El imperialismo contemporáneo

01/02/2016
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 kalashni cola
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Lecciones del siglo XX

 

Lenin, Bujarin, Stalin y Trotski en Rusia, así como Mao, Zhou Enlai y Den Xiaoping en China, modelaron la historia de las dos grandes revoluciones del siglo XX.1 Como dirigentes de partidos comunistas revolucionarios y después de Estados revolucionarios, se vieron desafiados por los problemas que afrontan las revoluciones que triunfan en países del capitalismo “periférico” y obligados a “revisar” (uso deliberadamente este término, que muchos consideran sacrílego) las tesis heredadas del marxismo histórico de la Segunda Internacional. Lenin y Bujarin fueron mucho más lejos que Hobson y Hilferding en sus análisis del capitalismo monopolista y el imperialismo, y llegaron a una importante conclusión política: la guerra imperialista de 1914-1918 (fueron unos de los pocos, si no los únicos, que la previeron) hacía necesaria y posible una revolución encabezada por el proletariado.

 

Con la ventaja que me otorga el tiempo transcurrido, indicaré aquí las limitaciones de sus análisis. Lenin y Bujarin consideraban que el imperialismo era una nueva etapa (“la superior”) del capitalismo, asociada con el desarrollo de los monopolios. No estoy de acuerdo con esta tesis, y sostengo que el capitalismo histórico siempre ha sido imperialista, en el sentido de que desde sus orígenes (en el siglo XVI) ha conducido a la polarización entre centros y periferias, y que dicha polarización no ha hecho sino aumentar durante su posterior desarrollo globalizado. El sistema premonopolista decimonónico no era menos imperialista. Gran Bretaña mantenía su hegemonía precisamente debido a su dominio colonial de la India. Lenin y Bujarin pensaban que la revolución, comenzada en Rusia (“el eslabón más débil”), continuaría en los centros (particularmente en Alemania). Esa esperanza tenía su base en una subestimación de los efectos de la polarización imperialista, que destruyó las perspectivas revolucionarias en los centros.

 

No obstante, Lenin, y sobre todo Bujarin, aprendieron rápidamente la necesaria lección histórica. La revolución, hecha en nombre del socialismo (y el comunismo) era, de hecho, otra cosa: se trataba sobre todo una revolución campesina. ¿Qué hacer entonces? ¿Cómo puede vincularse el campesinado a la construcción del socialismo? ¿Haciéndole concesiones al mercado y respetando la propiedad campesina recién adquirida y, por tanto, progresando lentamente hacia el socialismo? La Nueva Política Económica (NEP) implementó esa estrategia.

 

Sí, pero… Lenin, Bujarin y Stalin también comprendían que las potencias imperialistas nunca aceptarían la Revolución, ni siquiera la NEP. Después de las guerras de intervención, la guerra fría se convirtió en un hecho permanente desde 1920 hasta 1990.2 Aunque la Rusia soviética estaba lejos de ser capaz de construir el socialismo, sí pudo liberarse de la camisa de fuerza que el imperialismo siempre trata de imponerles a todas las periferias del sistema mundial que domina. En efecto, la Rusia soviética se desconectó. ¿Qué hacer ahora entonces? ¿Tratar de lograr la coexistencia pacífica, haciendo concesiones de ser necesario, y no interviniendo demasiado activamente en el escenario internacional? Pero, a la vez, era necesario armarse para enfrentar los nuevos e inevitables ataques. Y eso implicaba una rápida industrialización que, a su vez, entraba en conflicto con los intereses del campesinado y, en consecuencia, amenazaba con romper la alianza obrero-campesina, que era el cimiento del Estado revolucionario.

 

Resulta posible entonces entender los vaivenes de Lenin, Bujarin y Stalin. En términos teóricos se produjeron giros de ciento ochenta grados, de un extremo a otro. En ocasiones prevaleció una actitud determinista, inspirada por el enfoque etapista heredado del marxismo previo (primero la revolución democrático-burguesa, después la socialista); en otras, un enfoque voluntarista (la acción política permitiría saltar etapas). Finalmente, entre 1930 y 1933, Stalin optó por la industrialización rápida y el armamento (y esta opción no fue totalmente ajena al auge del fascismo). El precio de esa alternativa fue la colectivización. Aquí, de nuevo, no debemos hacer juicios demasiado rápidos: todos los socialistas de ese período (y aún más los capitalistas) compartían los análisis de Kautsky sobre este tema, y estaban persuadidos de que el futuro le pertenecía a la agricultura a gran escala.3 La ruptura de la alianza obrero-campesina implicada por esa opción es lo que subyace al abandono de la democracia revolucionaria y el giro a la autocracia.

