“Homo mexicanus”: La marejada autónoma
04/04/2006
- Opinión
No cesa. La marejada de movilizaciones contra la criminalización de
los inmigrantes en Estados Unidos no se detiene. Sonrientes, miles de
jóvenes toman las calles del imperio día con día, despliegan banderas
mexicanas y no ofrecen resistencia al ser arrestados por la policía.
Desobedientes, ignoran los llamados a no dejar las aulas que les hacen
políticos, religiosos y maestros.
Comenzó el pasado 7 de marzo en Washington. Cerca de 30 mil
manifestantes latinos se hicieron escuchar en la capital. Apenas 72
horas después, medio millón de personas marcharon en Chicago. Desde
entonces, día a día, en grandes ciudades y pueblos pequeños, de costa
a costa y de frontera a frontera, los inmigrantes han hecho que su voz
se escuche fuerte.
Para las fuerzas conservadoras su pesadilla ha comenzado a hacerse
realidad. Los trabajadores indocumentados reivindican en la calle un
trato digno y derechos. Al hacerlo se han convertido en un actor
incómodo que se metió de lleno sin invitación a la mesa de la política.
Las reglas del juego han cambiado.
La gran tragedia de la derecha imperial es que padece la cuestión
migratoria con enorme ambivalencia: para hacer funcionar su economía
necesita trabajadores, pero llegan mexicanos; requiere fuerza de
trabajo, mas cruzan la frontera personas de carne y hueso. Y hoy,
esos hombres y mujeres han comenzado a decir que exigen que la
situación cambie.
Hacía ya tiempo que el “homo mexicanus” se había convertido en
sospechoso en espacios urbanos degradados por la pobreza, castigados
por el crecimiento económico limitado, la deslocalización industrial y
el trabajo precario. Las víctimas de la “walmartización” observan
con suspicacia a los “mojados” venidos del otro lado del río Bravo.
Y en esa mirada germinan la xenofobia y el racismo.
El mito del inmigrante problemático, conflictivo y delincuente creció
dentro de Estados Unidos durante años facilitado por la parálisis de
la diplomacia mexicana, pero también por la inacción de la izquierda.
Los sin papeles son vistos como una competencia desleal por recursos
escasos como trabajo estable, seguridad social y vivienda. Son los
chivos expiatorios a culpar por la desestructuración de los mercados
de trabajo y la expoliación de derechos. Se les responsabiliza por la
degradación de la convivencia y la inseguridad ciudadana. Se asegura
que son una amenaza a la cohesión cultural y la democracia.
Pero no pueden prescindir de ellos. En la metrópoli, los brazos y la
fuerza de esos millones de hombres y mujeres son necesarios de manera
permanente y no un recurso temporal. Puesto que existe una profunda
identificación entre trabajo precario y trabajo migrante, la labor de
los indocumentados no es la excepción, sino la norma. Satisfacen la
escasez de mano de obra. Aceptan salarios baratos y duras condiciones
laborales. Están dispuestos a laborar horas extras y cubrir los
turnos de noche.
Los emigrantes no son seres humanos. Son jornaleros agrícolas,
lavaplatos, mucamas, barrenderos, trabajadoras domésticas, cuidaniños,
albañiles, peones. Son fuerza de trabajo, no hombres. Su función es
trabajar.
"Millones de personas están despojados de derechos porque no pueden
ser ciudadanos en el país de residencia", escriben Setephen Castles y
Alastair Davidson. Y, efectivamente, no son ciudadanos, sino
extranjeros no autorizados, aunque reconocidos. Los ciudadanos poseen
derechos que los hacen miembros plenos de una sociedad de iguales.
Los sin papeles viven en una zona gris, intermedia entre la
extranjería y la ciudadanía: no están autorizados, pero son
reconocidos. Tienen familia, hijos que van a escuelas, un empleo
fuera de su país de origen, pero no derechos equiparables a los de
los ciudadanos. Establecen una especie de "contrato social informal"
con sus comunidades de residencia.
En el mejor de los casos -como muestra el actual debate en el
Congreso de Estados Unidos- son aceptados como trabajadores
temporales adecuados a los requerimientos del mercado de trabajo y
culturalmente asimilables. "Tenemos -dice el legislador republicano
Bill Frist- que hallar una forma legal para que los empleadores
encuentren a la gente que necesitan para mantener sus negocios
funcionando y que siga creciendo nuestra economía". Es decir, a
quienes han cruzado la frontera se les niega su propósito. Un
inmigrante es alguien que tiene un proyecto de establecerse -por un
tiempo o por toda su vida- en el país al que se traslada. En cambio,
el trabajador huésped no debe aspirar a la residencia estable.
Pero, ahora, los inmigrantes exigen ser personas y no sólo fuerza de
trabajo. Reclaman derechos y un trato digno. Y, al luchar por ello,
han mostrado que su condición de excluidos no los condena a la
debilidad política. La amenaza de la deportación no les impide
movilizarse. La privación de bienestar material no los encadena a la
inacción. Las protestas los han convertido, aún más de lo que ya
eran, en un actor político innovador.
El movimiento de los sin papeles, al igual que los fenómenos
migratorios, son hechos autónomos. Los primeros han sido gestados al
margen de partidos políticos y actores externos, y se han dado su
propia e insustituible representación. Los segundos se desarrollan de
forma indiferente a las políticas de los gobiernos y no pueden
reducirse a las leyes de la oferta y la demanda.
Ciudadano de frontera, el “homo mexicanus” (junto a inmigrantes
provenientes de muchas otras naciones) llevó a Estados Unidos como
ofrenda diversos correctivos comunitarios nacidos de sus fuertes lazos
comunitarios y familiares. A ellos ha añadido ahora, una vigorosa
reivindicación de dignidad y una fuerte inyección de savia cívica. Ha
levantado, además, un sano torbellino de autonomía.
- Luis Hernández Navarro es periodista de La Jornada de México.
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