Pueblo, cultura y régimen político
21/08/2006
- Opinión
Presentación
Los dos documentos aquí propuestos se inscriben en la coyuntura determinada en agosto del 2006 por la posibilidad constitucional de transferencias permanentes de poder en el régimen político cubano. El primero,
Gracias al pueblo de Cuba, organizado según la forma exigida por el semanario Universidad, único dispuesto a publicarlo en Costa Rica, se orienta
a enfatizar el carácter popular del proceso revolucionario cubano desplazando así la atención unilateral, políticamente negativa, que incluso
sectores de izquierda entregan a la relación entre un liderazgo carismático excepcional y la continuidad del proceso revolucionario.
El segundo, Lucha popular, democracia y dictadura en Cuba, considerablemente más amplio, se orienta a presentar y discutir las relaciones
entre la guerra cultural contenida en el proceso revolucionario cubano y
su régimen político sociohistórico caracterizado como constitucional, popular, nacional, democrática, de partido único (marxista-leninista) y
conducción carismática. El texto busca introducir una discusión necesaria, ojalá despojada de estereotipos, no solo en referencia a la experiencia cubana, sino al interior de las izquierdas del subcontinente.
GRACIAS AL PUEBLO DE CUBA
Muchos latinoamericanos estamos agradecidos, y siempre en deuda, con
el pueblo de Cuba. Nos ofreció, hace ya medio siglo, su gesta revolucionaria y popular convocándonos a querer aprender cómo dar cuenta de nuestra identidad personal, social, nacional y hemisférica, para que irradiaran dignidad y autoestima. Desde su economía difícil y agredida en un Caribe discriminado y empobrecido nos regaló, y sigue regalando, respaldo
profesional y humano espléndidos. El pueblo de Cuba ha sido resguardo para innúmeros sufrimientos bajo las formas del asilo, atención médica, refugio familiar ante el acoso y el odio, espacios para el estudio y aprendizaje. Pueblo admirable. Cálido, generoso, dulce. Irónico y también orgulloso y fuerte ante quienes lo subestiman y le ofertan una mano envilecida por la arrogancia del dinero y el desprecio racial y cultural.
La experiencia cubana animó la Teología latinoamericana de la liberación, la Teoría de la dependencia, el redescubrimiento de nuestra literatura como ethos cultural popular y, por desgracia, como negocio editorial. Entre los creyentes religiosos tuvo interlocutores como Pablo Freire, Hélder Cámara, Pedro Casaldáliga, Frei Betto y a millares que apren-
dieron del pueblo de Cuba que la fe es algo que se testimonia todos los
días con organización y trabajo. La Teoría de la dependencia, con Bambirra, dos Santos, Marini, contribuyó tempranamente a cuestionar el mito
del desarrollo al insistir en la ausencia entre nosotros de una ‘burguesía nacional’. Lo que fue hipótesis analítica es hoy presuntuosa proclama
corporativa y tecnócrata, tenebroso lugar común globalitario. Constituir
sociohistóricamente la verdad de lo “imposible”, el asalto popular y armado al cielo, es punto de toque de la estética de la violencia y el silencio (Rulfo) y de un realismo mágico (García Márquez) que conflictúa la
realidad oficial desde la imaginación, la memoria y el deseo. Con las
hazañas del pueblo de Cuba los latinoamericanos todos nos hicimos durante
el siglo XX, sin merecerlo, especie humana.
A este pueblo alborotador y bravo que nos ha abierto tantas posibilidades a los latinoamericanos, algunos lo estiman aterrado, enfermo, nostalgioso de los “métodos de fuete y mayoral” oligárquico e imperial. Ansioso por lamer la bota de los amos disfrazada de blanca lógica del mercado. Abierto de piernas para desempeñar el papel prostituto que, ‘en el
orden de las cosas’, le corresponde, como ‘al resto’ de América Latina.
Del vientre, discernimiento y corazón de este pueblo complejo y sabio,
sufrido y alegre, de su historia, surgió el liderazgo de Fidel Castro.
Sin pueblo de Cuba, no hay Fidel. Fidel campeonizó con dignidad en todas
las batallas porque condensó y expresó a su pueblo. Fidel pudo crecer y
convencer fuera de sus fronteras porque, previamente, su pueblo lo había
forjado en estatura humana. Pueblo campeón en América Latina el pueblo
cubano. Campeón Cuba. Campeón Fidel. Campeones de la dignidad, por primera vez hecha gobierno perdurable, de los más humildes. Viva el pueblo de
Cuba. Viva Fidel. Estas cosas nunca mueren si usted lucha organizado para
que existan.
