creemos en la democracia promover que la policía escriba una nueva historia; una que reivindique a este servicio esencial para la sociedad. Un nuevo esquema policial que se base en el orden, pero el orden entendido como garantía de los derechos de todos los ciudadanos y no en la concepción perversa de avasallamiento de la dignidad humana.
Es axiomático el hecho de que, sea donde sea, la policía es una institución que será siempre expresión de poder. Pero la custodia y guarda de los derechos del pueblo debe ser legitimado por la representatividad porque el poder a emplearse en esa función debe provenir del pueblo mismo. Lo que ha ocurrido es que, con la finalización del conflicto de los treinta y seis años, el poder fáctico armado abandonó las filas castrenses para desplazarse -con hombres, tácticas y estrategia- hacia la policía civil. De esa cuenta, se creó un verdadero monstruo que, amén de haber crecido incontrolablemente, se tornó un cuerpo separado de la sociedad y, lo que es peor, un declarado enemigo de ella.
No podemos esperar otra cosa. Nuestra frágil democracia -que ha devenido en fachada de gobiernos escasamente representativos-, no garantiza que contemos con una policía apegada a los principios pincelados en la Carta Magna. En defensa, podemos argumentar que no existe país en el mundo, ni siquiera la democrática Suiza, donde no aparezcan individuos radicalmente antidemocráticos. Abonemos una desventaja: la paradoja de la democracia es que también debe procurar hacer respetar los derechos básicos de sus enemigos y hasta el derecho de atacarla. Esta situación es la fuente de la lucha cotidiana entre valores democráticos y acciones antidemocráticas. Desde nuestra atalaya, defendemos la democracia todos los días ya que su fragilidad la expone a toda gama de ataques y, en el caso de Guatemala, esos ataques ¡otra paradoja! se urden y concretan en nombre de ella.
La experiencia nos ha demostrado que en este arduo camino hacia la democratización perviven algunos sectores de las fuerzas armadas, castrenses y civiles, que se resisten sistemática y violentamente a la transición. Esperemos que sean ¡ojalá! los últimos resabios del despotismo del antiguo régimen militar. Bajo ningún concepto se justifica esa actitud pese a que es comprensible por cuanto sobrevivimos en un entorno que facilita la violencia y la agresión que se generan y producen en las propias instituciones del Estado. Sería voltear la espalda al pasado negar lo ineluctable de su existencia pero es imprescindible sofocarla para que su existencia se difumine en un plazo razonable. La realidad parece empujar a esta asociación perversa hacia su reproducción más que a su extinción.
Un régimen democrático necesita de la policía para subsistir. Pero para no traicionarse a sí mismo, para que no se produzca una desnaturalización, para no convertirse en una mera fachada, debe hacer taxativos sus principios. Una sociedad democrática demanda una policía distinta a la propia de una sociedad no democrática. No caben términos medios en el planteamiento.
No debe olvidarse la sujeción que debe concretarse con mecanismos de control efectivos y eficaces. En algunas sociedades devenidas en referentes de democracias funcionales, operan óptimamente entes o instituciones de control de la policía que cuentan entre sus integrantes con ciudadanos totalmente ajenos al cuerpo. Se opera por ese medio lo que Balbé denomina “el trasvase de ideas y de información entre las instancias democráticas y la policía”. Imaginemos algo así para nuestro país. Todavía hay hombres y mujeres honestos a quienes les preocupa grandemente el deterioro de la institución policial y la urgente necesidad de reconvertir a las fuerzas de seguridad civil.
Las reflexiones anteriores hacen surgir algunas preguntas. ¿Cómo debe ser la policía de una sociedad democrática? ¿En qué se diferencia de una policía propia de un régimen de fuerza? ¿Cuáles son las características de una policía cobijada por un estado de derecho en relación a nuestras fuerzas policíacas, propias de un estado de derecha?
