Chile y Venezuela: lo que no entra en las urnas

En Chile, como en Venezuela, el reto de las fuerzas progresistas y populares pasará por su capacidad para interpelar a las mayorías desencantadas.

29/11/2021
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Si hay países que en los últimos 20 años atravesaron procesos políticos bien disímiles, casi antagónicos, son Chile y Venezuela. Chile, emporio del paradigma neoliberal puro y duro. Venezuela y su apuesta a un proyecto pos-capitalista con democracia participativa (hoy estancado por el derrumbe económico). Las elecciones del domingo en ambos países arrojan múltiples aristas analíticas, nuevos escenarios, interrogantes, rupturas y continuidades. Sería estéril una comparación entre realidades tan discordantes, pero hay un punto en común: una mayoría hoy no cree que su futuro se resuelva yendo a votar. 

 
Si bien en ambos casos el voto no es obligatorio, la abstención se impuso como opción mayoritaria. En Chile ya es costumbre: desde que se aprobó el voto voluntario en 2012, ninguna elección superó el 50% de participación, con excepción del plebiscito constitucional de 2020 cuando asistió el 50,9%. En las regionales de junio no llegó al 20%. Esta vez votó el 47,3%, a contramano de las expectativas que se habían creado. La nueva era que parió el estallido social de 2019 tuvo el domingo su mojón con la implosión de los dos bloques que gobernaron la pos-dictadura, pero evidentemente Gabriel Boric no logró conectar con las demandas transformadoras de las multitudes en las calles y, una vez más, primó el escepticismo electoral. 

 
En Venezuela, la participación creció cuantiosamente en tiempos de Chávez, cuando solía votar más del 70%. En los últimos años viene siendo entre el 40% y 50%, producto del abstencionismo opositor, el descontento por la situación económica y la migración masiva. En las regionales del domingo votó el 42,2% pese al regreso de la oposición más dura a la vía electoral. En el caso venezolano es la derecha la que no logra capitalizar el prolongado malestar social. 
 
Neopinochetismo en Chile 

 
La jornada electoral chilena dejó un gran signo de preocupación con la emergencia de la extrema derecha como primera minoría. El 27,9% de José Antonio Kast responde al desplome de la derecha tradicional (como en Brasil con Bolsonaro), pero resulta una paradoja alarmante que el único candidato que se opuso abiertamente al proceso constituyente aprobado hace un año con el 80%, con un programa ultraconservador y defensor de la dictadura, tenga chances de presidir -y torpedear y reorientar- esta era transicional que vive Chile. 

 
El 12,8% de la bizarra candidatura de Franco Parisi, que salió tercero desde Estados Unidos -no puede entrar al país por no pagar la pensión alimenticia-, le aporta otra dosis de sorpresa e incertidumbre a este inédito panorama. Seguramente buena parte de esos votos vayan para Kast. Sumado al 12,79% del oficialista Sebastián Sichel, el bloque conservador aparece con un vigor inesperado de cara al balotagge. 

 
Es probable que Gabriel Boric (25,8%) arrastre el caudal de Yasna Provoste (11,6%) y Marco Enríquez-Ominami (7,6%), con lo cual un primer poroteo da un escenario parejo y abierto. En el largo mes que queda, Boric y Kast se mostrarán moderados apuntando al voto de centro, como hicieron en la campaña. Pero tal vez la clave principal no esté en la repartija del 47% que fue a votar sino en cuánto de ese otro 53% se vea interpelado ante una polarización tan marcada. Por ahí pasa el gran dilema de la vida institucional chilena: las grandes mayorías siguen dominadas por la apatía hacia el sistema político. 

 
 
Venezuela: estabilidad política, ¿y económica? 

 

 
En la elección número 29 en 22 años, lo más destacable fue la reinserción de la oposición más radical en el terreno democrático después de casi cinco años de apostar a la vía insurreccional. Las urnas ratificaron el poder territorial del chavismo, que se quedó con 20 de las 23 gobernaciones, aunque facilitado por la atomización y las luchas descarnadas entre las facciones opositoras, que todas juntas sacaron unos 700 mil votos más que el oficialismo. 

 
La presencia de una misión de la Unión Europea luego de 15 años, la mesa de diálogo iniciada en agosto en México y el fracaso del “experimento Guaidó” (hoy sin ningún peso político en el país), reformulan las coordenadas en las que se desarrolló el conflicto en los últimos años y auguran un escenario de mayor estabilidad política y convivencia democrática. 

 
Pero el centro de gravedad sigue siendo el descalabro económico, razón principal del éxodo masivo y de un hastío que se volvió a ratificar en la baja afluencia. Superado el momento más caótico del desabastecimiento y las eternas colas de 2017-2018, hoy se consigue todo pero a precios altísimos y con la irrupción del dólar como principal moneda de intercambio, lo que acrecienta la desigualdad. 

 
Así como no funcionó el plan estadounidense de tumbar a Maduro por la fuerza, sí se mostró eficaz la asfixia inducida por el bloqueo. El nuevo ciclo estará determinado por estas tres variables: el reordenamiento opositor, el músculo que tenga el chavismo para recomponer la economía y reconstruir su base social y su proyecto histórico, y las estrategias injerencistas que despliegue la Casa Blanca. 
 

Tanto en Chile como en Venezuela el reto de las fuerzas progresistas y populares pasará por su capacidad para interpelar a las mayorías desencantadas.

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