Introducción Informe 2005 de AI

Las responsabilidades no tienen fronteras

25/05/2005
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La respuesta ineficaz y carente de equidad de las instituciones de seguridad colectiva revela una verdad mucho más profunda sobre cuáles son las amenazas que realmente importan. Nuestras instituciones de seguridad colectiva no deben limitarse a afirmar que una amenaza contra uno es una amenaza contra todos, sino que también deben obrar en consecuencia. Informe del Grupo de Alto Nivel de la ONU sobre las amenazas, los desafíos y el cambio, diciembre de 2004 EN los últimos días de 2004 se produjo uno de los sucesos más destacados del año. El 26 de diciembre, un potente maremoto con epicentro cerca de Indonesia provocó una serie de olas mortíferas que se propagaron por el océano Índico y barrieron las costas de Indonesia, Sri Lanka, India, Tailandia, Malaisia, Myanmar y África Oriental. La devastación fue casi inimaginable. Murieron cerca de 300.000 personas, desaparecieron y se dio por muertas a unas 100.000 y más de cinco millones se quedaron sin hogar, presas del hambre y expuestas a sufrir enfermedades. El maremoto y sus secuelas mostraron nuestra vulnerabilidad común y nuestra interconexión a nivel mundial. En un año en el que el «terrorismo» dominó la agenda interna¬cional, la catástrofe puso de manifiesto que las amenazas más devastadoras contra la seguridad surgen de muy diversas fuentes, no sólo de los atacantes suicidas. En la actualidad, las amenazas más extendidas contra los derechos humanos y la seguridad de las personas, ya sean de naturaleza ecológica, política o económica, tienen un alcance internacional: no las puede abordar cada país por separado, sino que exigen acciones coordinadas a nivel mundial. La reacción mundial provocada por el maremoto fue tan sorprendente como la magnitud y los efectos de la catástrofe. En un grado desconocido hasta entonces, gentes de todo el mundo mostraron su comprensión y solidaridad con personas con quienes aparentemente sólo compartían un espacio en el planeta. Personas de todo el mundo se sumaron a las muestras de dolor y generosidad. Las empresas periodísticas, los «blog» de Internet y otros nuevos medios de comunicación de carácter informal pusieron en contacto a las personas con los acontecimientos y entre sí. Las acciones y la generosidad de los ciudadanos y de las organizaciones no gubernamentales pusieron en evidencia a los gobiernos donantes, induciéndolos a aumentar de forma sustancial sus promesas de ayuda y asistencia. Al menos en un principio, la reacción mundial ante el desastre generó un prudente optimismo sobre la aparición de un incipiente sentido de ciudadanía mundial. Se evidenció una conciencia mayor de que sólo la acción multilateral puede contribuir a una seguridad mundial compartida. Cuando 2004 se acercaba a su fin, la comunidad internacional pareció darse cuenta de que en esta época de globalización la responsabilidad de proteger la seguridad de las personas trasciende las fronteras del Estado nación. Sin embargo, la reacción de la comunidad internacional ante el maremoto, incluida la de la gente corriente, tuvo un penoso contrapunto en la falta de efectividad en el tratamiento de otras crisis mundiales que a lo largo de 2004 generaron un número de víctimas de una magni¬tud comparable. Los intereses económi¬cos, la hipocresía política y la discriminación social siguieron avivando las llamas del conflicto en todo el mundo. La denominada «guerra contra el terror» fue al parecer más eficaz en la erosión del marco internacional de los principios de derechos humanos que en la eliminación de la amenaza del «terrorismo» internacional. Apenas se prestó atención a la seguridad de las mujeres víctimas de la violencia de género en el ámbito doméstico, en la comunidad o en las situaciones de conflicto. Prácticamente se siguió haciendo caso omiso de los derechos económicos, sociales y culturales de las comunidades marginadas. Conflictos armados Cuando intentamos escapar, dispararon contra más niños. Violaban a las mujeres. Vi a muchos yanyawid violando a mujeres y niñas. Cuando violan son felices. Cantan y dicen que no somos más que esclavas y que pueden hacer con nosotras lo que les dé la gana. A., mujer de 37 años de Mukjar, localidad de la región sudanesa de Darfur El hecho de que la comunidad internacional no aborda las crisis de derechos humanos de una manera adecuada y efectiva se evidenció con toda claridad en la región sudanesa de Darfur, donde a lo largo de 2004 tuvo lugar otra tragedia humana de proporciones gigantescas. A diferencia del maremoto, esta tragedia no la provocó la naturaleza, sino el hombre. Y en este caso la comunidad internacional hizo relativamente poco para detener o aliviar el sufrimiento. Durante todo el año, los yanyawid –milicias nómadas armadas, pagadas y respaldadas por el gobierno sudanés– violaron, secuestraron y sometieron a esclavitud sexual a un sinnúmero de mujeres y niñas en Darfur. Las violaciones masivas, incluidas las violaciones en grupo de escolares, constituyeron sin duda crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad. Asimismo, los yanyawid, vestidos a menudo con uniformes militares sudaneses y secundados por el ejército de Sudán, quemaron pueblos, mataron a civiles y saquearon bienes y rebaños. La fuerza aérea sudanesa agravó el sufrimiento de la población bombardeando algunos pueblos, mientras las fuerzas de seguridad torturaban rutinariamente a las personas que se encontraban bajo su custodia, a menudo propinándoles brutales palizas con mangueras, látigos o botas y en ocasiones arrancándoles las uñas o quemándolas con cigarrillos. Al finalizar el año, más de millón y medio de personas habían tenido que huir de sus casas como consecuencia del conflicto, viendo destruidos sus pueblos y saqueadas sus pertenencias y rebaños. Casi todos los pueblos de la zona fueron arrasados. Durante los últimos meses del año aumentó la magnitud de la crisis de Darfur como consecuencia de los ataques contra la población civil –perpe¬trados principalmente por las fuerzas gubernamentales y las milicias respaldadas por el gobierno–, los combates entre fuerzas gubernamentales y rebeldes y los ataques a convoyes de ayuda humanitaria. La brutalidad del conflicto de