Muerte a los indígenas en Colombia: la ofensiva que no se fue

19/11/2019
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Foto: scoopnest.com
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 Dos masacres ocurrieron en la última semana de octubre al norte del departamento del Cauca, en el suroccidente de Colombia. Durante el primer fin de semana de noviembre fueron asesinados dos indígenas y varios más desde entonces. Cerca de veinte personas en unos cuantos días, en la misma zona, y en el más completo y chocante mutismo institucional y mediático.

 

Ambas masacres y todas las muertes estaban cantadas. Las veían venir las comunidades, y los ministerios de Interior y Defensa, advertidos en varias oportunidades, incluso, por la Defensoría del Pueblo. Aunque no debería ser asunto de notificación, pues esa es la función de tales instituciones: saber qué puede suceder a donde operan y cómo preservar la vida de quienes son objeto de su protección, sobre todo, en zonas de franca conflagración.

 

Por desgracia, es la constante en un Gobierno indolente que hace poco por evitar esa matazón con muertos de segunda, sin cronistas, pero anunciadas. Mejor dicho, nada, aparte de realizar intrascendentes consejos de seguridad; dejar quemar, sospechosamente, las pruebas en custodia; disponer anillos de protección que son un peligro para los asegurados; ingeniarse planes de choque social que se chocan sin salir de Bogotá. O enviar de urgencia al exministro de Defensa Guillermo Botero, el funcionario más inepto que hubo entre una pléyade de incompetentes que aún no se van.

 

Un comisionado de paz con lenguaje de cruzado de guerra, que mandó al traste los diálogos con la guerrilla del ELN y de paso multiplicó por tres el número de sus integrantes. Una ministra de Interior perfectamente acomodada afuera de la realidad, que cree que los indígenas son los causantes de su propio infortunio. Un negacionista del conflicto armado administrando la institución creada para comprenderlo y no olvidarlo, el Centro Nacional de Memoria Histórica.

 

Un consejero de Derechos Humanos que le acomoda los desmanes del ESMAD a la falta de autocontrol de quienes participan en las protestas sociales y que expone en público, como si fuera noticia, que el asesinato de líderes sociales se redujo en un 47%, entre enero y octubre de este año, en 48 municipios (RCN, 2019). No incluyó en la estadística los 1075 municipios restantes que hasta para el DANE también son parte del país.

 

En este gobierno de burócratas en las antípodas de los cometidos institucionales y desde la perspectiva del revés, a lo mejor, el exministro de Defensa fue competente para proteger a los indefensos terratenientes, a los desvalidos patronos paramilitares y a otras desamparadas sabandijas que el capitalismo criollo produce a granel.

 

 De la defensa y los desprotegidos

  

En la primera masacre, asesinaron a una gobernadora y cuatro guardias indígenas nasas. Menos de 48 horas después, a escasos 15 kilómetros, las víctimas fueron cuatro contratistas que efectuaban mediciones topográficas en un área de cultivos ilícitos. Al rato aparecería el cadáver del escolta que cuidaba a un líder indígena.

 

Horas antes de la matazón había sido ametrallado el líder campesino Flower Trompeta, con disparos de ráfaga por la espalda.

 

En un combate, sostuvo el Ejército.

 

En un combate que no existió, dicen las circunstancias.

 

Y entonces uno se pregunta: ¿Ronda de nuevo el fantasma de los asesinatos extrajudiciales, eufemísticamente, llamados “falsos positivos”?

 

No, afirmó de manera tajante el susodicho exministro de Defensa.

 

Quién sabe, pensamos la mayor parte de sus compatriotas, quienes, de chasco en chasco, aprendimos a desconfiar de sus contundentes confirmaciones.

 

¡Quién va a saberlo!, si hasta no hace nada existía una directriz que estimulaba el logro de resultados a como diera lugar. Los resultados son enemigos dados de baja. Los enemigos dados de baja son colombianos. Delincuentes, sí, pero también lo fueron una vez jóvenes inofensivos, engañados y ejecutados a mansalva. Miles, hace unos años.