 

En mi opinión, Trotski no lo habría hecho mucho mejor. Su actitud con respecto a la sublevación de los marinos de Kronstadt y sus vaivenes posteriores demuestran que no se diferenciaba de otros dirigentes bolcheviques que formaban parte del gobierno. Pero después de 1927, en el exilio, y ya sin la responsabilidad de dirigir el Estado soviético, podía deleitarse repitiendo incesantemente los sagrados principios del socialismo. Se parecía a muchos marxistas académicos que se dan el lujo de afirmar su apego a los principios sin tener que preocuparse acerca de su efectividad en la transformación de la realidad.4

 

Los comunistas chinos aparecieron posteriormente en el escenario revolucionario. Mao pudo aprender de los vaivenes bolcheviques. China afrontaba los mismos problemas que la Rusia soviética: la revolución en un país atrasado, la necesidad de incluir al campesinado en la transformación revolucionaria y la hostilidad de las potencias imperialistas. Pero Mao fue capaz de ver con más claridad que Lenin, Bujarin y Stalin. Sí, la revolución china era antiimperialista y campesina (antifeudal). Pero no era democrático-burguesa; era democrático-popular. La diferencia es importante: este último tipo de revolución exige mantener la alianza obrero-campesina durante un largo período. China, por tanto, pudo evitar el fatal error de la colectivización forzada e inventar una nueva vía: convertir toda la tierra agrícola en propiedad del Estado, proporcionarle al campesinado un derecho igualitario al uso de esa tierra y renovar la agricultura familiar.5

 

A ambas revoluciones les resultó difícil alcanzar la estabilidad, porque se vieron obligadas a reconciliar el apoyo a una visión socialista con concesiones al capitalismo. ¿Cuál de esas dos tendencias prevalecería? Esas revoluciones solo alcanzaron la estabilidad después de su “Termidor”, para emplear el término de Trotski. Pero, ¿cuándo se produjo el Termidor en Rusia? ¿Fue en 1930, como afirmara Trotski? ¿O fue en los veinte con la NEP? ¿O fue en la edad de hielo del período de Brezhnev? Y en China, ¿optó Mao por el Termidor a partir de 1950? ¿O hay que esperar a Deng Xiaoping para hablar del Termidor en 1980?

 

No es casual que se hayan usado como referencia las lecciones de la Revolución francesa. Las tres grandes revoluciones de los tiempos modernos (la francesa, la rusa y la china) son grandes precisamente porque miraban más allá de las exigencias inmediatas del momento. Con el auge de la Montaña en la Convención Nacional francesa, encabezada por Robespierre, la Revolución francesa se consolidó como popular y burguesa a la vez y, como la rusa y la china –que se afanaron por avanzar hacia el comunismo aun si no estaba en la agenda debido a la necesidad de evitar la derrota– mantuvo abierta la posibilidad de ir mucho más lejos posteriormente. El Termidor no es la Restauración. Esta última no ocurrió en Francia con Napoleón, sino solo a partir de 1815. Aun así, hay que recordar que la Restauración no pudo eliminar por completo la gigantesca transformación social generada por la Revolución. En Rusia, la restauración tuvo lugar incluso más tarde en su historia revolucionaria, con Gorbachov y Yeltsin. Hay que señalar que esa restauración sigue siendo frágil, como demuestran los retos que aún confronta Putin. En China no hubo (¡o no ha habido todavía!) una restauración.6

 

Una nueva etapa del capital monopolista

 

El mundo contemporáneo afronta los mismos retos que tuvieron ante sí las revoluciones del siglo XX. La continua profundización del contraste centro/periferia, característica de la expansión del capitalismo globalizado, conduce aún a la misma e importante consecuencia política: la transformación del mundo comienza con revoluciones antiimperialistas, nacionales, populares –y potencialmente anticapitalistas– que son las únicas que aparecen en el orden del día en el futuro previsible. Pero esa transformación solo podrá ir más allá de los primeros pasos y avanzar por la senda del socialismo posteriormente si los pueblos de los centros, a su vez, comienzan a luchar por el comunismo, entendido como una etapa superior de la civilización humana universal. La crisis sistémica del capitalismo en los centros brinda la posibilidad de que esa eventualidad se transforme en realidad.

 

Mientras tanto, los pueblos y los Estados del Sur enfrentan un doble desafío: 1) el desarrollo de carácter lumpen al que el capitalismo contemporáneo obliga a todas las periferias del sistema no tiene nada que ofrecer a tres cuartas partes de la humanidad; en particular, conduce a la rápida destrucción de las sociedades campesinas de Asia y África y, en consecuencia, la respuesta que se le dé a la cuestión campesina determinará, en buena medida, la naturaleza de los cambios futuros;7 2) la geoestrategia agresiva de las potencias imperialistas, opuesta a todo intento de los pueblos y Estados de la periferia por salir del impasse, obliga a esos pueblos a derrotar el control militar del mundo que ejercen los Estados Unidos y sus aliados subalternos, esto es, la Unión Europea y Japón.