Darfur puso a prueba de manera fundamental la capacidad de la ONU para reaccionar de forma efectiva ante graves crisis de derechos humanos. Y la ONU, una vez más, no superó la prueba. Por ejemplo, las «áreas seguras» designadas por el gobierno sudanés y las Naciones Unidas para los desplazados internos de Darfur resultaron ser cualquier cosa menos seguras. Los desplazados –bajo la observación de los servicios de seguridad y de información militar del gobierno– continuaron en peligro de ser objeto de detenciones arbitrarias, violaciones y homicidios a manos de las fuerzas de seguridad gubernamentales. Cuando se arrasó con bulldozers el campo de El-Geer, lanzando gases lacrimógenos contra los residentes y agrediéndolos en presencia de representantes de la ONU y de la Unión Africana, las protestas de los funcionarios internacionales fueron sencillamente ignoradas. Mientras tanto, las tres resoluciones aprobadas por el Consejo de Seguridad de la ONU en menos de seis meses demostraron que este organismo no estaba cumpliendo en gran medida sus obligaciones para con la población de Darfur. Se tuvo la sensación de que la protección de los derechos humanos entorpecía los intentos encaminados a garantizar un acuerdo de paz en el conflicto entre el norte y el sur. Al adoptar una resolución en noviembre en la que no se afirmaba enérgicamente que no se tolerarían las violaciones de derechos humanos, es probable que el Consejo de Seguridad diera la impresión de que el gobierno sudanés podía actuar con impunidad. Al finalizar 2004, el despliegue en Darfur de la misión reforzada de la Unión Africana no había comportado un aumento de la seguridad y la protección de los civiles. Ni había servido tampoco como instrumento disuasorio para evitar más ataques. A pesar de que en el ámbito internacional se percibían con claridad los abusos perpetrados en Darfur, muchos gobiernos permitieron –a sabiendas o no– el envío de armas a un país donde las fuerzas del gobierno sudanés y las milicias aliadas con ellas las utilizaban después para cometer atrocidades. Nadie escuchó los llamamientos efectuados por grupos de defensa de los derechos humanos en favor de un embargo de armas con objeto de poner fin a los suministros militares y conexos que llegaban a todas las partes involucradas en el conflicto, y hasta finales de 2004 no se acordó la creación de una comisión internacional de investigación para examinar los indicios de crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad. Aunque la comunidad internacional disponía de instrumentos que podían haber salvado vidas y evitado sufrimientos, lo cierto es que decidió no utilizarlos. En cambio, la violencia y los abusos perpetrados en Darfur constituyeron un triste y elocuente testimonio de la constante incapacidad del Consejo de Seguridad de la ONU –sometido a grandes presiones por parte de algunos de sus Estados miembros– para impedir y castigar los crímenes de guerra y los crímenes de lesa humanidad. Darfur no fue el único lugar donde en 2004 los derechos humanos fueron víctima de los mezquinos intereses de Estados poderosos. La intervención militar en Irak dirigida por Estados Unidos, que se justificó por razones de seguridad, creó una sensación de profunda inseguridad en millones de iraquíes que se encontraron ante una violencia generalizada y una pobreza creciente. El conflicto de Chechenia se prolongó por sexto año consecutivo. Aparecieron informes de tortura, violaciones y otros abusos sexuales de mujeres chechenas a manos de militares rusos. Por citar sólo un caso: las fuerzas federales rusas detuvieron a Madina (nombre ficticio), de 23 años, porque sospechaban que era una atacante suicida. La mujer, que tiene un hijo, fue recluida en régimen de incomunicación y presuntamente torturada durante dos semanas en la base rusa de Khankala. Madina contó a Amnistía Internacional: «El primer día me advirtieron que les suplicaría que me mataran. Pero en ese momento deseaba vivir porque tengo un hijo [...] no se me pasaba por la cabeza que pudiera pedirles que me mataran [...] Pero un día [...] exhausta, cansada y sin aliento, empecé a pedirles que me pegaran un tiro». En 2004 las autoridades rusas persiguieron deliberadamente a personas que habían abandonado la esperanza de obtener justicia en el país y que habían tratado de conseguir resarcimiento a través del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, así como a activistas y defensores de los derechos humanos que habían intentado levantar su voz contra las injusticias. Casi en la otra esquina del mundo, concretamente en Haití, opositores del gobierno armados, dirigidos por personas declaradas culpables de perpetrar graves violaciones durante la dictadura militar de hecho que rigió los destinos del país a principios de los años noventa, atacaron en febrero instituciones oficiales. Tras la salida del presidente Jean Bertrand Aristide llegó una Fuerza Multinacional Provisional, bajo mandato del Consejo de Seguridad de la ONU, para contribuir a garantizar la ley y el orden y proteger los derechos humanos. A pesar de que el desarme de los grupos armados y la restauración del Estado de derecho eran sin duda factores esenciales para garantizar la seguridad de la población civil, ni la Fuerza Multinacional Provisional ni el gobierno interino hicieron esfuerzos creíbles para poner en marcha programas globales de desarme a nivel nacional. De forma gradual volvieron a ocupar puestos de poder individuos responsables de haber cometido graves violaciones de derechos humanos en Haití. Unas inundaciones devastadoras y otros estallidos de violencia registrados en septiembre y octubre pusieron de manifiesto la necesidad de que la comunidad internacional abordara la crisis humanitaria y de derechos humanos del país. La situación de los derechos humanos se deterioró en los Territorios Ocupados palestinos. En Cisjordania y la Franja de Gaza se registró un aumento de los homicidios y de los derribos de casas por parte del ejército israelí. Continuaron los ataques de grupos palestinos armados contra civiles israelíes. Mientras tanto, la guerra civil de Costa de Marfil hizo recordar con qué facilidad un país puede volver a sumirse en un conflicto si no se abordan sus causas fundamentales. En noviembre, las fuerzas armadas marfileñas bombardearon