 

Ocho niños ¡todavía no hace tres meses! en un bombardeo en el departamento de Caquetá, donde las argumentaciones a favor de la legalidad de la operación acrecientan las certezas de lo opuesto: que el entonces ministro de Defensa, los altos mandos militares y los jurídicos que la autorizaron tenían previo conocimiento de que en el objetivo había menores de edad. Ocho o quizás dieciocho (W Radio), lo sabremos cuando Medicina Legal termine de armar los cuarenta fragmentos que consiguió recuperar.

 

 De bombardeos y meticulosos

 

¿Hasta cuándo será que los ciudadanos adormilados por las mentiras soporíferas de los grandes medios tragarán el cuento de que ni el presidente ni los altos mandos militares, ni nadie en la elevada cima del Comando Central, tenían idea de que entre los objetivos había menores de edad, o de que pudiera haberlos?

 

Cómo así que nadie tomó nota de la denuncia repetida de un alcalde (Humberto Sánchez, de San Vicente del Caguán, del Centro Democrático), las muy valerosas de un personero (Herner Carreño, de Puerto Rico), las de la Defensoría del Pueblo y las de varias familias atormentadas, en una zona en la que se llevan a cabo consejos de seguridad por costumbre y actúa la ponderada red de inteligencia militar, y donde, desde hace meses, es vox populi el reclutamiento forzado de menores.

 

Consejos de seguridad de los que hacen parte, según investigación del portal La Silla Vacía, “la Fiscalía, la Personería, el Comando Específico del Caguán, la Sexta División, la Fuerza de Tarea Júpiter, la Fuerza de Tarea Conjunta Omega (que realizó el bombardeo), la Policía Nacional y la Administración Municipal”.

 

Seamos claros: a quienes adelantaron el operativo les valían poco los principios de precaución y de proporcionalidad, y tienen en concepto tan desequilibrado los principios de seguridad y necesidad que los anteponen a la vida de tantos niños.

 

Sí, mataron a unos malhechores. Uno, alias Gildardo Cucho, recitan, muy peligroso. ¿Y qué? Me valen un bledo los seis u ocho bandidos caídos en una acción que Duque tildó de “labor estratégica, meticulosa, impecable”, ¡oh, albricias!, a doce horas del inoportuno anuncio de Iván Márquez y demás compinches de retomar las armas. Lóbrega reacción y atinado desacierto.

 

¡Qué noción de lo impecable!, tan aclimatada a las temperaturas de miedo de una doctrina que el país conoce de sobra. Y qué meticulosidad la de personas que carecen de lo que define el término: ni concienzudos ni escrupulosos en su faena de carniceros.

 

Deberían importar un montón y doler muy hondo los ocho o diez o más niños y adolescentes asesinados, los cuales, en poco tiempo, serán olvidados porque vendrá otra masacre para ayudarnos a sobreponer esta, y luego otra y otras, que también se extraviarán rápido en nuestra patriótica desmemoria.

 

Y aflige aún más pensar que fueron ultimados a sabiendas de los artífices y los ejecutantes de la maniobra, por la justificación que sea o se acomode. Todos presentados en pedazos como disidentes de las FARC. Y todos, todos todos y en cualquier caso, sujetos de pleno derecho.

 

 De trueques y persistencias

 

Grave, como se dice en el argot militar, dar de baja a menores de edad. Grave engañar a un país, así una parte menor de los habitantes agradezca que la engañen. Tan bajo como la ejecución fue ocultarla del modo que lo hicieron, con pistolas en la sien de una comunidad de campesinos. Eso, tapen, tapen, a una sola voz, hicieron el despreciado ministro que salió y el ministro militar que lo reemplazó por unos días y que por suerte (de las presiones) también partió, el general Luis Fernando Navarro Jiménez.

 

Sí, ya no está el empresario capataz más insensible del latifundio gobiernista y uno de los abanderados de la escabrosa ideología del enemigo interno. Tampoco está de ministro encargado, aunque sí permanece con el mando, el militar que fue arte parte de la crisis y de la desconfianza suscitada, y que defendió al defensor de lo indefendible aún después de ahogado.