 

La primera crisis sistémica prolongada del capitalismo comenzó en la década de 1870. La versión del desarrollo histórico del capitalismo en la larga duración que he propuesto apunta a una sucesión de tres épocas: diez siglos de incubación desde el año 1000 en China hasta las revoluciones del siglo XVIII en Inglaterra y Francia, un siglo corto de florecimiento triunfal (el siglo XIX), un ocaso probablemente largo que incluye una primera crisis prolongada (1875-1945) y una segunda (iniciada en 1975 y aún en curso). En cada una de esas dos largas crisis, el capital ha respondido al desafío con la misma fórmula compuesta por tres elementos: concentración del control del capital, profundización de la globalización desigual, financiarización del manejo del sistema.8 Dos pensadores importantes (Hobson y Hilferding) se dieron cuenta inmediatamente de la enorme importancia que tenía la transformación del capitalismo en capitalismo monopolista. Pero fueron Lenin y Bujarin quienes llegaron a una conclusión política a partir de esa transformación, que daba inicio al ocaso del capitalismo y, por tanto, ponía la revolución socialista en el orden del día.9

 

Por tanto, la formación primigenia del capitalismo monopolista se remonta a fines del siglo XIX, pero en los Estados Unidos solo se estableció realmente como sistema a partir de la década de 1920, y a continuación conquistó a la Europa Occidental y el Japón de los “treinta años gloriosos” que siguieron a la Segunda Guerra Mundial. El concepto de excedente, acuñado por Baran y Sweezy en la década de 1950-1960, permite comprender lo esencial de la transformación del capitalismo. Convencido en el momento de su publicación por esa obra que enriquecía la crítica marxista al capitalismo, me di a la tarea, ya en la década de 1970, de reformularla, que exigía, en mi opinión, analizar como una fase cualitativamente nueva del sistema la transformación del “primer” capitalismo monopolista (1920-1970) en capitalismo monopolista generalizado.

 

En las formas previas de competencia entre las empresas que producían el mismo valor de uso –entonces numerosas e independientes unas de otras– eran los propietarios capitalistas de dichas firmas quienes tomaban las decisiones, sobre la base de un precio de mercado reconocido que se imponía como un dato externo. Baran y Sweezy señalaron que los nuevos monopolios actúan de modo diferente: fijan los precios a la vez que la naturaleza y el volumen de su producción. Por tanto, ello implica el fin de la “competencia libre y justa”, que permanece, a contrapelo de la realidad, en el centro mismo de la retórica convencional de los economistas. La abolición de la competencia –la radical transformación del significado de ese término, de su funcionamiento y sus resultados– desancla el sistema de precios de su base, el sistema de valores, y de ese modo esconde a la vista de todos el marco referencial que solía definir la racionalidad del capitalismo. Aunque los valores de uso solían constituir en buena medida realidades autónomas, en el capitalismo monopolista se convierten en objeto de reales artificios producidos sistemáticamente mediante estrategias de venta agresivas y particularizadas (anuncios, marcas, etc.). En el capitalismo monopolista ya no resulta posible una reproducción coherente del sistema productivo mediante el mero ajuste mutuo de los dos sectores analizados en el segundo tomo de El capital: por tanto, es necesario tomar en cuenta un Sector III concebido por Baran y Sweezy. Este permite una absorción mayor del excedente promovida por el Estado, más allá del Sector I (la inversión privada) y de la porción del Sector II (el consumo privado) dedicada al consumo capitalista. El ejemplo clásico de desembolso del Sector III es el gasto militar. No obstante, el concepto de Sector III puede ampliarse para incluir el vasto conjunto de gastos socialmente no reproducibles promovidos por el capitalismo monopolista generalizado.10

 

La excrecencia del Sector III, a su vez, favorece que desaparezca la distinción hecha por Marx entre trabajo productivo (de plusvalor) y trabajo no productivo. Todas las formas de trabajo asalariado pueden convertirse –y de hecho lo hacen– en fuentes de posibles ganancias. Un peluquero le vende sus servicios a un cliente que le paga con parte de sus ingresos. Pero si ese peluquero se convierte en empleado de un salón de belleza, el negocio debe rendirle una ganancia a su dueño. Si un país sitúa a diez millones de asalariados trabajando en los sectores I, II y III, lo que proporciona el equivalente a doce millones de años de trabajo abstracto, y si los salarios percibidos por esos trabajadores les permiten comprar bienes y servicios que requieren solo seis millones de años de trabajo abstracto, la tasa de explotación de todos ellos, sean productivos o no productivos, es la misma: un 100%. Pero los seis millones de años de trabajo abstracto que no reciben los trabajadores no se pueden invertir todos en la compra de bienes de producción destinados a ampliar los sectores I y II; una parte de ellos se dedicarán a la ampliación del Sector III.

 

Capitalismo monopolista generalizado (a partir de 1975)

 

El paso del capitalismo monopolista inicial a su forma actual (capitalismo monopolista generalizado) se realizó en breve tiempo (entre 1975 y 2000) como respuesta a la segunda crisis prolongada del ocaso del capitalismo. En un plazo de quince años, la centralización del poder monopolista y su capacidad para controlar todo el sistema productivo alcanzó cimas incomparables con lo que hasta entonces había sido el caso.