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LUCHA POPULAR, DEMOCRACIA Y DICTADURA EN CUBA
Con motivo de los ochentas años de Fidel Castro, y del quebranto de
su salud, que fue noticia mundial, Theotonio dos Santos, intelectual brasileño, uno de los más destacados exponentes del estilo de pensamiento
social latinoamericano que se conoce como Teoría de la dependencia, pu-
blicó un artículo, Fidel Castro: Un testimonio (ALAI, 02/08/06), de corte
más bien testimonial y personal, pero que incluye asimismo algunos aspectos conceptuales. Particular importancia reviste el ingreso y comienzo de
resolución del tema de si existe una dictadura en Cuba. Transcribo un
fragmento del texto de dos Santos para utilizarlo como partida de una
discusión.
¿Donde está el dictador? ¿En el comportamiento, en el poder incontestable, en el sectarismo, en la intransigencia, en el oscurantismo intelectual, en la distancia con su pueblo, en el no respecto (sic) a las reglas
de la más democrática constitución jamás realizada hasta la constitución
venezolana que también fue discutida, como la de Cuba, con toda la población y votada después de terminada por el parlamento? Democracia es poder
del pueblo y confieso que no conozco otro país donde este poder es ejercido diariamente por la población como en Cuba. Donde los diputados de la
Asamblea popular se sienten tan responsables por la vida de su pueblo como mi amigo diputado popular que me invitó a su ciudad al lado de La
Habana y se puso blanco de vergüenza por que había un hoyo en las calles
de su ciudad. Por lo cual se sentía responsable después de varias reuniones que habían realizado en el vecindario sin lograr resolver el problema
porque, después que lo tapaban, el hoyo volvía a abrirse.
Por supuesto, existe un problema de ingreso en la primera línea de este
texto. El tema de ‘la’ dictadura no se resuelve indicando la persona o
personalidad, grata o ingrata, del dictador. ‘Dictadura’ remite a un régimen de gobierno sostenido o posibilitado (facilitado) por la configuración (carácter) de un Estado. En tanto un régimen de gobierno se constituye mediante instituciones, ‘dictadura’ también remite a una lógica o
‘espiritualidad’ dominante en estas instituciones: la espiritualidad o
ethos dictatorial. En la tradición más conocida del análisis político,
“dictadura” posee dos alcances muy diferentes. En el primero hace relación principalmente con un órgano extraordinario pero constitucional de
gobierno (o sea contemplado en la legalidad) del régimen romano republicano (siglos V al III a.C.). Esta dictadura tenía topes temporales (seis
meses) y aunque concedía al dictador facultades amplias, también le fijaba límites: no podía cambiar la constitución ni abolirla, tampoco imponer
nuevos impuestos y carecía de competencia en la jurisdicción civil. La
dictadura era una institución funcional, una respuesta operativa, en un
sistema político caracterizado por un muy alto grado de división y limitaciones del empleo del poder: pluralidad de asambleas, multiplicidad de
magistraturas, colegialidad y breve duración de los cargos. Un sistema
tan fluido y con tantos contrapesos efectivos resultaba débil, por ejemplo, ante las urgencias demandadas por una guerra o un conflicto faccioso
interno. El dictador era función de la legalidad y de su preservación. No
estaba por encima de ella. Etimológicamente, ‘dictadura’ se liga con el
sánscrito ‘deik’ y las formas latinas ‘dico’ y ‘dicio’ que hacen referencia a “decir sin oposición”.
El segundo alcance de ‘dictadura’ es moderno. Aquí remite básicamente a
un sistema político (Estado, gobierno, sociabilidad básica) con altísima
concentración de un poder que se ejerce absolutamente. El referente constitucional aparece en esta figura o como algo destruido por la instauración del régimen dictatorial (las dictaduras de Seguridad Nacional, por
ejemplo) o como fachada jurídica para simular juridicidad. El imaginario
moderno opone este ejercicio en apariencia sin restricciones del poder
político con los derechos fundamentales, ciudadanos y civiles de los in-
dividuos que resultan anulados, debilitados o contemplados aleatoriamen-
te. En tanto sistema político, la dictadura moderna carece de plazos y su
lógica interna potencia su reproducción, al igual de lo que debería ocu-
rrir en cualquier otro sistema político. Su acabamiento, por tanto, es
extrajurídico, enteramente sociohistórico. Por definición, una dictadura
moderna es antidemocrática y antirrepublicana. Vista más conceptualmente,
una dictadura puede conceder ciertos derechos políticos, pero se reserva
unilateralmente una capacidad de incidencia, estructural o situacional,
en las lógicas que sostienen derechos civiles.