 

No están, ¿y qué? Amanecerá y veremos, escribí hace unos días. Y el amanecer llegó con otro nubarrón. ¿O qué otra cosa es el nuevo ministro de Defensa, el señor Carlos Holmes Trujillo? Otro ministro de cartilla al frente de una institución traída a pique por este gobierno. Si en el ámbito de su experiencia fuerte, la diplomacia (cónsul en Tokio, embajador en Suecia, Austria, Bélgica y Rusia, y ante la OEA y la Unión Europea), Holmes desempeñó un patético papel, ¿qué puede esperarse de él en un campo en el que es un neófito absoluto?

 

Holmes canciller no hizo más que desplazar a Colombia de la posición de modelo citado internacionalmente por el proceso de paz a país paria aliado y alineado con los Estados Unidos de Trump, el Brasil de Bolsonaro y el Israel de Netanyahu, que se abstiene en la votación impulsada por la ONU de condena al infame bloqueo de Estados Unidos contra Cuba (se lava las manos, que es la peor y vergonzante forma de apoyarlo), contradiciendo el criterio del propio país desde que la votación existe (hace 28 años) y la posición rotunda de 187 países.

 

Este relevo ridículo en el Ministerio de Defensa sólo afianza la idea de que Botero sólo era la punta de iceberg de la política de seguridad del actual gobierno, así como el actual gobierno y su política y Uribe lo son de poderes políticos y económicos definidos. De sectores empresariales, terratenientes, ganaderos y mafiosos, con brazos armados y opulencias untadas de sangre; provincianos y punta de lanza de transnacionales ásperas. Como fieras lesionadas, quizás, pero siguen rugiendo en el zoológico. Y están al mando. Algo que no puede perderse de vista. 

 

Del fraude y lo falso

 

El estímulo de antaño para canjear paisanos muertos por ascensos, días libres y gabelas fue otra instrucción de familia semejante a la de la directiva reciente, que no está claro qué tanto le desmontaron, aparte de unos verbos y adverbios. ¿Norma dual? ¿Orden contrariada? ¿Coincidencia? Otra vez, quién sabe. Pero de alguna fuente sucia viene el degenero.

 

Lo cierto es que la sistematicidad no sale a flote con uno que otro caso. La regularidad se evidencia con el paso del tiempo, cuando aquellos homicidios inconexos, a los que nunca se les prestó atención, no dejan de acontecer. Y no dejan de repetirse, precisamente, porque a unos tras otros se los va registrando como casos aislados.

 

¿Por qué? Variados son los motivos por los cuales los problemas en Colombia dejan de ser una eventualidad y pasan a convertirse de repente en un sino insoslayable.

 

Los culpables, ¡cómo no!, niegan que unos cuantos incidentes consecutivos, unas docenas o centenas de aspecto similar, o muchos miles, tengan naturaleza sistemática. La negación es institucional de buenas a primeras, y, a su vez, el remiendo oficial es cacareado sin chistar por los grandes medios.

 

A favor: que aún no sabemos quiénes son esos culpables. En contra: que después de saberlo hay quienes siguen alegando que los victimarios tuvieron sus razones, y que tachan de exageradas las condenas de risa impuestas por jueces bajo amenaza.

 

Para robustecer la debacle, ciertos miembros zafios de la institución castrense son invadidos por esa anomalía llamada “espíritu de cuerpo” y niegan tozudamente lo que desconocen. Piensan, tal vez, que le hacen un bien a los suyos. En realidad, favorecen a los criminales. ¿O será que éstos son los suyos?

 

Creen, quizás, que portando fieles el escudo de los malhechores caballeros no dañan a la institución que aseguran venerar. No le ayudó nada al estamento la alcahuetería ciega de un ministro que le ocultaba los hechos execrables al país y que rehuyó asumir las responsabilidades políticas durante largo tiempo, hasta el final, y que sigue haciéndolo aún de exfuncionario por la merced de un Congreso en su mayoría politiquero y alcahuete.

 

Un ministro que entre más mociones de censura sorteaba más legitimidad perdía, no sólo él, sino el gobierno y, sobre todo, los militares que representaba. Por fin partió a regañadientes, a pocas horas de convertirse en el primer ministro del país sacado a escobazos del puesto.