Fuente: Incidencia Democrática (Guatemala)
http://www.i-dem.org
En nuestro país las fuerzas de policía han dejado una saga histórica sangrienta, lúgubre y nefasta. Por donde quiera que se examine su pasado, la historia de esta institución evidencia abuso de poder en todas sus formas y concertaciones. Corresponde a quienes creemos en la democracia promover que la policía escriba una nueva historia; una que reivindique a este servicio esencial para la sociedad. Un nuevo esquema policial que se base en el orden, pero el orden entendido como garantía de los derechos de todos los ciudadanos y no en la concepción perversa de avasallamiento de la dignidad humana.
Es axiomático el hecho de que, sea donde sea, la policía es una institución que será siempre expresión de poder. Pero la custodia y guarda de los derechos del pueblo debe ser legitimado por la representatividad porque el poder a emplearse en esa función debe provenir del pueblo mismo. Lo que ha ocurrido es que, con la finalización del conflicto de los treinta y seis años, el poder fáctico armado abandonó las filas castrenses para desplazarse -con hombres, tácticas y estrategia- hacia la policía civil. De esa cuenta, se creó un verdadero monstruo que, amén de haber crecido incontrolablemente, se tornó un cuerpo separado de la sociedad y, lo que es peor, un declarado enemigo de ella.
No podemos esperar otra cosa. Nuestra frágil democracia -que ha devenido en fachada de gobiernos escasamente representativos-, no garantiza que contemos con una policía apegada a los principios pincelados en la Carta Magna. En defensa, podemos argumentar que no existe país en el mundo, ni siquiera la democrática Suiza, donde no aparezcan individuos radicalmente antidemocráticos. Abonemos una desventaja: la paradoja de la democracia es que también debe procurar hacer respetar los derechos básicos de sus enemigos y hasta el derecho de atacarla. Esta situación es la fuente de la lucha cotidiana entre valores democráticos y acciones antidemocráticas. Desde nuestra atalaya, defendemos la democracia todos los días ya que su fragilidad la expone a toda gama de ataques y, en el caso de Guatemala, esos ataques ¡otra paradoja! se urden y concretan en nombre de ella.
La experiencia nos ha demostrado que en este arduo camino hacia la democratización perviven algunos sectores de las fuerzas armadas, castrenses y civiles, que se resisten sistemática y violentamente a la transición. Esperemos que sean ¡ojalá! los últimos resabios del despotismo del antiguo régimen militar. Bajo ningún concepto se justifica esa actitud pese a que es comprensible por cuanto sobrevivimos en un entorno que facilita la violencia y la agresión que se generan y producen en las propias instituciones del Estado. Sería voltear la espalda al pasado negar lo ineluctable de su existencia pero es imprescindible sofocarla para que su existencia se difumine en un plazo razonable. La realidad parece empujar a esta asociación perversa hacia su reproducción más que a su extinción.
Un régimen democrático necesita de la policía para subsistir. Pero para no traicionarse a sí mismo, para que no se produzca una desnaturalización, para no convertirse en una mera fachada, debe hacer taxativos sus principios. Una sociedad democrática demanda una policía distinta a la propia de una sociedad no democrática. No caben términos medios en el planteamiento.
No debe olvidarse la sujeción que debe concretarse con mecanismos de control efectivos y eficaces. En algunas sociedades devenidas en referentes de democracias funcionales, operan óptimamente entes o instituciones de control de la policía que cuentan entre sus integrantes con ciudadanos totalmente ajenos al cuerpo. Se opera por ese medio lo que Balbé denomina “el trasvase de ideas y de información entre las instancias democráticas y la policía”. Imaginemos algo así para nuestro país. Todavía hay hombres y mujeres honestos a quienes les preocupa grandemente el deterioro de la institución policial y la urgente necesidad de reconvertir a las fuerzas de seguridad civil.
Las reflexiones anteriores hacen surgir algunas preguntas. ¿Cómo debe ser la policía de una sociedad democrática? ¿En qué se diferencia de una policía propia de un régimen de fuerza? ¿Cuáles son las características de una policía cobijada por un estado de derecho en relación a nuestras fuerzas policíacas, propias de un estado de derecha?
Fuente: Incidencia Democrática (Guatemala)
http://www.i-dem.org
https://www.alainet.org/es/active/16308
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