Bouaké –ciudad del norte del país en poder de los rebeldes– rompiendo un alto el fuego que duraba ya 18 meses. A continuación se registraron en Abiyán, capital del país, ataques y actos de violencia indiscriminados contra civiles, sobre todo franceses y extranjeros de otras nacionalidades, que en algunos casos llevaban décadas viviendo en el país. La violencia, fomentada por la xenofobia, al parecer acarreó la violación de algunas mujeres francesas y de otras extranjeras por parte de civiles marfileños. En respuesta a las manifestaciones antifrancesas, tropas galas bajo mandato de la fuerza de pacificación de la ONU hicieron uso excesivo de la fuerza contra civiles, en su mayoría desarmados, y mataron a tiros al menos a 15 de ellos. Al parecer, otros civiles resultaron muertos cuando huían de los disparos. Uno de los factores principales que fomentan la continuación de los conflictos es la proliferación de armas. La facilidad para conseguir armamento y munición suele aumentar la incidencia de la violencia armada, prolongar las guerras una vez que estallan y posibilitar abusos graves y generalizados contra los derechos humanos. La mayoría de los conflictos armados actuales no podrían mantenerse sin el suministro de armas pequeñas y ligeras y de la munición correspondiente. En el conflicto armado de Colombia, que dura ya 40 años y en el que todas las partes han perpetrado violaciones y otros delitos sexuales, Estados Unidos, Israel, Brasil, Francia, Alemania, España, Sudáfrica, la República Checa e Italia han suministrado en los últimos años a las autoridades colombianas equipamiento militar, incluidas grandes cantidades de armas pequeñas. La falta de controles sobre el comercio internacional de armas ha permitido también a los grupos guerrilleros obtener ingentes suministros de armamento. La mayoría de los gobiernos siguen sin cumplir la obligación de adoptar medidas estrictas para impedir el suministro de armas a quienes se burlan abiertamente del derecho internacional humanitario y de derechos humanos. Se necesitan exhaustivos mecanismos de control internacionales para sellar los resquicios que permiten que lleguen armas y municiones a manos equivocadas. Por esta razón, Amnistía Internacional ha colaborado con Oxfam y la Red Internacional de Acción sobre Armas Pequeñas en la campaña Armas bajo Control, con el fin de trabajar en favor de controles más estrictos, incluido un tratado internacional sobre el comercio de armas. Otra característica de los conflictos contemporáneos es el papel que desempeñan los poderosos intereses económicos a la hora de avivar las llamas del conflicto y la militarización y de cosechar los correspondientes beneficios. A medida que en el futuro se libren más conflictos en torno a los recursos naturales, más importante y decisivo será el papel de los agentes empresariales. El papel de los agentes externos en la prolongación de los conflictos se evidencia con toda claridad en la República Democrática del Congo, donde más de tres millones de civiles han muerto víctimas de homicidio o a causa del hambre y de las enfermedades desde agosto de 1998. Este conflicto se ha caracterizado por los homicidios ilegítimos, las torturas y las violaciones perpetradas por todos los bandos, así como por la participación de otros Estados y empresas internacionales, que tratan de satisfacer sus propios intereses sin importarles los costes humanos. Muchos países han continuado suministrando armas a la República Democrática del Congo, en operaciones organizadas y facilitadas a menudo por redes internacionales de intermediarios de armas que utilizan tortuosas rutas para burlar el embargo de armas impuesto por la ONU a la República Democrática del Congo. En 2004, prácticamente todo el este de la República Democrática del Congo, donde numerosos grupos armados se disputan el control de la tierra y de los recursos naturales, permaneció de hecho bajo el dominio de diferentes grupos armados o milicias. Continuaron los homicidios ilegítimos y las torturas. Se atacó a hombres, mujeres y niños con machetes y con armas pequeñas y de fabricación casera. Se utilizó la violencia sexual como arma de guerra. Se produjeron numerosos saqueos y destrucciones de casas, campos, escuelas, centros médicos y de distribución de alimentos, así como de establecimientos religiosos. Todos los bandos utilizaron niños soldados. En 2004, la violencia de género perpetrada impunemente contra mujeres de todas las edades, incluidas niñas de muy corta edad, alcanzó niveles atroces en la República Democrática del Congo. Una joven que había sido violada en dos ocasiones durante el conflicto dijo a Amnistía Internacional: «En el pueblo se burlaban tanto de mí, que tuve que marcharme a vivir en la selva [...] Tengo hambre, no tengo ropa ni jabón. Tampoco tengo dinero para que me vea un médico. Sería mejor que me muriera con el niño que llevo dentro». La magnitud de las violaciones ha ocasionado una crisis de derechos humanos y de salud que exige la adopción de medidas inmediatas y a largo plazo. Sin embargo, aunque en el este de la República Democrática del Congo se violó y torturó de forma sistemática a decenas de miles de mujeres, niños e incluso bebés, y también a algunos hombres, el gobierno y la comunidad internacional no articularon un plan organizado y global para ayudar a quienes sobrevivieron. Violencia contra las mujeres Los conflictos de Darfur y la República Democrática del Congo no fueron una excepción en lo que se refiere a los abusos generalizados contra mujeres y niñas. En otros conflictos armados de todo el mundo se violó o sometió a otras formas de agresión sexual a mujeres y niñas, se las mutiló y se las humilló. Los autores de los abusos fueron muy numerosos y variados: soldados de fuerzas armadas estatales; grupos o milicias paramilitares progubernamentales; grupos armados que luchaban contra el gobierno o contra otros grupos armados; agentes de policía, guardias de prisiones o personal militar y de seguridad privado; fuerzas militares estacionadas en el extranjero, incluidas tropas de la ONU y otras fuerzas de mantenimiento de la paz; personal de organismos humanitarios; y vecinos y familiares. Cuando Amnistía Internacional lanzó su Campaña para Combatir la Violencia contra las Mujeres en marzo de 2004, uno