En relación con la última observación debe indicarse que existe un segundo contenido moderno para el concepto de ‘dictadura’, contenido que no
pertenece a la tradición reinante en el análisis político. Marx-Engels
estimaron que la dominación de clase social, propia de un modo de producción y de una estructura social clasistas, constituye una dictadura en el
sentido de una matriz que impone, ‘sin contestación posible’ formas de
sociabilidad fundamental (acumulación de capital e imperio patriarcal,
por ejemplo), y regímenes de gobierno. La ‘dictadura de clase’ recorre la
totalidad social manifestándose en instituciones culturales, sociales,
religiosas, económicas, con apariencias complejas y diversas. Dentro de
estas formas de presentarse la dictadura sistémica de clase, del capital,
para el caso del imperio burgués, está el régimen moderno de gobierno democrático sostenido por un Estado de clase, o sea dictatorial. Una sociedad burguesa moderna puede materializarse así o como una dictadura-
dictadura o como una dictadura-democrática. El Estado burgués no es nunca
democrático porque se constituye desde discriminaciones (económicas, de
sexo-género, culturales, etc.) cuya reproducción es condición para su dominio. El conflicto entre las dominaciones estructurales, que bloquean
tendencialmente posibilidades, y el régimen de gobierno y la existencia
cotidiana ‘democráticas’, o sea que parecen abrirlas universalmente, es
‘resuelto’ mediante ideologías e instituciones que disfrazan o invisibi-
lizan la dominación de clase.
Desde un punto de vista analítico y metodológico esta última concepción
de ‘dictadura’ es más amplia, o sea más comprensiva (lo que no quiere decir que sea verdadera), en relación con el fenómeno que se intenta explicar, pero es también la menos conocida y aplicada en el análisis social
y, con ello, y también por otros factores, la que resulta más chocante o
absurda al individuo ‘de la calle’. Éste movería la cabeza con sorna si
se le dice que cuando va a votar no realiza una práctica ‘libre’ porque
se inscribe en una matriz incontestable, es decir dictatorial que se reproduce, precisamente, aunque solo en parte, mediante su sufragio ‘libre’.
El criterio marxista original para comprender el carácter de lo dictatorial en las sociedades modernas, presupone el concepto de ‘dominación’ o
imperio social y de las condiciones para su reproducción en las sociedades de clase y, también, para su superación en esas mismas sociedades
(dictadura del proletariado) y su inexistencia en las formaciones sociales sin dominaciones estructurales. Se establece así la necesidad de interesarse por el carácter del poder, es decir de las condiciones y finalidad de su ejercicio ‘legítimo’ (autoridad). Desde Max Weber (1864-1920)
suele entenderse (con mayor o menor precisión) que el carácter propio del
ejercicio del poder en las sociedades modernas es el racional-legal, despersonalizado, burocrático y especializado. No serían apropiadamente mo-
dernas las legitimaciones del poder político centradas en criterios religiosos o carismáticos. Las dictaduras podrían ser consideradas así regímenes de gobierno pre-modernos, ‘conservadores’ en el sentido de que no
contemplan ciudadanos autónomos sino servidores de quienes ocupan las más
altas jerarquías o seguidores o ‘discípulos’ del guía iluminado (u obnu-
bilado), en este caso el Comandante. Por supuesto, las discusiones sobre
la legitimidad del carácter del ejercicio del poder político no deberían
hacer abstracción de los valores que determinan el emprendimiento colectivo en el que y para el que ese poder se ejerce ni del hecho que ese emprendimiento pudiera contener no una sino varias racionalidades mutuamente excluyentes o en conflicto. Este último alcance del aspecto de ‘la’
legitimidad se relaciona con la sensibilidad que una población puede tener hacia lo que constituye o violencia (ilegítima) o fuerza coactiva
(legítima) de las instituciones sociales y específicamente del sistema político en sentido restrictivo. En el imaginario ‘normal’ latinoamerica-
no, fuertemente ideologizado, se supone que una dictadura ejerce violencia ilegítima por el mero hecho de serlo y se reproduce principalmente
mediante la represión y el terror de Estado. Un régimen democrático resuelve en cambio sus conflictividades mediante la desconcentración de poder, el diálogo y los consensos. Que este imaginario reine como lugar común no dice demasiado sin embargo sobre su veracidad sociohistórica y
existencial (subjetividades).
