En el prólogo de la Contribución a la Crítica de la Economía Política (1859), Marx escribió que los seres humanos establecen determinadas relaciones de producción “necesarias e independientes a su voluntad” que van de acuerdo a la “fase de desarrollo” en la que se encuentran. Dichas relaciones conforman la “estructura económica de la sociedad”, estructura sobre la cual se levanta una “superestructura jurídica y política”. Marx concluyó dicha reflexión señalando que “no es la conciencia del hombre lo que determina su ser, por el contrario, es el ser social lo que determina su conciencia”.
De forma exageradamente resumida, y sin retomar las múltiples interpretaciones sobre el tema –las de Gramsci y Althusser, entre las más importantes-, se puede decir que la superestructura en Marx es ese conjunto de ideas políticas, religiosas, jurídicas, filosóficas, artísticas, etcétera, que se construyen sobre la base de las relaciones económicas capitalistas; las cuales tienen la función de reproducir y perpetuar dichas relaciones. De esa manera, en el capitalismo se impone una ideología afín con la cual se justifica y legitima el modo de producción-explotación, ideología que reproduce y se reproduce en el capitalismo, al mismo tiempo que busca perpetuarle. En resumen: al capitalismo como sistema económico dominante le corresponde una ideología también dominante.
Casi un siglo más tarde, en 1947, T. Adorno y M. Horkheimer acuñaron el término “industria cultural” para referirse a los medios de comunicación y a la industria del entretenimiento que hacían del arte y de la comunicación una “mercancía”, la cual contribuía a afirmar el orden capitalista. En aquella época, la radio, la televisión y el cine empezaban a ocupar un papel fundamental en la reproducción del statu quo.
Es también durante la primera mitad del siglo XX que la mercantilización del cine se establece y cobra gran fuerza a través de Hollywood, la industria del cine más grande del mundo, y que arroja enormes ganancias a la economía norteamericana. Pero la ganancia no sólo es en ese sentido, pues Hollywood se ha convertido en uno de los principales aparatos de reproducción ideológica del imperio estadounidense. Habrá que recordar, tan sólo, cómo en plena guerra fría aparecieron películas que buscaban insertar en el imaginario social una concepción negativa de Medio Oriente o de los países socialistas (Rambo); o bien, aquellas películas que luego derivaron en estrategias militares para “proteger” a Estados Unidos (EEUU) de posibles ataques nucleares (Star Wars).
Como potencia mundial, EEUU ha construido su hegemonía en tres ejes: 1) poder económico (con el control del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional); 2) poder militar (la tercera parte de la inversión total mundial en armamento, casi dos millones de milicianos, desarrollos tecnológicos y nanotecnológicos de punta y un poderío nuclear inigualable); y 3) industria cultural, en donde Hollywood se ha convertido en uno de los estandartes más importantes.
Hoy Estados Unidos está urgido de justificar y legitimar sus acciones bélicas para mantener y fortalecer su dominio mundial, sobre todo después de la derrota en Irak, así como de la crisis económica que ha golpeado severamente a países de Europa como Grecia y España. Para ello echa nuevamente mano de su industria cinematográfica. Películas como Zero Dark Thirty o Argo son prueba de ello. Hoy nuevamente queda claro que Hollywood es un aparato de reproducción ideológica del imperialismo y que la Casa Blanca sabrá sacar suficiente provecho de ello.
Raúl Romero es técnico académico del Instituto de Investigaciones Sociales-UNAM. Miembro del Centro de Investigación para la Construcción de Alternativas (CIPCA) y Consejero editorial de Consideraciones, revista del Sindicato de Trabajadores de la UNAM. http://raulromerogallardo.blogspot.mx/