En Perú sálvese quien pueda
- Opinión
“La enfermedad nos ha enseñado que este virus va a atacar a todos, que nadie se va a salvar. Unos más temprano, otros más tarde, pero nadie se va a salvar. Entonces hay que estar preparados. No tenemos otra alternativa”, dijo el presidente Martín Vizcarra en declaraciones recogidas por la prensa el 16 de julio.
A buen entendedor, pocas palabras. Lo que Vizcarra ha dejado entrever es que el Estado ya no es capaz de enfrentar la pandemia y que el sistema de salud está totalmente colapsado; deja en manos de cada persona evitar el contagio y que busque como pueda la atención médica porque se debe priorizar la recuperación económica sobre la salud, obligando a los trabajadores a retornar a sus empleos en las peores condiciones.
El 17 de julio habían transcurrido 123 días desde la declaratoria de emergencia en el Perú por COVID 19 que incluyó aislamiento social obligatorio (cuarentena y prohibición de circular salvo para actividades consideradas esenciales) y cierre de fronteras.
Aunque el gobierno insiste en que la situación está controlada y que se está atendiendo a todos los pacientes que lo requieran, la verdad es otra. Según cifras oficiales, al 17 de julio había 345,537 casos confirmados de COVID 19 (un incremento de 3,951 casos en 24 horas), 12,799 muertos y 233,982 recuperados.
Tras más de cuatro meses en confinamiento y aislamiento social, ¿por qué no se han reducido los contagios ni las muertes? La respuesta estaría en la pobreza generalizada, informalidad, hacinamiento, economía dependiente de la exportación de materias primas y falta de respuesta del Estado, todo escondido bajo la imagen falsa de país exitoso y económicamente boyante.
En reunión virtual con la prensa extranjera el 16 de junio, el entonces ministro de Salud Víctor Zamora admitió que, a la insuficiente infraestructura, falta de camas UCI, oxígeno y medicinas, se sumaba un enorme déficit en el número profesionales de la salud el sector público.
“En determinadas zonas del país la cantidad de médicos por habitante es baja y en otras hay superávit”, precisó Zamora.
Explicó que la estrategia sanitaria del gobierno se basaba en dos pilares: aislamiento social y diagnóstico.
Para mantener el aislamiento social, columna vertebral de todas las otras medidas, se lanzaron campañas como “quédate en tu casa” y “mi salud primero”. El diagnóstico clínico debía confirmarse con la toma de pruebas moleculares y serológicas; los casos leves regresarían a sus casas donde debían permanecer aislados, los casos moderados serían internados en hospitales y los graves ingresarían a unidades de cuidados intensivos (UCI).
“El diagnóstico debe ser presencial y no hay suficiente personal”, dijo. “Toda muerte se reporta con un diagnóstico confirmado por laboratorio. Hay un porcentaje de muertes que recibe certificado médico con sospecha de COVID 19”.
“La columna vertebral está sufriendo un cambio sustantivo: agotamiento de las poblaciones más pobres que no pueden mantener el aislamiento (retornantes a sus provincias de origen, búsqueda de alimentos, trabajo, etc)”, indicó Zamora, quien el 15 de julio fue relevado de su cargo y reemplazado como titular del Ministerio de Salud por Pilar Mazzeti, hasta entonces directora del Comando de Operaciones COVID-19.
Lo que fue evidente desde el comienzo es que el Estado no estaba preparado para esta situación de emergencia. Décadas de abandono de los hospitales públicos pasaron la factura. Sobre la marcha se tuvo que ampliar el número de camas disponibles e instalar hospitales de campaña. En el camino empezaron a subir los precios de las medicinas en las farmacias (80% son de propiedad del grupo Intercorp), escaseó el oxígeno medicinal (también concentrado en solo dos empresas) y los precios también se dispararon. La población demandaba control de precios, algo que no permite la Constitución de 1993 que plasmó el modelo neoliberal en el país.
La respuesta oficial era que “el acaparamiento y la especulación no están penados por la Constitución” y que “la Constitución prohíbe el control de precios y establece que es el mercado el que determina”.
Mientras los hospitales públicos desbordaban su capacidad, las clínicas privadas cobraban el equivalente a US$100,000 por la atención en UCI a pacientes con COVID 19. Tampoco el gobierno se atrevió a tomar control temporalmente de las clínicas privadas como si hicieron otros países, a pesar de que la Constitución lo permite en situación de emergencia. Lo único que hicieron las autoridades fue negociar con un puñado de clínicas una tarifa plana de 64,900 soles (US$ 18,500) para la atención de pacientes COVID 19, pero únicamente para aquellos remitidos por establecimientos públicos. Los demás, incluso quienes pagan costosos seguros de salud privados, deben asumir sus tarifas abusivas.