Las cuestiones anteriores, pese a su carácter algo fragmentario y enteramente conceptual, están claramente presentes en el texto de T. dos Santos
que hemos citado, si excluimos las desviaciones derivadas de su criterio
de ingreso que versa sobre la personalidad del ‘dictador’ y no sobre el
sistema y régimen político dictatoriales que pueden ser administrados por
personalidades no necesariamente autoritarias. En el transcurso de su
texto testimonial dos Santos ha contestado todas sus preguntas acerca de
si Fidel Castro es portador de una personalidad dictatorial.
Por ejemplo, cuando observa que los enemigos y críticos de Castro le
achacan parecer “siempre dispuesto a mantenerse en el poder sin límites”,
dos Santos observa que él fue testigo de las limitaciones de ese poder.
Hace una referencia más casual y otra de fondo. La casual se refiere al
apoyo que habría dado Castro a una (gran) revista de ciencias sociales
para la región y la negativa posterior de un director del Centro de América Latina cubano quien canceló la propuesta. La segunda, a la autocrítica de Castro tras el fracaso de la zafra de los 10 millones de tonela-
das en 1967 y su disposición pública en un acto de masas a poner su cargo
a disposición del pueblo. Anota asimismo que si bien Castro es “difícil
de detener” cuando toma la palabra, también “escucha, responde exactamente lo que se le pregunta y tantas otras manifestaciones de respeto humano
y de consideración al trabajo intelectual”. Pero en particular lo considera el único Jefe de Estado que “admite debatir abiertamente con los que
divergen de sus puntos de vista”. Dos Santos añade que ningún dirigente
‘democrático’, que él haya conocido, posee esa cualidad.
Dos Santos ha dado respuestas a las cuestiones que él mismo se propusiera: “¿Donde está el dictador? ¿En el comportamiento, en el poder incontestable, en el sectarismo, en la intransigencia, en el oscurantismo intelectual, en la distancia con su pueblo, en el no respeto a las reglas
de la más democrática constitución jamás realizada hasta la constitución
venezolana que también fue discutida, como la de Cuba, con toda la población y votada después de terminada por el parlamento?”. Por su descripción, la espiritualidad propia de una dictadura no se seguiría de los caracteres personales de Fidel Castro: respeto a las instituciones y a la
Constitución, abierto al debate y al diálogo, en especial con su pueblo,
consideración por el trabajo intelectual y protagonista de una autocrítica vigorosa que lo lleva a poner sus investiduras a disposición de la
ciudadanía o del pueblo. Pero ya señalamos que la discusión conceptual no
pasa por estas constataciones, con independencia de su justeza. La cuestión puesta en debate es el régimen político y, más ampliamente, la cultura política del régimen revolucionario cubano y, con ella, las instituciones de su sociabilidad fundamental.
Dos Santos hace al menos una indicación sobre este otro camino: señala a
la Constitución cubana como la más democrática jamás realizada (hasta la
venezolana actual) y votada por un parlamento democráticamente elegido.
Añade aquí una paráfrasis que no logra salvar la indeterminación de la
descripción original: democracia es el poder del pueblo (democracia es el
gobierno del pueblo). Ahora, la Constitución de la República de Cuba, en
su artículo 5 determina al Partido Comunista de Cuba, martiano y marxista-leninista, como la fuerza dirigente superior de la sociedad y del Es-
tado que organiza el emprendimiento común hacia la construcción del socialismo y el avance hacia la sociedad comunista. En sencillo, este artículo sostiene la tesis política y social de que todo debate político
recibe su sanción final y su resolución práctica en el seno del partido
martiano y marxista-leninista determinado como “vanguardia organizada de
la nación cubana”. De esta manera el instrumento conceptual y práctico
del proceso revolucionario no es directamente la fuerza (poder) del pueblo, sino esta fuerza en tanto se plasma en y por las acciones del partido de vanguardia. La dictadura, propia del emprendimiento colectivo popu-
lar, en el sentido marxista original, no es administrada ni por Fidel
Castro ni tampoco directamente por el pueblo, sino por el partido.