 

Pero no se llevó consigo todo el deshonor, tampoco toda la culpabilidad. A partir de ahora tendrá que establecerse con exactitud cuántos y quiénes, militares y no militares, participaron en el asesinato de los menores y en las ejecuciones extrajudiciales denunciadas, cuáles han sido las condiciones atenuantes y agravantes, y castigar a los culpables.

 

Un adorno bien feo tuvieron a la cabeza los militares buenos y honestos por los últimos quince meses, aquellos que por aguantar los vientos en contra dentro de los cuarteles han sido y son doblemente dignos y valientes.

 

No olvidemos que desde el interior de las propias fuerzas militares se han filtrado las principales denuncias. Las represalias tomadas contra ellos no han sido leves. Ser un “héroe” certificado no es tan fácil como serlo en los bocadillos embusteros y oportunistas de los politiqueros o en los titulares lisonjeros.

 

“Y no, yo no voy a renunciar”, runruneó junto a la puerta el exministro de Defensa, mientras lo conminaron a que renunciara y renunciaba.

 

De intereses y pleitos

 

Excombatientes de las FARC, activistas sociales y de Derechos Humanos, y líderes campesinos y de minorías étnicas están siendo asesinados a lo largo y ancho de Colombia.

 

La guerra que padecen las comunidades campesinas del Suroccidente también campea en los Santanderes; al sur Valle del Cauca; en el norte y el nordeste de Antioquia; en Cundinamarca y Boyacá; en Arauca, Chocó y Huila; en el norte de Sucre; en Nariño y Putumayo, en los límites con Ecuador; en Bolívar, en Caquetá…

 

La guerra que afrontan los indígenas nasa del Cauca la viven las comunidades zenú de Sampués, en el departamento de Sucre, al norte, o el pueblo barí, en Catatumbo, cerca de la frontera con Venezuela, o los yanaonas, cruzando las montañas del mismo Cauca.

 

Los resguardos, en casi todo el país, sufren intimidaciones, desplazamiento forzado, confinación, asesinatos, reclutamiento de menores, abusos sexuales, torturas de algunos de sus miembros. Los motivos y las condiciones son coincidentes en las diversas regiones. Pero lo que pasa en el Cauca, en particular, es trágico.

 

La Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC) denunció, a mediados de octubre, que en lo que iba de 2019 habían asesinado a 115 indígenas en el país. 14 eran de la etnia nasa. No obstante, que nadie se detenga en las cifras. Los datos de muertos en Colombia se invalidan en horas, ni siquiera en días.

 

Para el senador indígena Feliciano Valencia, “se trata de una crisis humanitaria que afecta la vida y pervivencia de los Pueblos Indígenas del Norte del Cauca”. No se puede minimizar la situación y tampoco es posible simplificarla.

 

Entre las causas de la violencia desatada, sin duda, se ha insistido, el narcotráfico es de las que puntean. Pero es más que eso. Cultivos ilícitos, laboratorios y rutas de pasta base de coca y de marihuana son fases claves del negocio en disputa. Por su control se enfrentan a muerte grupos armados irregulares de todas las pelambres, en vastas superficies que antes dominaban las FARC y que con la firma del acuerdo de paz quedaron a la deriva.

 

El estado jamás hizo presencia con los prometidos programas sociales y de desarrollo rural. A lo sumo, asomó con puestos de policía que después se volvieron bases militares que a la larga serían batallones de alta montaña.

 

Pero no podemos olvidar que la minería legal y la ilegal no son convidadas de piedra en el pandemónium. Y, de seguro, aunque discreta y disfrazada, más dañina la primera que la segunda, de por sí devastadora.

 

Ni que existen atávicas pugnas por la tenencia de la tierra, para las que la averiada Ley de Víctimas y Restitución de Tierras (Ley 1448 del 10 de junio de 2011) fue como echarle sal a las heridas. Las heridas, ni para qué decirlo, las llevan las víctimas en el lomo.

 

O que se incrementan los voraces proyectos agroindustriales y la explotación indiscriminada de recursos naturales.

 

No hablamos, además, de intereses unidireccionales, sino de ambiciones recónditas y entrelazadas.