Para los 33 millones de habitantes del país (incluidos 1 millón de migrantes venezolanos), donde cunde la informalidad, esta situación es un calvario. Quebraron miles de pequeñas y medianas empresas, la economía se paralizó y entre marzo y junio experimentó una caída de 32.7%; solo en Lima 2.6 millones de personas perdieron sus empleos de un día para otro, según cifras oficiales. Diversos analistas coinciden en señalar que la pobreza este año llegará al 30%, mientras que la informalidad ya supera el 80%.
La cuarentena, que se levantó al día 107, no logró los efectos esperados de reducir el contagio. Sin embargo, desde el comienzo, la desesperación por perder sus fuentes de ingreso súbitamente llevó a mucha gente a salir a la calle para buscar un trabajo, algo que vender o que comer; además, miles de personas se agolparon en los bancos para cobrar un bono otorgado por el gobierno a las familias más vulnerables. Pero ese bono de 720 soles (US$ 200) no llegó a quienes realmente lo necesitaban debido a que el padrón que se utilizó estaba totalmente desactualizado.
Con una Constitución que reduce el papel del Estado, con gobiernos que han continuado en piloto automático con “el modelo que funciona”, priorizando al sector privado y el mercado sobre el bien común, era esperable que las autoridades fueran incapaces de responder a esta emergencia.
Tan pronto se dictó el estado de emergencia el 16 de marzo, el gobierno adoptó una serie de medidas cuyo objetivo, de acuerdo con el Banco Central de Reserva del Perú (BCRP), era “asegurar, por un lado, el flujo de la cadena de pagos y la estabilidad del sistema financiero, y, por otro, la viabilidad del distanciamiento social obligatorio. Los dos primeros objetivos buscan evitar un círculo recesivo que acabe en despidos y quiebras masivas que dificulten la recuperación económica futura. El tercer objetivo se formula reconociendo que el éxito de la contención del virus depende de los incentivos económicos para respetar las medidas de distanciamiento social”.
Sin embargo, la presión del sector privado agrupado particularmente en la Confederación Nacional de Instituciones Empresariales Privadas, la Sociedad Nacional de Minería, Petróleo y Energía y la Sociedad Nacional de Pesquería, obligó al gobierno a empezar a levantar la cuarentena.
Ejemplo de ello es que tan pronto como las minas volvieron a operar, los contagios se multiplicaron. Según la exministra de Energía y Minas, Susana Vilca, en conversación con la prensa extranjera el 9 de julio, hasta ese momento se habían registrado 3,000 casos de trabajadores mineros contagiados con COVID 19.
En medio de una inminente segunda ola ante la apertura de diversas actividades económicas, incluyendo el transporte público, interprovincial y aéreo, centros comerciales y restaurantes, el 15 de julio el presidente Vizcarra nombró un nuevo gabinete encabezado por Pedro Cateriano, un abogado liberal, defensor acérrimo del sector privado, quien desempeñó ese mismo cargo en el gobierno de Ollanta Humala (2011-2016).
Aunque algunos ministros fueron ratificados, como es el caso de María Antonieta Alva en Economía y Finanzas y artífice de las medidas de reactivación económica, otros fueron dados de baja como Zamora y Vilca.
Los nuevos ingresantes son una muestra de las imposiciones del sector privado. Algunos de los titulares tienen claros conflictos de interés, como el caso de Rafael Belaúnde, nuevo ministro de Energía y Minas, que hasta su nombramiento era director de varias empresas mineras, o el ministro de Trabajo, Martín Ruggiero, cuyo único mérito es ser socio de un estudio de abogados que se dedicaba a asesorar a empresas y que está a favor de la flexibilización laboral y los despidos masivos. Silla giratoria que le llaman.
Mientras tanto, las medidas económicas implementadas no están dando los resultados esperados. No solo los bonos no llegaron a las personas que los necesitaban, sino que el fondo Reactiva Perú, destinado a evitar que pequeñas y medianas empresas cerraran y despidieran a sus trabajadores, fue acaparado por grandes empresas cuya primera medida fue, justamente, reducir personal.
Como dice el economista Óscar Ugarteche, sin trabajo no hay consumo, y sin consumo no hay reactivación económica posible.
Mientras tanto, las calles de Lima están llenas de mendigos, peruanos y extranjeros, pidiendo limosna, muchos de ellos personas que se quedaron sin trabajo y sin ingresos de un día para otro. La clase media, endeudada por las tarjetas de crédito, está vendiendo sus pocas pertenencias para sobrevivir.
El 28 de julio se cumplirán 199 años de la declaración de Independencia por José de San Martín y no hay nada que celebrar con un Ejecutivo que ha claudicado a la presión del sector privado y un Congreso –elegido el 26 de enero para terminar el mandato del Legislativo disuelto el 30 de setiembre del 2019— quizás peor que el anterior. Y detrás de todo está la corrupción, tan enquistada y heredada de los colonizadores.
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