 

Mi primera formulación del capitalismo monopolista generalizado data de 1978, cuando expuse una interpretación de las respuestas del capital al desafío que le planteaba su prolongada crisis sistémica, que se inició en 1971-1975. En esa interpretación subrayaba las tres direcciones esperables de esa respuesta, que en esos momentos apenas comenzaba a implementarse: una centralización más fuerte del control sobre la economía por parte de los monopolios, una profundización de la globalización (y la externalización de la industria manufacturera hacia las periferias) y una financiarización. La obra conjunta que André Gunder Frank y yo publicamos en 1978 no atrajo mucha atención, probablemente porque nuestras tesis se adelantaban a su momento. Pero hoy en día esas tres características son palmariamente evidentes para todos.11

 

Había que darle un nombre a esta nueva fase del capitalismo monopolista. El adjetivo “generalizado” especifica lo nuevo: a partir de ese momento, los monopolios se ubican en una posición que les permite reducir todas (o casi todas) las actividades económicas al estatus de la subcontratación. El caso de la agricultura familiar en los centros capitalistas es el mejor ejemplo. Esos agricultores son controlados upstream por los monopolios que les proporcionan insumos y financiamiento, y downstream por las cadenas de venta, hasta el punto de que las estructuras de precios que se les imponen eliminan por completo los ingresos procedentes de su trabajo. Los agricultores subsisten solo gracias a los subsidios públicos que sufragan los contribuyentes. Por tanto, esa extracción está en el origen de las ganancias de los monopolios. Como se ha señalado también en el caso de las quiebras bancarias, el nuevo principio de la gestión económica se resume en una frase: privatización de las ganancias de los monopolios, socialización de sus pérdidas. Seguir hablando de “competencia libre y justa” y de la “verdad de los precios revelada por los mercados” constituye una farsa.

 

El poder económico fragmentado, y por eso mismo concreto, de las familias propietarias de la burguesía, cede su lugar a un poder centralizado que ejercen los directivos de los monopolios y su cohorte de servidores asalariados. Porque el capitalismo monopolista generalizado no supone la concentración de la propiedad que, por el contrario, está más dispersa que nunca, sino del poder para administrarla. Es por eso que resulta engañoso adjudicarle el adjetivo “patrimonial” al capitalismo contemporáneo. Es solo en apariencia que los “accionistas” gobiernan. Los altos ejecutivos de los monopolios deciden todo en su nombre como monarcas absolutos. Añádase que la globalización cada vez más profunda del sistema elimina la lógica holística (esto es, simultáneamente económica, política y social) de los sistemas nacionales, sin reemplazarla por ninguna lógica global. Es el imperio del caos, título de una de mis obras, publicada en 1991, que ha sido después retomado por otros: de hecho, la violencia de la política internacional ocupa el lugar de la competencia económica.12

 

Financiarización de la acumulación

 

La nueva financiarización de la vida económica corona esta transformación del poder del capital. En vez de estrategias puestas en práctica por verdaderos propietarios de capital fragmentado, ahora existen las de los administradores de títulos de propiedad de capital. Lo que se conoce vulgarmente como capital ficticio (el valor estimado de los certificados de propiedad) no es sino la expresión de este desplazamiento, esta desconexión entre los mundos real y virtual.

 

Por su propia naturaleza, la acumulación capitalista siempre ha sido sinónimo de desorden en el sentido que Marx le dio a ese término: un sistema que se mueve de desequilibrio en desequilibrio (impulsado por las luchas de clase y los conflictos entre las potencias) sin tender nunca a un equilibrio. Pero ese desorden resultante de la competencia entre capitales fragmentados se mantenía dentro de límites razonables mediante la gestión del sistema de crédito llevada a cabo bajo el control del Estado nacional. En el capitalismo financiarizado y globalizado contemporáneo esas fronteras desaparecen; la violencia del paso de un desequilibrio a otro se refuerza. El sucesor del desorden es el caos.

 

La dominación que ejerce el capital de los monopolios generalizados se ejerce a escala mundial mediante la integración del mercado monetario y financiero, basado ahora sobre el principio de las tasas de cambio flexibles y la cesión de los controles nacionales sobre el flujo de capital. No obstante, esa dominación es puesta en jaque, en grados diversos, por las políticas estatales de los países emergentes. El conflicto entre esas políticas y los objetivos estratégicos del imperialismo colectivo de la triada se convierte por ello en uno de los ejes centrales de un posible emplazamiento al capitalismo monopolista generalizado.13

 

El ocaso de la democracia

 

En los centros del sistema, el capitalismo monopolista generalizado ha traído consigo la generalización de la forma salario. Los administradores de más nivel son empleados que no participan en la formación de plusvalor, del que se han tornado consumidores. En el otro extremo social, la proletarización generalizada que supone la forma salario se ve acompañada por la multiplicación de las formas de segmentación de la fuerza de trabajo. En otras palabras, el “proletariado” (en la forma en que se conocía en el pasado) desaparece en el momento mismo en que se generaliza la proletarización. En las periferias, los efectos de la dominación del capital monopolista generalizado no son menos visibles. Por encima de una estructura social ya diversa compuesta por clases dominantes y clases subordinadas locales, así como grupos de estatus, se ubica una superclase dominante surgida bajo la égida de la globalización. Esta superclase está integrada en ocasiones por “tahúres” al servicio del capital exterior, en otras por la clase política (o clase-Estado-partido) gobernante, o una mezcla de ambas.

