Cadenas Sociales de Valor para la Integración Suramericana
- Opinión
El futuro de la región, y particularmente la actual coyuntura de crisis, exige dialogar sobre las posibilidades de articular proyectos regionales de infraestructura con cadenas sociales de valor, que es condición necesaria pero no suficiente, para dinamizar la producción y el comercio intrarregional en los países de la UNASUR, desafío que no está libre de exigencias.
Si consideramos que cualquier posibilidad de articulación entre infraestructura y cadenas sociales de valor necesita de un componente que actúe como eje de ordenamiento, se hace necesario explicitar cuál es o podría ser ese componente. También el uso del término ‘cadenas sociales de valor’ plantea otras exigencias. Al hacer referencia a ‘cadenas de valor’ se alude a un enfoque distinto al utilizado cuando hablamos de ‘cadenas de producción’. Y dado que estamos acostumbrados a escuchar acerca de ‘cadenas globales de valor’, la introducción de la palabra ‘social’ y la eliminación de la palabra ‘global’ nos pide diferenciar intenciones semánticas. Adicionalmente, el que algunos sectores empresariales suramericanos estén promoviendo la creación de ‘cadenas de valor social’ y no ‘cadenas sociales de valor’, nos obliga a establecer precisiones de sentido. ¿Cómo dar cumplimiento a toda esta complejidad, dentro del tiempo que disponemos?
El sociólogo alemán Niklas Luhmann decía que la mejor forma de iniciar un diálogo que se muestra complejo es comenzar por la mitad. Nosotros trataremos de seguir ese consejo, organizando esta ponencia en tres momentos. En el primero de ellos presentaremos una posición acerca de lo que debería constituir y actuar como eje articulador de cualquier propuesta de integración productiva regional suramericana. Luego, en un segundo momento, dar cuenta de la particularidad de nuestras estructuras de producción. Y finalmente, en un tercer momento, trazar algunas líneas acerca de cómo se podría promover la creación de cadenas sociales de valor. Todo esto en la perspectiva de mostrar que hay un ámbito no considerado o considerado marginalmente en la definición de las necesidades de la infraestructura para el desarrollo y la integración regionales.
De generación en generación el mundo cambia, pero no solo por la disposición de sus actores y los objetos que hacen al mundo, sino también por los distintos modos en que podemos concebirlos. Esperamos que este aporte que ahora compartimos, sirva para un proceso de reflexión y generación de propuestas que posibiliten la transformación de nuestras economías, de cara a la integración sobre la base de la complementariedad.
I
En publicaciones recientes sobre política internacional, autores como Chung (2015) consideran que en el actual contexto mundial, la abundancia de riquezas naturales de América Latina, y particularmente de América del Sur, abren la posibilidad de que en el futuro próximo nuestra región emerja como uno de los principales bloques económicos mundiales o como el cuarto eje principal en el que se sustente la economía global.
Esta afirmación nos parece relevante. No tanto por aludir a la posible incidencia que en un futuro podamos lograr en el orden económico mundial –pues esto forma parte de las intenciones estratégicas que dieron lugar a la creación de la UNASUR– sino más bien, por plantearnos un aparente dilema acerca del modo en que podemos lograr tal incidencia.
Antes que se acuñara el término ‘países subdesarrollados’, en la literatura económica anglosajona se hablaba de ‘economías de exportación’, para referirse a aquellos países o regiones que cumplían la función de abastecer de materias primas a los centros industriales, y también, por su condición de regiones o países que no disponían de una oferta fija y preexistente de factores productivos. Así, según Levin (1959), mediante este término se indicaba la particularidad de que las localizaciones industriales en estos territorios no eran explicadas por la eficiencia relativa de los factores que ofrecían, sino por la disponibilidad de los factores menos movibles que tenían en posesión (vg. tierra, minerales), y por la accesibilidad que ofrecía al mercado su posición y características geográficas, o su infraestructura de transporte. No disponiendo de capacidades financieras, organizativas o de innovación propias, y a veces ni siquiera de fuerza laboral –como ocurrió con la producción de guano en el Perú (1840), los centros industriales debían realizar una movilización internacional de esos factores hacia dichas regiones, con la posterior remisión de beneficios y remuneraciones hacia fuera y las consecuentes limitaciones que aquello dejaba al crecimiento económico interno.
Por lo pronto, esta interpretación nos permite visualizar, independientemente de nuestras opciones por constituirnos en un bloque económico regional o por convertirnos en un eje de soporte para la economía global, que la posibilidad de avanzar en una integración económica suramericana pasa necesariamente por lograr disponer de factores productivos regionales (humanos, materiales, financieros, organizativos, logísticos) que sustenten nuestras iniciativas económicas. No se trata de una opción. Es una condición necesaria para alcanzar nuestros objetivos de integración.