de sus objetivos fundamentales era poner fin a la impunidad por los delitos de violencia perpetrados contra las mujeres en situaciones de conflicto, aprovechando los avances realizados por los tribunales internacionales y la Corte Penal Internacional en su identificación. La campaña trata también de demostrar que la violencia que sufren las mujeres en situaciones de conflicto es una manifestación extrema de la discriminación y de los abusos que padecen en tiempos de paz, tiempos en los que estas actitudes contribuyen a la aceptación generalizada de la violencia doméstica, las violaciones y otras formas de abuso sexual contra las mujeres. Cuando las tensiones políticas degeneran en francos conflictos, aumentan todas las formas de violencia, incluidas las violaciones y otros tipos de violencia sexual contra las mujeres. Muchos de los conflictos de 2004 tuvieron como base diferencias raciales, étnicas, religiosas, culturales y políticas, y enfrentaron a comunidades. En este tipo de contextos, la violencia sexual se utilizó a menudo como un arma de guerra y la tortura de mujeres se consi¬deró un modo de mancillar el «honor» de la comunidad. Además, la mayoría de los conflictos fueron internos, es decir, no tanto entre ejércitos nacionales profesionales como entre gobiernos y grupos armados o entre grupos armados rivales. Por consiguiente, existían pocas probabilidades de que se castigaran muchas de las atrocidades sufridas por las mujeres, ya que es muy difícil pedir cuentas a los grupos armados por los abusos que han cometido. Durante 2004, Amnistía Internacional elaboró varios informes con el fin de subrayar distintos aspectos de la violencia ejercida contra las mujeres en todo el mundo. Uno de ellos se dedicó a Turquía, donde se calcula que entre un tercio y un 50 por ciento de las mujeres son víctima de actos de violencia física en el ámbito familiar. Se las golpea, se las viola y en algunos casos se llega incluso a matarlas u obligarlas a que se suiciden. Las muchachas son objeto de trueque y se las obliga a casarse muy jóvenes. Maridos, hermanos, padres e hijos son los responsables de la mayoría de estos abusos. Este tipo de violencia es ampliamente tolerada e incluso aprobada por dirigentes de la comunidad y también por las más altas instancias del gobierno y el poder judicial. Las autoridades no suelen investigar concienzudamente las denuncias que presentan las mujeres sobre asesinatos, agresiones o aparentes suicidios de mujeres. Los tribunales siguen reduciendo las penas impuestas a los violadores si prometen casarse con su víctima, a pesar de algunas medidas recientes adoptadas por el gobierno para erradicar esta práctica. Otro de los informes publicados por Amnistía Internacional en 2004 se ocupaba de la trata de mujeres y niñas en Kosovo con el fin de obligarlas a prostituirse. En él se mostraba que la mayoría de las muchachas y de las mujeres procedían de los países más pobres de Europa y que son vulnerables porque carecen de recursos económicos o han sufrido ya malos tratos. Sueñan con una vida mejor y los tratantes aprovechan esta circunstancia para ofrecerles «trabajo» en Occidente. Sin embargo, en lugar de conseguir un trabajo real, se encuentran atrapadas, esclavizadas y obligadas a ejercer la prostitución. Las mujeres y las niñas –entre cuyos clientes figuran miembros de tropas y cuerpos de policía internacionales– tienen a menudo demasiado miedo para intentar escapar, y las autoridades no las ayudan. En países de todo el mundo, la pobreza y la marginación siguen fomentando la violencia contra las mujeres. La pobreza afecta más a las mujeres que a los hombres; el grado de pobreza de las mujeres es superior al de los hombres, y el número de mujeres pobres va en aumento. Aunque la globalización ha dado nuevas oportunidades a las mujeres, ha tenido también efectos negativos. Cada vez más mujeres se ven sumidas en la marginación. A estas mujeres les resulta extremadamente difícil escapar de situaciones de abuso y obtener protección y resarcimiento. Cuando Amnistía Internacional lanzó su Campaña para Combatir la Violencia contra las Mujeres, se propuso colaborar con grupos locales de mujeres en sus propios países y con organizaciones internacionales de mujeres con el fin de crear un nuevo sector de compromiso con los derechos humanos. Mujeres de todo el mundo se han organizado para denunciar y atajar la violencia contra las mujeres. Han logrado cambios importantes de orden legislativo, político y práctico. Y sobre todo han cuestionado la imagen de la mujer como víctima pasiva de la violencia. Uno de los logros de quienes defienden los derechos de las mujeres ha sido demostrar que la violencia ejercida contra ellas constituye una violación de derechos humanos. Esto cambia la percepción de la violencia contra las mujeres, transformando un asunto privado en un motivo de preocupación social, y exige la acción de las autoridades. El desarrollo paralelo de normas internacionales y regionales de derechos humanos refuerza esta rendición de cuentas. El colectivo de activistas en favor de los derechos de las mujeres ha desempeñado un papel esencial a la hora de garantizar que en el estatuto fundacional de la Corte Penal Internacional se reconozcan de manera explícita la violación y otras formas de violencia sexual como crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra. En diciembre de 2004, la Corte Penal Internacional anunció que su primera investigación tendría por objeto las denuncias de asesinatos a gran escala, ejecuciones sumarias, violaciones, torturas, desplazamientos forzosos y utilización de niños y niñas soldados en la República Democrática del Congo. La Campaña para Combatir la Violencia contra las Mujeres lanzada por Amnistía Internacional tiene como fin demostrar que la organización de las propias mujeres, reforzada con la solidaridad y el apoyo del movimiento de derechos humanos, es la manera más eficaz de poner fin a la violencia ejercida contra ellas. La campaña está concebida para movilizar tanto a hombres como a mujeres y utilizar el poder y la capacidad de persuasión del marco de derechos humanos para erradicar esta forma de violencia. «Terror», «lucha contra el terror» y Estado de derecho El [guardia] trajo entonces una caja de comida, hizo que me subiera encima y