 

Lejos de ser sinónimos, “mercado” y “democracia” son, por el contrario, antónimos. En los centros, un nuevo consenso/cultura política (quizás solo aparente, pero aun así activo) sinónimo de despolitización ha reemplazado a la anterior cultura política basada en la confrontación entre la izquierda y la derecha que solía otorgarle significación a la democracia burguesa y a la contradictoria inscripción de las luchas de clase en su seno. En las periferias, el monopolio del poder detentado por la superclase dominante local supone igualmente la negación de la democracia. El auge del islamismo político es un ejemplo de dicha regresión.

 

La geoestrategia agresiva del imperialismo contemporáneo. El imperialismo colectivo de la triada; el Estado en el capitalismo contemporáneo

 

En la década de 1970, Sweezy, Magdoff y yo ya habíamos enunciado esta tesis, formulada por André Gunder Frank y yo en un trabajo publicado en 1978. Decíamos que el capitalismo monopolista estaba entrando en una nueva era, caracterizada por el gradual –aunque rápido– desmantelamiento de los sistemas productivos nacionales. La producción de un número creciente de bienes de mercado ya no podía llevar la etiqueta “hecho en Francia” (o en la Unión Soviética o los Estados Unidos), sino que eran “hechos en el mundo”, dado que su manufactura estaba segmentada y se ubicaba aquí y allá por todo el planeta.

 

El reconocimiento de este hecho, que es ahora un lugar común, no implica que exista una única explicación sobre la causa fundamental de esta transformación. Yo, por mi parte, la explico con el salto adelante en el grado de centralización del control del capital por parte de los monopolios, que he descrito como el paso del capitalismo de los monopolios al capitalismo de los monopolios generalizados. La revolución de la información, entre otros factores, hace que sea posible la gestión de este sistema de producción disperso por todo el planeta. Pero para mí, esos medios solo se implementan en respuesta a una nueva necesidad objetiva creada por el salto adelante en el control centralizado del capital.

 

El surgimiento de este sistema productivo globalizado elimina las políticas de “desarrollo nacional” coherentes (diversas y de desigual efectividad), pero no las sustituye por una nueva coherencia, que sería la del sistema globalizado. Ello se debe a la ausencia de una burguesía y un Estado globalizados, lo cual examinaré más adelante. En consecuencia, el sistema productivo generalizado es incoherente por naturaleza.

 

Otra consecuencia importante de esta transformación cualitativa del capitalismo contemporáneo es el surgimiento del imperialismo colectivo de la triada, que ocupa el lugar de los imperialismos nacionales históricos (de los Estados Unidos, Gran Bretaña, Japón, Alemania, Francia y unos pocos más). El imperialismo colectivo encuentra su razón de ser en la conciencia por parte de las burguesías de los países de la triada acerca de la necesidad de administrar el mundo de modo conjunto, en especial, las sociedades sometidas, y por someter de las periferias.

 

Hay quienes extraen dos correlatos de la tesis sobre el surgimiento de un sistema productivo globalizado: el surgimiento de una burguesía globalizada y el de un Estado globalizado, los cuales tendrían ambos su base objetiva en este nuevo sistema productivo. Mi interpretación de los cambios y las crisis contemporáneos me lleva a rechazar estos dos correlatos.

 

No existe una burguesía (o clase dominante) globalizada en proceso de formación, ni a escala mundial ni en los países de la triada imperialista. Creo conveniente subrayar el hecho de que la centralización del control sobre el capital por parte de los monopolios se da mucho más en el seno de los Estados-naciones de la triada (los Estados Unidos, cada uno de los miembros de la Unión Europea y Japón) que en las relaciones entre los socios de la triada, o incluso entre miembros de la Unión Europea. Las burguesías (o grupos oligopólicos) compiten en el seno de las naciones (y el Estado nacional administra esa competencia, al menos parcialmente) y entre naciones. De ahí que los oligopolios alemanes (y el Estado alemán) asumieran el liderazgo en los asuntos europeos, no para beneficiar a todos por igual, sino antes que nada a sí mismos. En el nivel de la triada es obviamente la burguesía estadounidense la que encabeza la alianza, y también en este caso se produce una distribución desigual de los beneficios. La idea de que la causa objetiva –el surgimiento del sistema productivo globalizado– conlleve ipso facto el surgimiento de una clase dominante globalizada se basa sobre la hipótesis subyacente de que el sistema debe ser coherente. En realidad, resulta posible que no lo sea. De hecho, no es coherente, y, por tanto, este sistema caótico es inviable.