 

De culpas y culpables

 

En la zona operan disidencias de las FARC, el ELN, residuos del EPL, bandas criminales, paramilitares y narcoparamilitares, el Clan del Golfo (que es de todo un poco), los delincuentes comunes, y otras delincuencias más o menos organizadas y desorganizadas.

 

Los sicarios se contratan en cualquier esquina, barato, a término indefinido. O por horas, el modelo de contratación que en estos momentos los empresarios (en algunos casos, los mismos empresarios) quieren imponerles a los trabajadores formales, a decir verdad, no tantos.

 

Los contratistas de los gatilleros, en cambio, pertenecen a élites regionales de alcurnia, racistas, excluyentes y corruptas. O a castas político-mafiosas que operan desde Cali y Popayán. O son prestantes hombres a cargo de colosales proyectos agroindustriales y de explotación minera, criollos y extranjeros, afincados en Bogotá o Vancouver o Nueva York.

 

El principal delito de las comunidades campesinas y de las minorías étnicas es atravesarse con sus terruños y sus territorios ancestrales en los derroteros de la codicia.

 

Porque la actual desgracia de los indígenas del norte del Cauca, en Colombia, es la misma de todos los pueblos originarios del continente, del Cabo de Hornos, al sur, a Nuvuk (Punta Barrow), al norte, desde hace más de cinco siglos: estar ahí, o sea, existir.

 

De tal modo, arribamos a la pelea de bastones de mando de palo de chonta contra material bélico poderoso, digamos, el fusil estadounidense semiautomático AR15 de Colt, de moda entre las pandillas de hampones por su ligereza y practicidad a la hora de ultimar inocentes. Variantes de la asimetría de matar amenazadores niños secuestrados con bombas.

 

Y, sin embargo, a la autonomía, que los indígenas y su guardia han logrado mediante pugilatos y paciencia, hay quienes pretenden endilgarle el pecado de sus propios muertos. Muchos lo hacen por ignorancia, otros por falta de ella: saben lo que hacen y por qué dicen las majaderías que dicen.

 

Es que ¿cómo no va a ser censurable el hecho de que unos indígenas intenten hacer valer sus derechos a través de alegatos que no ofenden y armas que no matan en un entorno social en el que se asesina con ferocidad porque sí y con saña porque no?

 

De alivios y desmandados

 

La solución no es aumentar el pie de fuerza militar con 2500 nuevos efectivos, manifiestan los indígenas. Menos aún, digo yo, si la acción se encamina a criminalizar a las víctimas, antes que a perseguir a los criminales, y a reprimir a los desposeídos, más que a evitar su exterminio.

 

En una región abandonada de la ley y olvidada de todo: de programas sociales, de vías, de comunicaciones, en general, del desarrollo, menos de una nutrida fuerza militar, puede que haga falta mayor presencia del Ejército.

 

Suena raro. Pero su juicio tendrán los expertos de escritorio que asesoran a Duque, pues, también, en mente han de tener que se trata de una oportunidad para justificar el abultado presupuesto guerrero, que algunos creyeron en riesgo con la amenaza de un país en paz.

 

En todo caso, más falta haría que las siete bases que están allí y las unidades que lleguen no se crucen de brazos y acudan a tiempo adonde tienen que acudir, a unos metros de sus narices. Que cumplan los mandatos constitucionales, y no los mandados de coroneles vengativos o de altos mandos corruptos y perversos.

 

Mejor dicho, se requiere que el Gobierno ponga en marcha el decreto derivado del acuerdo de paz con las FARC, que establece medidas de protección para las comunidades en riesgo.

 

Está claro que el acuerdo no es del gusto del presidente, ni del gobierno ni del partido, ni del senador Álvaro Uribe, el dueño del partido, del gobierno y del presidente, El Aprendiz del Embrujo (Comisión Colombiana de Juristas, 2019). Es evidente que el acuerdo no se cumple ni se quiere cumplirlo en ninguna de sus partes, y que este es uno de los puntos más desdeñables entre la fila de los desechados. Mas es una obligación gubernamental, no un tema de gustos. O no debería serlo.