Otro aporte relevante de esta interpretación es que la relación entre inversión y crecimiento económico no es directa, sino que está mediada por la estructura de producción a que da lugar el proceso de inversión. Aunque la historia de nuestros países está llena de casos que ejemplifican esta situación, es paradigmático el estado actual de algunos países del Caribe que invirtieron ingentes recursos en infraestructura, para dar soporte a actividades turísticas y financieras que no ocupan mayores factores productivos locales, lo que ha derivado no solo en un débil crecimiento de sus economías, sino que también les ha generado una situación de endeudamiento profundo.
Sobre esta base, bien podemos afirmar que para avanzar en la integración económica suramericana, las inversiones que realicemos para disponer de factores productivos regionales (vg. educación, infraestructura, investigación), deben estar orientadas a la construcción de estructuras productivas que generen bienes y servicios con alto componente nacional y regional. Igual que lo dicho anteriormente, tampoco se trata de una opción, sino de una condición necesaria para lograr nuestros objetivos de integración.
Pero sin duda, lo más significativo de esta interpretación está en el hecho que nos obliga a recordar que una economía surge cuando se relaciona un sistema social de necesidades diferenciadamente ponderadas, con un conjunto de factores productivos que posibilitan su satisfacción. Relacionando nuestras riquezas naturales con necesidades alimenticias, industriales o culturales procedentes de países de Europa, América del Norte y Asia, se ha ido construyendo y se construye hasta ahora la historia económica de nuestros países. Y decimos que se trata de algo significativo, porque desde este recordar cómo nace una economía, podemos darnos cuenta que aun manteniendo nuestras dinámicas de comercio exterior tradicionales, también podemos emprender el camino hacia la construcción de un sistema económico regional que, sobre la base de nuestras riquezas naturales y el desarrollo de factores productivos propios, se oriente a satisfacer un sistema social de necesidades regionales construido de manera consensuada, dando cumplimiento al objetivo para el que fue creada la UNASUR.
Hablar de un sistema social de necesidades diferenciadamente ponderadas, nos invita también a recuperar una de las antiguas acepciones del concepto de desarrollo, donde la riqueza y poder de la economía de una región, antes que medirse por el cumplimiento de ciertos estándares y normas externas, debe manifestarse en su poder productivo. Esta acepción, inspirada en los escritos de John Rae (1834) acerca de la riqueza, postula que de una región puede decirse que es más o menos desarrollada, en la medida que su población tiene la capacidad de producir los bienes y servicios que le son necesarios, convenientes o deseables para garantizar su buen vivir.
La importancia de este concepto de desarrollo no puede ser mayor. A nuestro entender, representa el criterio de ordenamiento que mejor puede actuar como eje de articulación, no solo entre infraestructura logística y cadenas sociales de valor, sino también en la construcción de todo un sistema económico regional que satisfaga las necesidades sociales de nuestras poblaciones, genere factores productivos nacionales o regionales y diversifique nuestras exportaciones extra regionales. Pero también tiene una importancia actual, porque es un concepto que contiene soluciones para enfrentar el deterioro de la balanza comercial de bienes y servicios que al momento se experimenta en la UNASUR tomada en su conjunto, aprovechar la similitud que tenemos en el patrón de dependencia extra-regional y aumentar nuestro comercio intrarregional.
II
Asumir la idea de desarrollo como criterio de ordenamiento económico, entendiéndola como capacidad para producir bienes y servicios necesarios, convenientes o deseables que garantizan el buen vivir de nuestras poblaciones, implica igualmente, reconocer y valorar las características de nuestras actuales estructuras productivas y, sobre esta base, formular estrategias y políticas diferenciadas que fortalezcan a todos sus actores.
Según el documento «Pequeñas empresas, grandes brechas», emitido por la OIT en agosto de este año (2015), en América Latina y el Caribe se estima que existen 11 millones de unidades económicas, de las cuales 10 millones –es decir, el 91% de estas unidades, se ubican dentro de las categorías de microempresas o pequeñas empresas. Sumando a quienes trabajan en ellas, más los trabajadores por cuenta propia, constituyen una población de 203 millones personas, equivalente al 74,6% de la población total empleada. En contraste, el segmento de las grandes empresas agruparía apenas al 16,2% de la población total de trabajadores, cifra de participación porcentual que se habría mantenido casi invariable al menos en los últimos 10 años, como efecto de la aplicación de políticas de eficiencia empresarial. Así mismo, el documento de la OIT señala que, entre los principales obstáculos que estarían afectando la dinámica de estas micro y pequeñas unidades económicas, se encontrarían entre otros: el acceso al financiamiento, la electricidad, las regulaciones de aduana y comercio exterior, el transporte y, el acceso a productos intermedios (OIT, 2015).