empezó a castigarme. Después vino un soldado alto y negro y me colocó unos cables eléctricos en el pene y en los dedos de las manos y de los pies; yo tenía la cabeza tapada con una bolsa. El soldado dijo entonces: «¿Cuál es el interruptor de la electricidad?». Detenido iraquí de la prisión de Abu Ghraib, 16 de enero de 2004 (declaraciones realizadas a investigadores militares de Estados Unidos y obtenidas por el Washington Post) El presidente estadounidense George W. Bush ha afirmado de forma reiterada que Estados Unidos se fundó sobre la causa de la dignidad humana y que a ella dedica sus esfuerzos. Éste fue uno de los temas del discurso que pronunció ante la Asamblea General de las Naciones Unidas en septiembre de 2004. Sin embargo, durante su primer mandato como presidente, Estados Unidos estuvo muy lejos de actuar como ese paladín mundial de los derechos humanos que afirmaba ser. Este doble rasero se evidenció quizá con la máxima crudeza en las espantosas fotografías de la prisión iraquí de Abu Ghraib: un detenido encapuchado, subido a una caja donde apenas puede mantener el equilibrio, con los brazos extendidos y unos cables colgándole de las manos, expuesto a la amenaza de ser torturado con descargas eléctricas; un hombre desnudo, encogido de miedo y acurrucado contra los barrotes de una celda, mientras unos soldados lo amenazan con unos perros que gruñen; y unos soldados que, claramente seguros de su impunidad, se ríen de unos detenidos a quienes han obligado a adoptar posturas sexuales humillantes. Las fotografías de Abu Ghraib dieron lugar a revisiones e investigaciones oficiales por parte de las autoridades estadounidenses, pero ninguna de las investigaciones fue suficientemente exhaustiva ni tuvo la independencia ni el alcance necesarios para averiguar el papel desempeñado por el secretario de Estado ni por organismos, departamentos o cargos no pertenecientes al Pentágono. Además, varios memorandos del gobierno aparecidos tras el estallido del escándalo de Abu Ghraib –que daban a entender que el gobierno estaba estudiando métodos para que sus agentes pudieran eludir la prohibición internacional de la tortura y de los tratos crueles, inhumanos y degradantes– indicaban que la oposición a la tortura y a otros tratos crueles, inhumanos y degradantes que había manifestado el gobierno estadounidense era muy endeble. A lo largo de 2004, la violencia fue un problema endémico en Irak, ya fuera en forma de homicidios ilegítimos, tortura y otros abusos por parte las tropas de la coalición dirigida por Estados Unidos y de las fuerzas de seguridad iraquíes, o de ataques contra civiles u otras personas por parte de grupos armados. La violencia entorpeció el suministro de ayuda humanitaria y a la reconstrucción. Millones de personas sufrieron las consecuencias de la destrucción de infraestructuras, el desempleo generalizado y la incertidumbre sobre el futuro. Se asesinó brutalmente a decenas de rehenes, y los vídeos que mostraban la decapitación de algunos de ellos fueron difundidos por medios de comunicación de todo el mundo. Bandas de delincuentes secuestraron a decenas de iraquíes, sobre todo niños, para obtener rescate. Y fueron escasos o nulos los avances para que comparecieran ante la justicia los responsables de abusos contra los derechos humanos cometidos en el pasado o en la actualidad. Mientras tanto, el principal órgano de derechos humanos de las Naciones Unidas se desentendió de la crisis de Irak. En abril, la Comisión de Derechos Humanos de la ONU decidió interrumpir su examen de la situación iraquí en un momento en el que la vigilancia, la ayuda y la cooperación eran cruciales para conseguir una transición con éxito de una brutal dictadura a un gobierno respetuoso con los derechos humanos. De este modo, la Comisión mostró una vez más que no se atrevía a abordar graves abusos contra los derechos humanos frente a gobiernos intransigentes. En junio, en una resolución adoptada unánimemente por el Consejo de Seguridad de la ONU sobre el traspaso del poder en Irak, se recogió el compromiso asumido por todas las fuerzas del país de actuar de acuerdo con el derecho internacional, incluidas las obligaciones que establece el derecho internacional humanitario. Sin embargo, se perdió una oportunidad única de aclarar las obligaciones específicas de la fuerza multinacional y de las autoridades iraquíes según el derecho internacional humanitario y de derechos humanos. Los países que habían elaborado la resolución –Estados Unidos y Reino Unido– bloquearon la propuesta de especificar estas obligaciones de manera inequívoca, a pesar de que la mayoría de los miembros del Consejo de Seguridad la apoyaban. Mientras tanto, Afganistán se sumió en una vertiginosa espiral de desorden e inestabilidad. Las fuerzas antigubernamentales, alineadas con los talibanes, llevaron a cabo violentos ataques contra miembros del personal electoral y trabajadores de ayuda humanitaria. El grado de violencia ejercido contra las mujeres fue muy elevado en todo el país y continuaron las denuncias de violaciones de derechos humanos, como tortura y malos tratos, a manos de militares estadounidenses en centros de detención administrados por Estados Unidos. Los abusos contra los derechos humanos en Irak y Afganistán no fueron ni mucho menos las únicas repercusiones negativas de la reacción ante los terribles sucesos acaecidos el 11 de septiembre de 2001. Desde ese día, tanto gobiernos como grupos armados han atacado y socavado el marco de las normas internacionales de derechos humanos. Estados Unidos siguió manteniendo en la base naval de Guantánamo (Cuba) a centenares de detenidos de nacionalidad extranjera sin cargos ni juicio. La negativa de las autoridades estadounidenses a aplicarles los Convenios de Ginebra y permitirles el acceso a asistencia letrada o a los tribunales constituía una violación de las normas internacionales y del derecho internacional y ocasionó graves sufrimientos tanto a los detenidos como a sus familiares. La resolución dictada en junio por la Corte Suprema de Estados Unidos, según la cual los tribunales estadounidenses son competentes para juzgar las impugnaciones sobre la legalidad de estas detenciones, pareció representar un paso adelante en la restauración del Estado de derecho para los detenidos, pero el