Las preguntas obvias, siguiendo el argumento de dos Santos son: ¿qué ca-
pacidad tiene este partido para dejarse interpelar por el pueblo cubano y
sus organizaciones no partidarias? ¿Cuál es su disposición para admitir
la crítica que proviene desde fuera del partido (del pueblo) y también su
capacidad para repensarse desde ella? ¿Cómo se tensan, al interior de este partido, para evitar el sectarismo y el oscurantismo, martismo y
marxismo-leninismo? Este último es una ideología del Estado soviético y
contiene, entre otras cosas, una “ciencia exacta y todopoderosa” y se adhiere a una Filosofía de la historia. El martismo, en cambio, hace referencia a un símbolo de la sociohistoria liberadora y nacional cubana, a
un ethos fundante de la cubanía. Puede que la tradición revolucionaria
cubana entienda por marxismo-leninismo otra cosa, pero una ciencia ‘exacta y todopoderosa’ y una Filosofía de la historia son arduas de contestar
debido a que demandan Intérpretes Privilegiados que apresan los distintos
puntos de vista o criterios de ingreso a las dificultades, propios de una
sociohistoria específica, en una matriz ‘interpretativa’ inexorable. En
breve, las interpelaciones y opiniones gestadas fuera de la doctrina
marxista-leninista (que no es el proceso revolucionario, o sus fuerzas
constitutivas, sino una ideología oficial de reproducción de un sistema
político y de su imperio), y que responden a los procesos sociohistóricos, podrían no ser desechados (o castigados), pero de todas maneras requieren ser reposicionados y reconfigurados en los términos doctrinales
que administra un ente incontestable (excepto por vicisitudes sociohistóricas): el partido.
No debe verse en esto, desde el punto de vista conceptual, ningún motivo
especial de escándalo. Las sociedades ‘libres’ y ‘democráticas’ burguesas u occidentales también poseen entes incontestables: la lógica de la
acumulación de capital, función de la propiedad privada, por ejemplo. De
este ente incontestable se siguen las ideologías del fin de la Historia,
de que la guerra capitalista es paz, de la última, definitiva y universal
racionalidad (mercantil, tecnológica-científica), de su carácter ‘democrático’ y orientado a la felicidad, la alternabilidad de los gobiernos,
por citar algunas. Y, para ponerlas en relación directa con Cuba, la de
la no factibilidad humana de una alternativa (en sentido fuerte) socialista al dominio de Washington. En términos periodísticos, la experiencia
revolucionaria cubana es ‘irracional e imposible’. También lo fue la experiencia popular sandinista en Nicaragua. Y la experiencia de tránsito
institucional al socialismo intentada en Chile entre 1970 y 1073. Desde
luego, parte de su ‘imposibilidad’ se deriva de que ellas son o fueron el
blanco de los poderes ‘plurales’ que constituyen el mundo: negocios privados, finanzas especulativas, guerra, sexismo, devastación ambiental,
discriminación, religiosidades e iglesias idolátricas, exclusión incluyente, pauperización, estupidización generalizada. En realidad se trata
del mundo único, para nada plural, de la fetichización mercantil con sus
inevitables perdedores y ganadores debatiéndose en una ‘plural’ sociedad
civil.
Estos últimos procesos y factores, y el imaginario totalitario que lo
sostiene, constituyen aspectos centrales de la ‘espiritualidad’ que anima
a los enemigos de la experiencia revolucionaria popular, por nacional y
socialista, cubana. En tanto imposible e irracional, en los términos del
sistema de dominación imperante, la experiencia cubana en tanto existente
constituye algo más que un mal ejemplo: de aberración transita a valorarse como un crimen contra la humanidad. No es raro entonces que se anatematice su régimen social y político como ‘dictadura’, en el sentido de
régimen de gobierno personal-arbitrario, carente de ley ‘natural’ y positiva, y que se estime, cayendo en lo grotesco, que el proceso se esfumará, por fundarse en la irracionalidad y el temor, “apenas muera Castro”.