Sobre la base de estos datos e información podemos generar una diversidad de interpretaciones, y derivar una variedad de implicaciones. Sin embargo, solo trataremos dos de ellas. La primera, que sin duda resulta por demás evidente, es la gran significación social que tiene este grupo de unidades y su incidencia decisiva en la configuración y funcionamiento de las estructuras productivas de nuestros países. Pero la segunda, que no es tan evidente, tiene relación con las deficiencias conceptuales a las que lleva el método de clasificación utilizado, pero cuya corrección genera grandes expectativas.
En efecto, el habernos acostumbrado a utilizar el tamaño como criterio de diferenciación entre una unidad económica y otra, si bien puede ser útil para ciertos propósitos, para fines de trabajar el concepto de cadenas sociales de valor resulta inadecuado. Este esquema de clasificación asume que todas estas unidades económicas –grandes, medianas, pequeñas y micro- cumplen la misma función genérica de maximizar beneficios y, por lo mismo, siguen un comportamiento similar en el proceso de inversión. No obstante, al aplicar como criterio de clasificación la motivación que da origen a la emergencia de unas y otras de estas unidades, podremos observar que al interno de nuestras estructuras productivas coexisten dos clases de economías: aquellas cuya emergencia responde a la necesidad de rentabilizar excedentes de capital y que usualmente las conocemos como ‘empresas’, y aquellas cuya emergencia responde a la necesidad de obtener ingresos y que, para fines indicativos, podemos denominarlas ‘economías de trabajo’, aunque en algunos de nuestros países, los Estados han empezado a reconocerlas y dotarles de nombres propios: ‘economías populares y solidarias’, ‘agricultura familiar’, ‘economía plural’, ‘economía popular’, entre otros.
En el caso ecuatoriano, nuestra constitución reconoce 3 tipos de economía: la privada, la popular y solidaria y la estatal. Estas deben estar articuladas y complementarse para alcanzar el buen vivir de la población.
Regresando a los dos tipos de economías privadas estas, siguen lógicas distintas. Así, para las denominadas empresas, la obtención de beneficios actúa como un imperativo que regula su funcionamiento. Pero para aquellas que aquí estamos denominando ‘economías de trabajo’, la obtención de beneficios, siendo deseable, no condiciona su funcionamiento, pues su motivación principal es generar condiciones dignas de trabajo para el trabajador y su familia.
En el tema de la productividad, las empresas buscan aumentar la cantidad de producto por trabajador, en tanto que, en las economías de trabajo se pretende aumentar el ingreso neto por trabajador (Cf. Chayanov, 1985 [1920]) .
Aspectos como estos hacen que las economías de trabajo requieran de las instituciones gubernamentales nuevas formas de mirar aspectos productivos, financieros, tecnológicos, normativos, que den paso a la formulación de políticas diferenciadas, orientadas a fortalecer a este segmento del sector privado empresarial de tanta incidencia económica y tanta significación pública-social. Y claro, además como esa otra economía, la pública estatal, genera condiciones para el desarrollo de aquella.
III
Si consideramos que la solución definitiva a la inequidad que afecta a nuestros países, no se encuentra en la creación de bonos ni ayudas públicas especiales, sino en crear condiciones para su producción, esto es, en el modo en que se retribuye al trabajo y en el modo en que se retribuye al capital, un manera de enfrentar esta lacra, sería vincular la formación de cadenas sociales de valor al fortalecimiento y mejoramiento de las condiciones organizativas, técnicas y productivas de estas economías de trabajo.
Así mismo, si aceptamos lo que nos dice la literatura económica acerca de que la generación de factores productivos regionales son el resultado de un particular sistema de valores y remuneraciones económicas (Levin, 1959), podemos estar concibiendo las cadenas sociales de valor como aquellos complejos productivos que tienen a su cargo la producción de bienes y servicios que se requieren para atender el sistema social de necesidades diferenciadamente ponderado que los países de la UNASUR puedan consensuar.
A este respecto, dado que una cadena de valor debe trabajar de manera combinada procesos productivos lineales y procesos productivos circulares, un sistema social de necesidades regionales podría promover estos enlazamientos a partir de temas que ocupan a nuestros gobiernos y a las propias economías de trabajo, como son garantizar el ‘derecho a la alimentación’, el ‘derecho a la salud’, el ‘derecho a la educación’, entre otros. En otras palabras, un sistema de necesidades que sirva a la formación de ciudadanías, a la formación de pueblos productores y no a la formación de masas de consumidores.