 

En las periferias, la globalización del sistema productivo ocurre en conjunción con la sustitución de los bloques hegemónicos de eras anteriores por un nuevo bloque hegemónico dominado por las nuevas burguesías compradore, que no son elementos constitutivos de una burguesía globalizada, sino solo aliadas subalternas de las burguesías de la triada dominante. Y si no hay una burguesía globalizada en proceso de formación, tampoco se avizora en el horizonte un Estado globalizado. La causa fundamental es que el actual sistema globalizado no atenúa, sino que en realidad acentúa el conflicto (ya visible o potencial) entre las sociedades de la triada y las del resto del mundo. Insisto en que me refiero a un conflicto entre sociedades y, en consecuencia, potencialmente entre Estados. La ventaja derivada de la posición dominante de la triada (la renta imperialista) le permite al bloque hegemónico formado en torno a los monopolios generalizados gozar de una legitimidad que se expresa, a su vez, en la convergencia de todos los partidos políticos fundamentales, sean de derecha o de izquierda, y en su compromiso con las políticas económicas neoliberales y la continua intervención en los asuntos de las periferias. Por otro lado, las burguesías neocompradore de las periferias no son ni legítimas ni creíbles a ojos de sus propios pueblos (porque las políticas a las que sirven no permiten “alcanzar a los desarrollados”, y en la mayoría de los casos conducen al impasse del desarrollo de carácter lumpen. Por tanto, la inestabilidad de los actuales gobiernos es la regla en este contexto.

 

De la misma manera en que no existe una burguesía globalizada ni siquiera en el nivel de la triada o de la Unión Europea, tampoco existe en esos niveles un Estado globalizado. Lo que existe es una mera alianza entre Estados. Esos Estados, a su vez, aceptan gustosamente la jerarquía que le permite a la alianza funcionar: el liderazgo general está en manos de Washington, y el liderazgo europeo en manos de Berlín. El Estado nacional sigue en pie al servicio de la globalización.

 

En los círculos posmodernos circula la idea de que el capitalismo contemporáneo ya no necesita al Estado para manejar la economía mundial y que, por tanto, el sistema de los Estados está en proceso de extinción y en su lugar emerge la sociedad civil. No repetiré los argumentos que he formulado contra esta tesis ingenua que es propagada, además, por los gobiernos dominantes y los santones de los medios de comunicación a su servicio. No hay capitalismo sin Estado. La globalización capitalista no sería posible sin las intervenciones de las fuerzas armadas de los Estados Unidos y su manejo del dólar. Es obvio que las fuerzas armadas y el dinero son instrumentos del Estado, no del mercado.

 

Pero como no existe un Estado mundial, los Estados Unidos intentan cumplir esa función. Las sociedades de la triada lo consideran legítimo; otras sociedades no. Pero, ¿qué importa? La autoproclamada “comunidad internacional”, esto es, el G7 más Arabia Saudita, que sin duda debe haberse convertido en una república democrática, no reconoce la legitimidad de la opinión del 85% de la población mundial.

 

Por tanto, existe una asimetría entre las funciones del Estado en los centros imperialistas dominantes y en las periferias sometidas o por someter. El Estado en las periferias compradorizadas es inherentemente inestable y, en consecuencia, un enemigo potencial, cuando no un enemigo ya real.

 

Hay enemigos con los que las potencias imperialistas dominantes se han visto obligadas a coexistir, al menos hasta ahora. Es el caso de China, que ha rechazado (hasta el momento) la opción neocompradore y lleva adelante un proyecto soberano de desarrollo nacional integrado y coherente. Rusia se tornó un enemigo en cuanto Putin se negó a alinearse políticamente con la triada y quiso poner coto a sus ambiciones expansionistas en Ucrania, aun cuando no pretende (¿no lo pretende todavía?) abandonar la conocida senda del liberalismo económico. La gran mayoría de los Estados compradore del Sur (o sea, Estados al servicio de sus burguesías compradore) son aliados, no enemigos, mientras cada uno de esos Estados compradore parezcan estar a cargo de sus respectivos países. Pero los dirigentes en Washington, Londres, Berlín y París saben que esos Estados son frágiles. En cuanto una revuelta popular –con o sin una estrategia alternativa viable– amenaza a uno de ellos, la triada se arroga el derecho a intervenir. La intervención puede conducir incluso a considerar la destrucción de esos Estados y de las sociedades implicadas. Esta estrategia está ahora en curso en Iraq, Siria y otros lugares. La razón de ser de la estrategia encaminada al control militar del mundo por la triada encabezada por Washington se enmarca por entero en esta visión “realista”, que se contrapone claramente a la visión ingenua –á la Negri– de un Estado globalizado en proceso de formación.14

 

Respuestas de los pueblos y los Estados del Sur

 