La cuestión que se introduce en los párrafos previos es la siguiente:
desde los años sesenta, la experiencia del pueblo cubano y su institucionalización, han constituido una alternativa excepcional en el mundo mo-
derno, incluso en el período en que fue integrada al mercado mundial ‘socialista’ (1972-1991). En tanto alternativa efectiva, para un imaginario,
tanto occidental como soviético, que no las soporta y orienta su capacidad hacia su destrucción y a borrarlas de la memoria histórica, ha sido
objeto de variados acosos y guerras radicales debido a que la experiencia
cubana ha encarnado, además de un socialismo popular, la tentativa de
otro criterio para producir (autoproducir) el ser humano. Las guerras y
acosos más conocidos remiten al embargo con efectos de bloqueo y a las
agresiones directas y perversiones encabezadas por los gobiernos de Estados Unidos. Pero la ‘ayuda’ soviética también fue una forma de acoso y
guerra tal como lo son hoy las exasperadas furias de los gobernantes de
los antiguos socialismos del este europeo que ven en Cuba lo que ellos no
pudieron (o no se les permitió) construir. Desde la geopolítica y el etnocentrismo de los países centrales y sus colonias la materialización so-
ciohistórica de otra antropología moderna en un país tercermundista o periférico, cuya población no puede inscribirse con propiedad en las etnias
dominantes, es un escándalo, una imposibilidad. La furia contra la experiencia popular cubana (nacional y socialista) se transforma en ethos
cultural: no solo Cuba debe ser perentoriamente ‘salvada’ para que vuel-
van a reinar el Orden, la Verdad y la Belleza, sino que quienes admiran
esa experiencia y se solidarizan con ella y, peor, dan argumentos para
sus inclinaciones, deben ser acallados, perseguidos y, si es posible,
destruidos. Esta ‘furia’ cultural es la que sostiene la neurótica y cana-
llesca obsesión de los gobiernos de Estados Unidos por la destrucción de
la experiencia cubana y del pueblo que la sostiene. La experiencia del
pueblo de Cuba dice: se puede existir no solo fuera del ‘american way of
life’, sino que también se debe denunciar, en la práctica, el modo ‘occidental’ de existencia imperante como incapaz de albergar a los seres
humanos y de producir humanidad.
Resulta relativamente cómodo adherir a esta ‘rabia’ cultural, fuera y
‘dentro’ de Cuba. Aun quienes simpatizan con la experiencia cubana, suelen señalar, disculpándolas o estableciendo reservas, sus defectos y
errores. Se quiere a Cuba, y se respeta a su régimen y a su dirección,
pero se los disculpa: son agredidos, es una economía pequeña y débil, no
pueden darse los lujos de ‘la’ democracia y ‘los’ derechos humanos, por
ejemplo. Hay que tenerle paciencia a Cuba. Pueden existir indicativos
efectivos en estas disculpas, pero ellas no remiten al núcleo de lo que
se viene jugando en Cuba desde hace ya casi medio siglo: otra posibilidad
de ser humanos, con claras posibilidades de universalizarse, construida
desde los humildes y que podría ser definitivamente significativa en la
producción de humanidad. Este horizonte luminoso es el que debe ser apagado, negado, esfumado. Por supuesto, caracterizar la experiencia cubana
como ‘horizonte luminoso’ no implica desconocer sus errores y deficien-
cias en su trayecto sociohistórico. Cuando se habla de la experiencia cubana parece quedar en el olvido de que se trata de una población y una
dirigencia que tratan de producir su mundo en condiciones que ellos no
determinan y que son, como tendencia, muy poderosas y radicalmente hostiles. Pero para quienes desean ‘otro mundo’, la trayectoria de Cuba es un
camino. No hay que nada que disculpar en ella. O, dicho de otra manera,
en el mundo moderno nadie tiene autoridad política ni moral para procurarle disculpas al pueblo cubano.
En breve, el pueblo de Cuba protagoniza, desde hace casi medio siglo una
verdadera guerra cultural que sus enemigos perciben perfectamente como la
obligación de ganarla infamándolo y aplastándolo. Cuba, desde el Tercer
Mundo, ha intentado otra manera de ser ‘Occidente’. En una guerra cultural constituye un error intentar copiar las instituciones del enemigo.