 

El denigrado acuerdo de paz, si bien no es la solución ideal, sí contiene salidas, que fueron formuladas junto con las comunidades locales. Ahí se hallan mejores alivios y, cuando menos, le evitará al gobierno continuar haciendo lo que hace: aparatosos consejos de seguridad presididos por funcionarios nacionales, unas veces, antagónicos a priori, otras, despistados; mal secundados por autoridades regionales y mezquinamente sesgados por dirigentes locales.

 

Después de suministrarle tantas veces el mismo fármaco a las comunidades indígenas del sur, del centro y del norte del país, está probado que no se trata de una medicación contra el problema, sino de una panacea para consolar a las audiencias. Es necesario e inaplazable escuchar la voz de esas comunidades que padecen la violencia en las entrañas. Hablar por hablar no permite oír ni atender sus clamores.

 

De presidentes y ofrendas

 

Algo elemental que nunca se hace. Porque el presidente rechaza de plano la posibilidad de desplazarse, desde Popayán, hasta el más allá, a unos cuantos kilómetros, donde también habitan millones de las almas en pena del país que debería gobernar.

 

Cuestión de jerarquía. El señor presidente lleva un año largo pintado en un cargo que por lagartería y de carambola le llegó. Los indígenas nasa ajustaron cinco siglos resistiendo.

 

A los conquistadores españoles, como Sebastián de Belalcazar y Juan de Borja; a los jesuitas del siglo XVI y las Misiones católicas del XX, con sus vicariatos y prefecturas; al Instituto Lingüístico de Verano; a las luchas agrarias de la primera mitad del siglo XIX y los hacendados tramposos de la segunda mitad; a las alcurnias payanesas y la voracidad latifundista de las familias caucanas, como los Mosquera, los Valencia, los Arboleda y los Zambrano, desde la Colonia, hasta esta semana; a la esclavitud y el terraje; a las subastas públicas del general Rafael Reyes y las ideologías de “progreso” de Laureano Gómez; al azúcar y sus ingenios desbocados, desde los años sesenta del siglo anterior, hasta ahora; a los colonos usurpadores y demás facinerosos de todos los géneros y las épocas.

 

Ah, y hace por ahí uno, dos, o varios milenios que están plantados en esas tierras; Tierradentro, el Macizo, sus ríos, sus montañas. Que el señor presidente Duque escuche alguna vez, así sea por teléfono o WhatsApp, la voz de la conciencia antes que la de la inconsciencia que le susurra al oído, desde una finca, como un trombón.

 

Los indígenas comprenden los territorios y las peleas que se libran por su control. Y conocen a los actores y las complejas tramas de la guerra por el poder en las que están atrapados. Todo lo demás, desde los sentidos mensajes, hasta las pasajeras medidas de impacto mediático, apenas son expresiones de la complicidad gubernamental con los verdaderos gérmenes del genocidio en marcha. Y esas providencias de coyuntura que cada tanto se aplican como soluciones definitivas no son más que nuevos componentes de la vieja receta que tiene al Cauca como lo tiene, sumido en la desgracia.

 

El presidente, al concluir la sesión de trabajo sobre el Plan Social del Cauca, hace unos días, dejó pasmado al país pensanteal advertir que el narcotráfico es el enemigo y el que mata a líderes sociales e indígenas.

 

Y aclaró algo que muchos colombianos no teníamos idea que sabía, no por inquina hacia él (que no la hay) ni por resquemores hacia su partido (que sí los hay), sino porque así lo ha mostrado y demostrado su gobierno con la inacción: dijo el presidente que el fenómeno (de la violencia en el Cauca), aparte de la Seguridad y la Justicia y todo ese cuento impropio, “se enfrenta llegando a los territorios con estas iniciativas sociales, con estas alternativas productivas” (Presidencia de Colombia, 2019).

 

Qué grato y gracioso, de todas maneras, que el primer mandatario colombiano prometa ese tipo de inversión, aunque no la cumpla y apenas lleguen cargamentos de tropa y armamento. Algo es algo. A los indígenas del Cauca, de siglo en siglo, les han propinado copiosas esperanzas, aguantarán de pie una de más.