La ofensiva actual del imperialismo colectivo de los Estados Unidos/Unión Europea/Japón contra todos los pueblos del Sur descansa sobre dos pilares: el pilar económico (el neoliberalismo globalizado al que se les obliga como la única política económica posible) y el pilar político (continuas intervenciones, incluidas guerras preventivas contra quienes rechazan las intervenciones imperialistas). La respuesta de algunos países del Sur, como los miembros del grupo BRICS, en el mejor de los casos descansa sobre un único pilar: rechazo a la geopolítica del imperialismo, pero aceptación del neoliberalismo económico. Eso los hace vulnerables, como muestra la actual situación de Rusia.15 Sí, hay que entender que “el comercio es la guerra”, como escribiera Yash Tandon.16

 

Todos los países del mundo, con excepción de los de la triada, son enemigos reales o potenciales, salvo los que se someten por completo a su estrategia económica y política. Dado ese marco referencial, Rusia es “un enemigo”.17 Sea cual fuere nuestro juicio acerca de lo que fue la Unión Soviética, la triada la combatió simplemente porque se trataba de un intento de desarrollo que era independiente del capitalismo/imperialismo dominante. Tras el derrumbe del sistema soviético, algunos (sobre todo en Rusia) pensaron que “Occidente” no se enfrentaría a una “Rusia capitalista”, como ocurriera en Alemania y Japón, que “perdieron la guerra pero ganaron la paz”. Olvidaban que las potencias occidentales apoyaron la reconstrucción de los países donde floreciera el fascismo precisamente para enfrentar el reto que suponían las políticas independientes de la Unión Soviética. Ahora que ese reto ha desaparecido, el objetivo de la triada es lograr el total sometimiento de Rusia, la destrucción de su capacidad de resistencia. El curso actual de la tragedia ucraniana ilustra la realidad del objetivo estratégico de la triada. Esta organizó en Kiev lo que en puridad debería llamarse un “golpe de estado euro/nazi”. La retórica de los medios de comunicación occidentales, que proclaman que las políticas de la triada tienen como propósito promover la democracia es sencillamente una mentira. Los países de Europa Oriental no se han “integrado” en la Unión Europea como socios iguales, sino como “semicolonias” de las principales potencias capitalistas/imperialistas de Europa Occidental y Central. La relación entre el oeste y el este del sistema europeo es similar hasta cierto punto a la que rige las relaciones entre los Estados Unidos y América Latina.

 

Por tanto, hay que apoyar la política rusa de oponerse al proyecto de colonización de Ucrania. Pero esta “política internacional” positiva de Rusia está condenada al fracaso si no cuenta con el apoyo del pueblo ruso. Y ese apoyo no puede lograrse sobre la exclusiva base del “nacionalismo”. Solo puede alcanzarse si la política económica y social interna promueve los intereses de la mayoría de los trabajadores. Una política orientada hacia el pueblo implica, por tanto, alejarse lo más posible de la receta “liberal” y la mascarada electoral asociada a ella, que afirma brindarle legitimidad a políticas sociales regresivas. En su lugar, sugeriría implantar un nuevo capitalismo de Estado con una dimensión social (y digo social, no socialista). Ese sistema despejaría el camino para posibles avances futuros hacia la socialización de la gestión de la economía, y, por tanto, hacia nuevos avances auténticos hacia una invención de la democracia que responda a los desafíos de una economía moderna.

 

Un poder estatal ruso que se mantenga dentro de los límites estrictos de la receta neoliberal elimina las posibilidades de éxito de una política exterior independiente y de que Rusia se convierta en un país verdaderamente emergente que pueda transformarse en un importante actor internacional. El neoliberalismo solo puede aportarle a Rusia una trágica regresión económica y social, un “desarrollo de carácter lumpen” y una subordinación creciente al orden imperialista global. Rusia le proporcionaría a la triada petróleo, gas y otros recursos naturales; sus industrias se reducirían al estatus de la subcontratación en beneficio de los monopolios financieros occidentales. En tal situación, que no es muy lejana de la que Rusia ocupa actualmente en el sistema global, los intentos de actuación independiente en la arena internacional serán extremadamente frágiles, y estarán sujetos a “sanciones” que fortalecerán el desastroso alineamiento de la oligarquía económica dominante a las exigencias de los monopolios dominantes de la triada. La actual salida de “capital ruso” asociada con la crisis de Ucrania ilustra el peligro. El restablecimiento del control estatal sobre los movimientos de capital es la única respuesta efectiva al mismo.

 

Salvo China, que lleva a cabo un proyecto nacional de desarrollo industrial moderno vinculado a la renovación de la agricultura familiar, los países emergentes del Sur (los BRICS) siguen descansando sobre un único pilar: se oponen a la depredación de la globalización militarizada, pero siguen presos por la camisa de fuerza del neoliberalismo.18

 

Notas

 

  1. En este artículo me limito a examinar las experiencias de Rusia y China, aunque sin intención de ignorar las otras revoluciones socialistas del siglo XX (Corea del Norte, Vietnam, Cuba).