Por eso también constituye un error reclamarle a Cuba que sus instituciones políticas (incluidas las de su defensa militar y organización civil)
no se parezcan a las ‘democracias’ de México, Brasil, Estados Unidos o
Francia. En una guerra cultural con estas características (el pequeño solo contra el ‘sentido común’ y las superpotencias más sus satélites) la
mera sobrevivencia es un triunfo. Así lo han sentido los poderes estadounidenses y así han actuado. Pero también así lo ha vivido el pueblo de
Cuba y los humildes de América Latina. Para estos últimos, Cuba es Cuba y
Fidel es Fidel hagan lo que hagan. Al intelectual pequeño burgués esto
puede parecerle idolatría irracional y, en tanto tal, tenebrosa y peligrosa. Pero los sectores humildes saben bien quien los representa en esta
guerra y saben también, por experiencia directa, que cuando esta guerra
se pierde pasa por su humillación y acorralamiento, por su silencio y
aniquilación no solo como sectores sociales, sino como seres humanos. De
modo que su alineamiento es lógico y racional, porque lo admirable y lo
racional no admiten, en sociedades de clase, falocentradas y violentas
hasta el paroxismo, una sola caracterización y una sola lectura.
En términos de guerra cultural, cuyo eje es la producción de humanidad
liberadora, producción protagonizada por todos y por cada uno, la principal responsabilidad del actor minoritario, como la unidad móvil combatiente del Che, es sobrevivir. El pueblo de Cuba y su dirección han rea-
lizado esta tarea magníficamente durante medio siglo. Y se han dado para
ello instituciones políticas que, pese a sus defectos y desviaciones, han
resultado eficaces. Un Estado constitucional tensado por un liderazgo
carismático con alta concentración de poder y administrado por un único
partido y que se expresa como un régimen de gobierno democrático sustancial (por oposición al formal), con apoyo de población organizada (socie-
dad civil militante) que, mayoritariamente, no se siente lastimada por su
régimen político (las acciones represivas son asumidas como necesarias,
más allá o más acá de las angustias individuales por las que es humano
sentir pesar) y que por ello no experimenta resentimiento, se traman para
darle el régimen una sólida legitimidad. En este sistema, la personalidad
de Fidel Castro no resulta dictatorial porque la cubanía (martismo) de
los más necesitados, que el sistema condensa, se siente parte de él y no
coaccionada o limitada. Sin embargo, permanece el desafío, al interior
del sistema, de un partido cuya ideología contiene una ‘ciencia siempre
verdadera’ inscrita en una Filosofía de la historia que determina un inexorable avance al socialismo que facilita ‘independizarse’ de la empatía
indispensable para asumir como propias las dificultades y conflictos de
la gente, organizada o no, cuyas sensibilidades configuran también la
sustancia del proceso revolucionario.
Una segunda cuestión, ubicada en otro plano de lo real aunque inevitablemente articulado con el anterior, es que entre tantas descargas de fusilería y proclamas ideológico-propagandísticas que eluden lo central, el
pueblo de Cuba, y su dirección personalizada y enérgicamente carismática,
pero también constitucional y republicana, ha resistido y sobrevivido
aunque sin poder avanzar en la producción y consolidación de alternativas. Esto se deriva de que Cuba es también una experiencia de socialismo
carencial, como lo fueron todas las del Siglo XX. Una característica de
los socialismos carenciales es que no pueden (y finalmente pueden llegar
a no querer) darse los medios para alcanzar sus fines explícitos. Se puede ejemplificar esto con las instituciones de un régimen democrático. El
de Cuba es del tipo que se consideró, en el marco de la Guerra Fría, democracia sustancial, no meramente procedimental. Este tipo de régimen
hace énfasis en los fines (el socialismo como transición al comunismo, en
este caso) y en los medios (proceso) con los que se va avanzando hacia
estos fines valorados como contenidos. Ello enfatiza la persistencia de
la conducción estratégica (el partido) no su alternabilidad (falsa, por
lo demás, en los regímenes democráticos procedimentales) de modo que la
cuestión democrática se desplaza así hacia la constitución del partido,
su ‘espiritualidad’ interna y su capacidad para el diálogo y para admitir
interpelaciones, inclusa las más duras, de sus entornos. El funcionamien-
to democrático de este régimen soporta perfectamente un liderazgo caris-
mático o “dictatorial”, pero no la burocratización del partido, la ausencia de autonomía de la población organizada y la posibilidad de incidir
de las inquietudes particulares. La burocratización partidaria contiene
la consolidación de un sistema de mando-obediencia que termina por desplazar los desafíos sociohistóricos (plurales y ‘caóticos’) por la unidad, disciplina y eficacia del partido. El dogmatismo y el sectarismo
carcomen la autoridad legítima del partido y éste puede ingresar, como
aparato o en determinadas estructuras, en una espiral de corrupción política y venalidad administrativa que lo torna, en cierto punto, institucionalmente incapaz de autocrítica y transformación. Este tipo de fenóme-
nos de descomposición y, finalmente, de pérdida de eficacia en relación
con los fines propuestos, es el que se vivió en la Unión Soviética y en
los regímenes ‘socialistas’ esteeuropeos. Su antídoto está en la autonomía (es decir en la independencia del partido) de las organizaciones ci-
viles o populares. La constitución cubana entiende esto e intenta asumirlo en su artículo 7: El Estado socialista cubano reconoce y estimula a
las organizaciones de masas y sociales, surgidas en el proceso histórico
de las luchas de nuestro pueblo, que agrupan en su seno a distintos sectores de la población, representan sus intereses específicos y los incorporan a las tareas de la edificación, consolidación y defensa de la sociedad socialista.