gobierno estadounidense trató de vaciarla de contenido efectivo con el fin de mantener a estos detenidos en una situación de indefinición jurídica. Estados Unidos no aclaró tampoco la suerte ni el paradero de personas recluidas en lugares secretos de otros países. El hecho de que un país tan poderoso cometiera estos graves abusos generó un clima peligroso. La unilateralidad y selectividad del gobierno estadounidense transmitieron un mensaje de permisividad a los gobiernos abusivos de todo el mundo. Hay sólidos indicios de que los planes de seguridad mundial aplicados a partir del 11 de septiembre de 2001, la «guerra contra el terror» dirigida por Estados Unidos y la violación selectiva por parte de Estados Unidos del derecho internacional fomentaron y exacerbaron abusos por parte de gobiernos y otros agentes en todas las regiones del mundo. En muchos países, las nuevas doctrinas sobre seguridad han seguido ampliando el concepto de «guerra» hasta abarcar campos considerados hasta ahora de competencia policial, fomentando la idea de que se pueden restringir los derechos humanos cuando se trata de detener, interrogar y procesar a presuntos «terroristas». La «excusa de la seguridad» aducida por los gobiernos para limitar y violar los derechos humanos al amparo de la «guerra contra el terror» se ha evidenciado sobre todo en algunos países de Asia y Europa. Por ejemplo, miles de miembros de la comunidad étnica uigur fueron detenidos en China como «separatistas, terroristas y extremistas religiosos». En Gujarat (India) se continuó recluyendo a centenares de miembros de la comunidad musulmana en virtud de la Ley de Prevención del Terrorismo. Las autoridades de Uzbekistán detuvieron en redadas a centenares de personas consideradas fervientes musulmanes o a sus familiares y condenaron a numerosas personas acusadas de delitos «relacionados con el terrorismo» a largas penas de cárcel después de someterlas a juicios injustos. En Estados Unidos hubo intentos censurables por parte de algunas autoridades de argumentar que la tortura no era tortura y que Estados Unidos no tenía ninguna responsabilidad por las torturas perpetradas en otros países, aunque hubiera enviado a la víctima a alguno de ellos. A pesar de las numerosas medidas «antiterroristas» adoptadas para proteger a los Estados nación y a sus ciudadanos, en muchos países los grupos armados perpetraron atroces actos de violencia con el propósito de aumentar el grado de inseguridad. La matanza en marzo, en España, de centenares de personas que se dirigían en tren a trabajar a Madrid, o la toma como rehenes de centenares de familias con niños durante una fiesta escolar celebrada en septiembre en Beslán, Federación Rusa, evidenciaron un desprecio total de los principios de humanidad más fundamentales. Los gobiernos tienen el deber de impedir y castigar estas atrocidades, pero deben hacerlo respetando plenamente los derechos humanos. No sólo es un imperativo moral y legal observar los derechos humanos de una manera aún más estricta en el caso de estas amenazas a la seguridad, sino que a la larga es probable que sea también mucho más efectivo desde un punto de vista práctico. El respeto de los derechos humanos y de las libertades fundamentales no es una cuestión opcional en los esfuerzos encaminados a derrotar al «terrorismo». Los esfuerzos de los Estados para combatirlo deben fundamentarse firme e incondicionalmente en el Estado de derecho y en el respeto de los derechos humanos. La creación de la Corte Penal Internacional abre varias vías nuevas para llevar a cabo procesamientos penales a nivel internacional –también de grupos armados–, aunque la Corte sólo podrá investigar y enjuiciar un número limitado de casos. Por consiguiente, la constante oposición del gobierno estadounidense a la Corte Penal Internacional es un obstáculo para la consecución del objetivo de contrarrestar el «terrorismo» que él mismo ha formulado. La Corte Penal Internacional necesita un fuerte apoyo político y práctico para poder impartir justicia en el caso de delitos internacionales perpetrados por gobiernos o grupos armados. Inseguridad económica y social La persistencia de la pobreza –más de mil millones de personas padecen una pobreza extrema– siguió siendo quizá la amenaza más grave contra los derechos humanos y la seguridad colectiva. El hecho de que tantas personas vivan en condiciones inhumanas y de que la distancia entre ricos y pobres esté aumentando, tanto entre los distintos países como dentro de cada uno de ellos, contradice rotundamente la idea de que todos los seres humanos nacen con los mismos derechos e igual dignidad. La Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados internacionales de derechos humanos brindan la promesa de una vida digna, en la que cada persona disfrute de un nivel de vida adecuado y de acceso a aquellos elementos esenciales que la dotan de un significado práctico, como comida, agua, vivienda, educación, trabajo y asistencia médica. Estos derechos económicos y sociales fundamentales deben reconocerse en pie de igualdad con el de no sufrir torturas ni detenciones arbitrarias. Mientras las obligaciones correspondientes no se incorporen a las políticas nacionales e internacionales, los esfuerzos para tratar de erradicar la pobreza seguirán siendo testimoniales e ineficaces. En varios países se han invocado con éxito los derechos económicos y sociales para intentar remediar las injusticias. Por ejemplo, el marco de los derechos humanos se ha utilizado para abordar el desalojo forzoso de personas de barrios marginales en Luanda, la capital de Angola, y la manipulación política de la escasez de alimentos por parte del gobierno de Zimbabue. Amnistía Internacional apoyó en 2004 las iniciativas llevadas a cabo en estos países para reivindicar el derecho a la vivienda y a la comida. A lo largo del año, el trabajo de Amnistía Internacional puso también de manifiesto que la pobreza, la marginación y la exclusión privan a las personas de las condiciones necesarias para disfrutar de otros derechos, como los de libertad de expresión y acceso a un juicio justo. La impotencia relativa de los pobres los hace vulnerables ante el ejercicio arbitrario del poder del Estado, que abarca desde la represión policial en los barrios marginales hasta la negación del