De forma similar, dado que lo que intentamos es construir cadenas sociales de valor de alcance regional, en la formación de éstas debe considerarse y desarrollarse en todos los países participantes tres niveles: 1. la constitución de núcleos organizados de productores que respondan a las características de ‘economías de trabajo’, 2. la regionalización de los bienes y servicios que estos núcleos produzcan o puedan producir, mediante el establecimiento de normas y sellos de calidad consensuados entre gobiernos y productores de las ‘economías de trabajo’, 3. el desarrollo de una política comercial suramericana favorable a la constitución y desarrollo de dichos núcleos organizados de productores y a la regionalización de sus productos y servicios.
Pero, ya que en la construcción de estas cadenas nos interesa no solo satisfacer un sistema social de necesidades, sino también generar factores productivos regionales, estas fases o niveles señalados deben ser trabajados desde enfoques de fragmentación productiva a fin de fomentar la producción y comercialización de bienes intermedios entre nuestros pueblos y la creación de servicios de enlace que permitan la vinculación entre los distintos módulos en que se encuentre dividida cada cadena. Y es aquí, en facilitar la conectividad y coordinación entre los productores de las economías de trabajo, donde encontramos criterios para valorar la aportación de proyectos de infraestructura o logística al desarrollo de cadenas sociales de valor.
De igual manera, necesitamos que las cadenas sociales de valor no solo alcancen efectividad en atender cualquier componente del sistema social de necesidades regionalmente consensuado. También requerimos que sean eficientes. Por lo que, dentro de la estrategia que se formule para el desarrollo de estas cadenas, debe considerarse el establecimiento de un sistema de investigación y desarrollo tecnológico, que responda a las particularidades de las economías de trabajo y a las necesidades regionales que buscamos satisfacer. Pero también resulta fundamental y crítico, desarrollar una arquitectura financiera, compuesta por una banca de desarrollo y un sistema de pagos, donde el capital sea considerado como uno más de los factores productivos y que, por lo mismo, su retribución debe encontrarse sometida a la misma norma que el resto de factores y corresponderse con la contribución real que realiza al crecimiento de la producción, a fin de garantizar a las economías de trabajo el mayor ingreso neto posible.
Finalmente, y sin duda lo más importante -como lo reconoce la propia OMC (2011). La construcción de cadenas de valor comprende un sinnúmero de elementos, pero ninguno más importante que el identificar la fuente de demanda que posibilita su emergencia y mantenimiento en el tiempo. Al respecto las estadísticas regionales revelan que, incluso en los mejores momentos de nuestra historia reciente, la demanda interna ha actuado como factor determinante de las tasas de crecimiento del producto interno bruto (PIB) de las economías sudamericanas, mientras la contribución del comercio exterior exhibe un efecto negativo neto que lo devela más como variable restrictiva, que como un factor propulsor del crecimiento económico regional.
En la composición de la demanda interna de América Latina, el gasto público representa en promedio el 15.52% del PIB regional, lo que en valores del 2014 equivale a un monto de 739.4 miles de millones de dólares. Si se lo compara con el monto anual de IED que recibió América Latina en el mismo año (189.0 miles de millones de dólares), el valor de las compras públicas latinoamericanas es 3.9 veces más grande que toda la inversión extranjera recibida en la región. Nosotros estimamos que, si el 5% de las compras públicas que realizan nuestros Estados, estuviera dirigida a generar una demanda orientada a las cadenas sociales de valor, el gasto público no solo sería un instrumento destinado a resolver el problema de inequidad social que enfrentamos, sino también, un instrumento de ordenamiento y transformación económica altamente poderoso. En el Ecuador, esto lo estamos trabajando con iniciativas para el cambio de nuestra matriz productiva, con el desarrollo de políticas diferenciadas de gasto público. Situación similar está sucediendo en los países del MERCOSUR, en el marco de la Reunión Especializada de Agricultura Familiar (REAF), donde autoridades gubernamentales y productores agrícolas diseñan conjuntamente políticas que facilitan la participación de unidades agrícolas familiares en las compras públicas.
Por lo tanto, trabajar una política regional de gasto público en miras a convertirlo en un factor de transformación social y productiva, se vuelve un tema prioritario para el desarrollo de este tipo de cadenas de valor.
En el siglo XIX nuestros países se constituyeron en repúblicas. Pero como nos narra el historiador Tito Flores Galindo, lo hicieron como repúblicas sin ciudadanos, porque la gran mayoría de sus habitantes, se encontraban excluidos.
En temas de integración, América del Sur lleva ya 46 años trabajando por una integración productiva, pero excluyendo igualmente a la mayor parte de su sector productivo. Es momento de cambiar esta realidad.
- Este trabajo fue la base de una de las presentaciones en el Seminario sobre "Proyectos de Infraestructura y Cadenas Sociales de Valor en UNASUR", realizado por la Secretaría General de UNASUR en Quito, del 29 y 30 de octubre de 2015.
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