La tensión está indicada al final del artículo: se reconoce y estimula al
pueblo organizado si ‘consolida y defiende la sociedad socialista’. Esto,
que parece propio de todo marco normativo humano fundamental, socialista
o capitalista, cambia de aspecto si el partido, como factor nuclear del
Estado, ya “sabe perfectamente” lo que el socialismo es y lo dispone como
fundamento y practica diaria incontestables. Aquí aparece el peligro de
que el Estado constitucional y el régimen democrático sustancial adquieran el carácter de una dictadura popular, en el sentido marxista original, pero sin protagonismo efectivo de la gente. No se trata de ignorar
los entornos y conflictos internos que amenazan la existencia del proceso
revolucionario, sino de tensionarlos y tramarlos de una manera constructiva para que no solo el Estado y el partido los asuman desde sus respec-
tivas funciones y obligaciones, determinando así cómo y cuándo incidir en
la sociedad civil militante y no militante (derechos civiles), para que
la gente, por su capacidad de incidencia, se sienta efectivamente protagonista y este protagonismo medie incluso las desafecciones individuales
y grupales, inevitables al interior de una larga marcha revolucionaria
contra hostiles radicales, poderosos y brutales.
Una ilustración facilita comprender el alcance político de este punto de
vista. La reciente crisis en la salud de Fidel Castro, y su delegación
constitucional de responsabilidades, tuvo como efecto una de las más conmovedoras reacciones del pueblo cubano: el silencio derivado del dolor y
la consternación humanas. La muestra de respeto e intensa consideración
por su dirigente, que puede ser traducida para muchos como amor, se centra, entre otras razones, en que los cubanos sienten que Fidel Castro les
dice siempre la verdad, por dura que sea. Y esta vez la verdad era la
proximidad de su muerte. Sin embargo, ¿qué quiere decir que Fidel diga
siempre la verdad a su gente? Quiere decir, fundamentalmente, que la verdad que transmite esta sinceridad la gente la hace suya. La gente siente
esta verdad porque la protagoniza. Se siente protagonista de las verdades
de Fidel Castro. Siente a Fidel como si él fuera ellos. Se sienten ellos
como si fueran Fidel. Este tipo de liderazgo, que no puede valorarse
irracional ni de subordinaciones absolutas, es lo que debe reproducir or-
gánicamente el partido como aparato estatal y revolucionario. Lograr que
los cubanos experimenten, más allá o acá de toda discrepancia, que se les
dice siempre la verdad, “por dura que ella sea” porque esta verdad es la
que ellos viven, la verdad de la que desean sentirse protagonistas y que
tal vez ellos no logren plasmar en palabras. La verdad de una revolución
de minorías, de una columna combatiente, que lucha y sobrevive. Si esto
ha sido así, y se fortalece, discutir sobre Cuba como un régimen o dictatorial o democrático tiene sentido solo para quienes mezquina o torvamente, aunque se pretendan cientistas, quieren ignorar la vida, dolores y
alegrías, derrotas y triunfos efectivos, de nuestros pueblos.
_____________
En este texto se utilizaron materiales contenidos en Rosa Myriam Elizalde: Isla adentro (Alai, 18/08/06), y H. Gallardo: Crisis del socialismo
histórico. Ideologías y desafíos (DEI, 1991).
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