acceso a servicios públicos fundamentales. La Declaración del Milenio de la ONU estableció una serie de metas que se complementaron después con los Objetivos de Desarrollo del Milenio, entre los que figuran la reducción a la mitad de la pobreza extrema, la promoción de la igualdad de las mujeres y la disminución de la propagación del VIH/sida antes de 2015. Los Objetivos de Desarrollo del Milenio no deben considerarse como una aspiración circunscrita a determinados países, sino como una oportunidad de promover una amplia gama de obligaciones en materia de derechos económicos y sociales, aplicables a todos los Estados y a la comunidad internacional en su conjunto. Estos Objetivos deben proporcionar el contexto necesario para fomentar las obligaciones trasnacionales en materia de derechos humanos que habrán de informar la adopción de decisiones a nivel internacional sobre políticas y prácticas en los campos del comercio, de la ayuda y de la deuda externa. En 2004, por desgracia, se siguieron desatendiendo estas obligaciones en los foros internacionales y en las instituciones internacionales de gobernanza encargadas de estos asuntos. Un indicio del relativo descuido de los derechos económicos, sociales y culturales fue la lentitud de los avances realizados en el sistema de derechos humanos de la ONU para la adopción de un nuevo mecanismo que atendiera las quejas sobre las violaciones del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. A pesar del impulso renovado dado por organizaciones no gubernamentales y gobiernos receptivos, el citado mecanismo sigue considerándose una posibilidad muy lejana. El hecho de que no se acepte que los agentes empresariales tienen responsabilidades en materia de derechos humanos constituye otro indicio de las deficiencias de las actuales estructuras de gobernanza mundiales. En diciembre se cumplió el vigésimo aniversario de la fuga de gas ocurrida en la localidad india de Bhopal, que provocó 20.000 muertos y ocasionó enfermedades crónicas a 100.000 personas. Veinte años después, la tragedia y la contaminación ambiental siguen arruinando la vida de las comunidades adyacentes. Las empresas implicadas en la tragedia, Union Carbide Corporation y Dow Chemicals, continúan sin limpiar el lugar ni eliminar la contaminación que comenzó con la apertura de la fábrica en los años setenta. Los supervivientes siguen esperando que se les proporcionen las indemnizaciones justas y la asistencia médica adecuada. No se ha hecho responder a nadie de la fuga de gas tóxico. Ni Dow Chemicals ni Union Carbide Corporation admiten responsabilidad legal alguna, y esta última empresa se niega a comparecer a juicio ante tribunales indios. Las empresas facilitan trabajo a incontables millones de personas y en la actualidad constituyen la fuerza motriz de la mayoría de las economías nacionales. Tienen, por tanto, una influencia y un poder tremendos y muchas de ellas son de alcance mundial. Las actividades empresariales tienen efectos considerables en los derechos humanos de las personas sobre las que influyen. En muchos países, tanto las normas gubernamentales como su aplicación son inadecuadas para proteger a los individuos cuando dichas actividades empresariales perjudican a los trabajadores o a las comunidades. Los sistemas nacionales suelen mostrarse incapaces o poco deseosos de pedir responsabilidades a las empresas que operan en sus países. La compleja estructura de las multinacionales puede obstaculizar el ejercicio de la jurisdicción de los tribunales locales sobre los abusos cometidos por una empresa que tenga su sede en otro país. La mayoría de las empresas se oponen a cualquier medida que conduzca a la adopción de normas internacionales vinculantes, a pesar de que el funcionamiento transfronterizo de muchas de ellas excede la capacidad reguladora de cualquier Estado. Aunque los códigos voluntarios y las iniciativas como el Pacto Mundial, red internacional de apoyo a un civismo empresarial responsable, pueden ser útiles en la promoción de buenas prácticas, no han conseguido reducir las consecuencias negativas que sobre los derechos humanos tiene el comportamiento de las empresas. En 2004 adquirió un nuevo impulso en la ONU el proceso de codificación normativa de las responsabilidades sobre derechos humanos de las empresas transnacionales y de las empresas comerciales conexas. La reforma de la ONU En 2004 se pusieron de manifiesto la insuficiencia de la respuesta de la ONU a los desafíos que plantean los derechos humanos a nivel mundial y la necesidad de mecanismos de protección más efectivos e imparciales. La ONU recibió fuertes críticas durante 2004, en algunos casos justificadas y en otros con el propósito de debilitarla. Amnistía Internacional considera que el papel de la ONU sigue siendo fundamental en la protección y promoción de los derechos humanos, pero que es preciso reforzarlo mediante la reforma constructiva de su maquinaria de derechos humanos. La ONU debe reformarse con el fin de recuperar la confianza de la gente en el lenguaje de los derechos humanos y de fortalecer los esfuerzos para aumentar la seguridad de las personas. Los gobiernos deben admitir que la marginación de los derechos humanos genera una inseguridad mayor y un alcance más amplio para los abusos. La necesidad de la reforma se reconoció en el informe del Grupo de Alto Nivel de la ONU sobre las amenazas, los desafíos y el cambio, publicado en diciembre de 2004 con el título Un mundo más seguro: la responsabilidad que compartimos. El informe brinda una oportunidad única de fortalecer la ONU y restaurar la importancia fundamental de los derechos humanos y del Estado de derecho a la hora de abordar amenazas y desafíos mundiales muy complejos. Los gobiernos que componen las Naciones Unidas deben aprovechar esta oportunidad para reforzar la protección y promoción de los derechos humanos en el sistema de la ONU, dando a los derechos humanos la posición de peso que exige la Carta de las Naciones Unidas y dotando a su maquinaria de derechos humanos del apoyo político y económico necesario. Amnistía Internacional considera que se requieren, entre otras, las reformas que se relacionan a continuación. A la hora de articular una estrategia contra el terrorismo de carácter global y basada en principios, la ONU debe incorporar