 

Hasta el rey Fernando VII les concedió, generosamente, parte de las tierras que él mismo había ordenado quitarles. Simón Bolívar expidió decretos a su favor que todavía no se comprende qué tanto los hubieran beneficiado porque jamás se formalizaron. José Hilario López los ilusionó con la abolición definitiva de la esclavitud, en 1851, lo que en verdad fue un cambio de nombre y el origen desde el Cauca de una de las nueve guerras civiles nacionales del XIX. Tomás Cipriano de Mosquera les otorgó tierras de terratenientes que les arrebataron sin llegar a pisarlas. Álvaro Uribe prometió no matarlos y… Bueno, el repertorio es amplio.

 

De los fines y las marchas

 

Los grandes medios, cuyos dueños no salen ilesos del entrecruzamiento de intereses involucrados, abordan las masacres indígenas con sensacionalismo, mientras que los asuntos de fondo pasan desapercibidos o son retorcidos. Los periodistas, a voluntad o por salubridad, rehuyen coberturas y contextos en una sociedad acostumbrada durante décadas a mirar para otro lado, que olvida en cuanto puede lo que medio le muestran.

 

Esa parte de la sociedad que saldrá a las calles este 21 de noviembre para atenuar los pecados de la indiferencia y el silencio. Y ojalá que lo haga. Con su natural agudeza, la escritora Carolina Sanín lo señaló: “El paro programado con dos semanas de antelación es un chiste de sumisión. ¿Es posible que no se den cuenta?” (Facebook). Y ojalá que sea que no se dan cuenta.

 

Pero, pese al escepticismo justo y logrado con harto esfuerzo, hay que marchar. Más que por las miles de razones personales, grupales, gremiales, sindicales, sectoriales, en fin, o para expiar cualquier culpa, marchar por los alicientes y las reivindicaciones comunes, para exteriorizar la rabia en contra de los atropellos que comete el actual gobierno en nombre de una institucionalidad pervertida y secuestrada por sujetos sin escrúpulos.

 

Una marcha por la vida, la paz y contra la muerte, que se justifica sólo por asustar tanto a un gobierno al que le importa poco la vida de sus gobernados y nada la muerte ni las matanzas de etnias y poblaciones que considera prescindibles, o, más exactamente, estorbosas.

 

A pocas personas les atañe la suerte de unos seres humanos a los que la historia niega, la educación excluye, las leyes menosprecian y los medios de comunicación volvieron invisibles.

 

En especial, en un país que vive preocupado por la sobrevivencia de cada día. Por crianza: cada cual a lo suyo. Por cultura: cada quien como pueda. Y por un egoísmo genérico. Bueno, al fin y al cabo es una merced que la mayoría de los colombianos al acostarnos le reconocemos a Dios, a la suerte, al destino o a lo que sea: la de no haber muerto de hambre o a tiros.

 

Lo que no se considera es que esos indígenas a los que nadie defiende porque no importan, porque están ¿a buen recaudo? en sus resguardos carcomidos, los están matando, justamente, por asumir causas que nos benefician a todos. Siendo rigurosos, que le hacen más bien al resto de los colombianos que a ellos mismos.

 

Por ejemplo, la defensa del Macizo Colombiano, la Estrella Fluvial de Colombia, cuya relevancia es de las pocas cosas ciertas que aprendemos desde la escuela, que abastece al 70% de los acueductos del país. Y de la que depende buena parte de la energía que nos mueve. Ni más ni menos.

 

Los indígenas del Cauca luchan a muerte por el agua que nos bebemos quienes los miramos con ese estúpido aire de superioridad que otorga la pertenencia a las manadas citadinas y tener la piel ligeramente más desteñida y débil.

 

Ellos luchan por territorios exentos de glifosato; libres de coca, azúcar, marihuana, mercurio, cianuro y arsénico; sin tala de bosques para sembrar pino, palma africana y caña, ni destrucción de la tierra ni más saqueo.

 

¡Vaya empeños tan insustanciales y ajenos aquellos de los que depende la perduración de nuestros hijos y nietos y país!

 

 

Juan Alberto Sánchez Marín

Periodista, escritor y director de televisión colombiano. Analista en medios internacionales. Colaborador del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE). Fue consultor ONU en medios. Productor en Señal Colombia, Telesur, RT e Hispantv.

 

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