  2. Antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, Stalin intentó desesperadamente, y sin éxito, establecer una alianza con las democracias occidentales contra el nazismo. Terminada la guerra, Washington optó por la Guerra Fría, mientras que Stalin procuró establecer vínculos amistosos con las potencias occidentales, de nuevo sin éxito. Ver Geoffrey Roberts, Stalin’s Wars: From World War to Cold War, 1939–1953 (New Haven, CT: Yale University Press, 2007). Ver el importante prefacio de Annie Lacroix Riz a la edición francesa: Les guerres de Staline: De la guerre mondiale à la guerre froide (París: Éditions Delga, 2014).

  3. Aludo aquí a las tesis de Kautsky en The Agrarian Question, 2 vols. (Londres: Pluto Press, 1988; primera edición, 1899).

  4. Existen gratas excepciones entre los intelectuales marxistas que, sin haber tenido responsabilidades en la dirección de partidos revolucionarios, y mucho menos de Estados revolucionarios, han permanecido atentos a los desafíos enfrentados por los socialismos de Estado (pienso, por ejemplo, en Baran, Sweezy, Hobsbawn y otros).

  5. Ver Samir Amin, “China 2013”, Monthly Review64, no. 10 (marzo 2013): 14–33, en especial para análisis relativos al tratamiento que le dispensó el maoísmo a la cuestión agraria.

  6. Ver Eric J. Hobsbawn, Echoes of the Marseillaise: Two Centuries Look Back on the French Revolution(Londres: Verso, 1990); ver también las obras de Florence Gauthier. Estos autores no identifican Termidor con la restauración, como plantea la simplificación trotskista.

  7. Sobre la destrucción en curso del campesinado de Asia y África, ver Samir Amin, “Contemporary Imperialism and the Agrarian Question”, Agrarian South: Journal of Political Economy1, no. 1 (abril 2012): 11–26, http://ags.sagepub.com.

  8. Analizo aquí solo algunas de las consecuencias de mayor envergadura del paso a los monopolios generalizados (la financiarización, el ocaso de la democracia). En lo que toca a las cuestiones ecológicas, me remito a la notable obra de John Bellamy Foster.

  9. Nikolai Bujarin, Imperialism and the World Economy (Nueva York: Monthly Review Press, 1973; escrito en 1915); V. I. Lenin, Imperialism, The Highest Stage of Capitalism(NuevaYork: International Publishers, 1969; escrito en 1916).

  10. Para una mayor profundización sobre el análisis del Sector III y su relación con la teoría de Baran y Sweezy sobre la absorción del excedente, ver Samir Amin, Three Essays on Marx’s Value Theory(Nueva York: Monthly Review Press, 2013), 67–76; y John Bellamy Foster, “Marxian Crisis Theory and the State”, en John Bellamy Foster y Henryk Szlajfer, eds., The Faltering Economy(Nueva York: Monthly Review Press, 1984), 325–49.

  11. André Gunder Frank y Samir Amin, “Let’s Not Wait for 1984”, en Frank, Reflections on the World Economic Crisis(Nueva York: Monthly Review Press, 1981).

  12. Samir Amin, Empire of Chaos(Nueva York: Monthly Review Press, 1992).

  13. Sobre el enfrentamiento a la globalización financiera, ver Samir Amin, “From Bandung (1955) to 2015: New and Old Challenges for the Peoples and States of the South”, ponencia presentada en el Foro Social Mundial, Túnez, marzo de 2015, y “The Chinese Yuan”, publicado en chino, 2013.

  14. Contra Hardt and Negri”, Monthly Review66, no. 6 (noviembre 2014): 25–36.

  15. La opción de la desconexión es inevitable. La extrema centralización del excedente en el nivel mundial, en forma de renta imperialista para los monopolios de las potencias imperialistas, les resulta insoportable a todas las sociedades de la periferia. Es necesario deconstruir ese sistema con vistas a reconstruirlo más tarde con otra forma de globalización compatible con el comunismo, entendido como una etapa más avanzada de la civilización universal. En este contexto, he sugerido una comparación con la necesaria destrucción de la centralización en el Imperio romano, que despejó el camino para la descentralización feudal.

  16. Yash Tandon, Trade is War(Nueva York: OR Books, de próxima aparición).

  17. Samir Amin, “Russia in the World System”, capítulo 7 en Global History: A View from the South (Londres: Pambazuka Press, 2010), “The Return of Fascism in Contemporary Capitalism”, Monthly Review66, no. 4 (septiembre 2014): 1–12.

  18. Sobre las inadecuadas respuestas de la India y Brasil, ver Samir Amin, The Implosion of Capitalism (Nueva York: Monthly Review Press, 2013), capítulo 2, y “Latin America Confronts the Challenge of Globalization”, Monthly Review66, no. 7 (diciembre 2014): 1–6.

 

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