los derechos humanos como un factor esencial. Se debe animar al Consejo de Seguridad a que aborde las insuficiencias en materia de derechos humanos de las actividades del Comité contra el Terrorismo, con el fin de que los instrumentos y medidas que promueva permanezcan dentro de los límites estrictos de un marco legal que respete los derechos humanos. El Consejo de Seguridad debe invitar al alto comisionado para los Derechos Humanos a que participe habitualmente en los debates temáticos y sobre el país pertinentes. El alto comisionado puede contribuir de manera inestimable a debates del Consejo como los referidos a mandatos de operaciones de paz, a alertas tempranas y a la aplicación efectiva de las disposiciones sobre derechos humanos de sus resoluciones. Los miembros permanentes del Consejo de Seguridad deben comprometerse a no hacer uso del veto a la hora de abordar casos de genocidio, crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra u otros abusos a gran escala contra los derechos humanos. La Comisión de Derechos Humanos –cuya legitimidad se ha visto socavada por las maniobras políticas de sus miembros– debe reformarse con el fin de garantizar en todo momento la protección y promoción más efectiva posible de los derechos humanos en todos los países. Toda propuesta sobre la ampliación de la Comisión para incluir en ella a todos los Estados miembros de la ONU debe llevarse a cabo exclusivamente como parte de una estrategia global para reforzar la maquinaria de derechos humanos de las Naciones Unidas. Todo cambio institucional debe garantizar el mantenimiento del papel de las organizaciones no gubernamentales. Los gobiernos deben aumentar sustancialmente su apoyo económico a la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos. La carencia de un apoyo económico sostenido y adecuado (recibe sólo un 2 por ciento del presupuesto de la ONU) ha minado la capacidad del programa de derechos humanos para captar los recursos estables y profesionales esenciales para un trabajo eficaz. Aunque en el informe del Grupo de Alto Nivel sobre la reforma de la ONU se estudia la cuestión de las responsabilidades compartidas respecto de los derechos humanos, el análisis se centra en gran medida en el deber de intervenir militarmente en caso de abusos a gran escala contra dichos derechos. Amnistía Internacional considera que este enfoque restringido es a la vez limitado y peligroso. La responsabilidad internacional de respetar, proteger y hacer realidad los derechos humanos va mucho más allá del uso de la fuerza militar en las intervenciones denominadas humanitarias y abarca una gama mucho mayor de obligaciones, como adoptar medidas rápidas para impedir conflictos, dejar de vender armas a Estados que violan los derechos humanos, brindar asilo a los refugiados que huyen de la persecución y ayudar a otros Estados que luchan contra problemas como las desigualdades endémicas, la pobreza y el VIH/sida. Un año lleno de desafíos Los activistas de derechos humanos padecieron grandes dificultades en 2004. Las alarmantes fotografías de las torturas en Abu Ghraib pusieron de manifiesto la necesidad de defender principios considerados antes inviolables, como la prohibición de la tortura. La preponderancia de la espantosa violencia sexual ejercida contra las mujeres en los conflictos nos recordó la rapidez con que se deshumanizan los hombres sumidos en una batalla y cómo las mujeres y las niñas son sistemáticamente objetivo de la violencia. El aumento de la xenofobia en muchos países puso de manifiesto la importancia de combatir toda forma de racismo. Estos y muchos otros problemas evidenciaron la magnitud de los retos a que se enfrentan los defensores de los derechos humanos en todo el mundo. Sin embargo, hay motivos para ser optimistas. Cinco países –Bután, Grecia, Samoa, Senegal y Turquía– se incorporaron a la cada vez más amplia lista de Estados que han abolido la pena de muerte para todos los delitos. En varios países se puso en libertad a presos de conciencia. La Corte Penal Internacional continuó avanzando, brindando nuevas esperanzas de justicia para las víctimas de crímenes horrendos. Una gran cantidad de gente corriente demostró en todo el mundo el poder y la influencia de la sociedad civil. El Foro Social Mundial celebrado en enero en la ciudad india de Mumbai (Bombay), el Foro Social Europeo organizado en noviembre en Londres (Reino Unido), el creciente debate sobre los derechos humanos en Oriente Medio y las manifestaciones de protesta celebradas en diciembre en las calles de Ucrania constituyeron ejemplos de solidaridad en acción. Los millones de personas que llenaron las calles de Madrid para protestar por los atentados con explosivos en trenes de cercanías demostraron la capacidad de la gente corriente para movilizarse, reclamar su derecho a vivir sin miedo, repudiar los actos «terroristas» y pedir que los gobiernos sean fieles a su pueblo y respondan ante él. El activismo mundial es una fuerza creciente y dinámica. Constituye también la mejor esperanza para conseguir la libertad y la justicia para toda la humanidad. Estadísticas sobre la pena de muerte En 2004 se ejecutó al menos a 3.797 personas en 25 países. Al menos 7.395 personas fueron condenadas a muerte en 64 países. Estas cifras incluyen sólo los casos conocidos por Amnistía Internacional; las cifras reales fueron sin duda más elevadas. Al igual que en años anteriores, la gran mayoría de las ejecuciones realizadas en el mundo se llevaron a cabo en un número muy reducido de países. En 2004, el 97 por ciento de todas las ejecuciones conocidas tuvieron lugar en China, Estados Unidos, Irán y Vietnam. Al finalizar el año, 84 países habían abolido la pena de muerte para todos los delitos. Otros 12 países la habían abolido también salvo para delitos excepcionales, como los cometidos en tiempo de guerra. Al menos 24 países eran abolicionistas en la práctica: no habían llevado a cabo ninguna ejecución durante los 10 años anteriores y se creía que mantenían una política o una práctica establecida de no realizarlas. Otros 76 países y territorios mantenían la pena de muerte, aunque no todos impusieron condenas de muerte o llevaron a cabo ejecuciones en 2004.
https://www.alainet.org/en/node/112067
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