Elecciones en Estados Unidos, más allá de las preguntas tradicionales
Varios analistas estadounidenses se refieren en estos momentos a la posible próxima ocurrencia de una Guerra Civil en Estados Unidos, mientras que otros vaticinan que ya ha comenzado, aunque no se ha producido de momento una conflagración militar clásica.
- Opinión
Desde el comienzo del 2022, como era previsible, se suceden análisis académicos y periodísticos sobre el probable resultado de las llamadas “elecciones de medio término” en Estados Unidos, el próximo mes de noviembre. Como se conoce, los ciclos de elecciones presidenciales en aquel país son cada cuatro años y cada dos van a comicios todos los miembros de la Cámara de Representantes y un tercio de los senadores.
La frase acuñada durante años sobre este tema reza que las elecciones que suceden en medio del mandato de cada presidente son un referente de la opinión del electorado sobre su gestión y que, como tendencia, el partido en el poder sufre un “voto de castigo” y ve limitada su presencia en el órgano legislativo federal.
Conociendo que la ventaja actual de los demócratas en la Cámara es mínima (9 asientos, con dos vacantes) y que en el Senado la mayoría la aporta el voto de la Vicepresidenta, entonces parecería una apuesta segura decir que Biden gobernará con mayoría republicana en el Congreso los últimos dos años de su período al frente del Ejecutivo. Es decir, le resultará mucho más difícil conciliar iniciativas con su “oposición” y tendría que recurrir con más frecuencias a órdenes ejecutivas para gobernar.
En las últimas semanas también ha aumentado la frecuencia de las apariciones públicas de Donald Trump, tanto en actos de campaña, como de movilización política a favor de candidatos republicanos que cuentan con su bendición personal, como quien prueba el terreno en función de una posible aspiración presidencial en el 2024.
Todos estas son menciones comunes en cuanto a titulares y comentarios por estos días. Lo interesante sería, como nos recordaría Martí, hurgar en lo que “no se ve”, en aquellos procesos que podrían traer en el corto o mediano plazo resultados que significarían la ruptura de algunas tendencias, o cambios fundamentales en los escenarios que aún están por suceder.
Poco tiempo y espacio se ha dedicado en la academia y la prensa a valorar si los que aún hoy se siguen denominando principales partidos electorales en Estados Unidos, merecen ser nombrados como tales, sin son simples coaliciones amorfas, o una suma de tribus, u hordas, en cada caso.
Donald Trump accedió a la nominación republicana en el 2016 sin contar con una “militancia” histórica, ni reconocida en esa formación, de hecho sus principales contribuciones monetarias a campañas de aspirantes a cualquier cargo electivo habían sido sistemáticamente a favor de políticos demócratas. Trump se inclinó a presentarse como parte de las huestes republicanas por dos razones esenciales: porque consideró que tendría más opciones para derrotar al resto de los precandidatos de esa formación y porque en la base electoral de ese partido militaba la base resentida y enajenada fundamental (no la única), ante la que se podría presentar como líder y capitalizar sus frustraciones con propuestas y mensajes simples.
Desde su acceso al poder, Trump se dedicó de forma meticulosa a desmontar las estructuras principales de esa organización política, apartar a todos los líderes que no aceptaran su discurso extremo y a suplantar cualquier órgano grupal que sirviera como contrapeso, o ponderara las decisiones del nuevo caudillo. Tuvo tanto éxito en destruir y descomponer lo que algunos llamaban el “republicanismo tradicional”, que se llegó a especular que su labor estaba realmente conectada con un plan demócrata para destruir a sus oponentes desde adentro.
Utilizando procedimientos poco ortodoxos en la política estadounidense, que recuerdan más los escenarios de contiendas en llamadas repúblicas bananeras, Trump ha ido sacando de circulación a cuanto republicano que no apoya sin reservas su visión, aunque el uso de este término en su caso sea un eufemismo. De hecho, en el 2022 no intentarán reelegirse a nivel federal la mayoría de aquellos que votaron a favor del proceso de destitución legislativa (impeachment) impulsado por los demócratas durante su mandato, o los que han tenido diferencias públicas con sus proyecciones. Se han apartado de la vida política un sin número de figuras republicanas relativamente jóvenes, que en condiciones de menor polarización pudieran haber tenido cierto protagonismo en probables éxitos republicanos presentes y futuros.
Más que liderar una formación política, hoy Trump encabeza un bloque de enfrentamiento, un grupo humano que expresa frustración por diversos motivos, sean raciales o económicos, una suma de intereses que está dispuesta a cuestionarse todo lo que sea tradicional, “socialmente aceptable”, normas pre establecidas, cánones. Trump es el oportunista político que se sitúa en la cresta de la ola generada por una crisis (o suma de ellas): si no se puede ganar una elección, se cuestionan sus resultados, se ataca a las instituciones, tanto metafórica como físicamente. Trump representa un modo de hacer que hasta ahora Estados Unidos había utilizado solo en su política exterior, con el objetivo de asegurar sus posesiones, la estructura del mundo de posguerra y para enfrentar rivales más eficientes y productivos.
Detrás de Trump no hay nada (exceptuando su familia más cercana) y esta, que puede ser su gran fortaleza hoy, terminaría como una gran debilidad al privar a los republicanos de herencia y futuro.
Lo que sucede del lado demócrata no es similar, pero también tiene que ver con el desmontaje de esa organización política, en la forma en que se conoció durante años.
En las condiciones del 2008, cuando el clan Clinton aún dominaba ampliamente la estructura partidista, Barack Obama se presentó como una opción irrechazable para acceder al poder, a pesar de que en las aspiraciones más íntimas de los principales contribuyentes y accionistas demócratas correspondía el turno de Hillary Clinton, quien debió ver postergadas sus aspiraciones presidenciales ocho años más.
Al retornar como aspirante en el 2016 se habían producido tanto dentro de Estados Unidos, como entre los demócratas, cambios que ella ya no era capaz de capitalizar, ni liderar, ni representar. Cuando Trump repitió el estribillo de que iría a Washington a “secar el pantano”, en referencia a la corrupción política que siempre ha estado presente en esa capital, en la conciencia de muchos potenciales votantes flotó la imagen de la familia Clinton y sus allegados dominando los destinos del partido, más allá de los intereses de la base social del mismo.
Los inesperados resultados del 2016, que fueron posibles gracias entre otras cosas a la inmensa cantidad de votantes demócratas que no salieron a ejercer su derecho al sufragio, expresaron una triste realidad: la desconexión de la cúpula demócrata de sus bases y el desconocimiento respecto a la inmensa frustración del electorado.
Se suponía que los demócratas aprendieran de sus fracasos de cara al 2020, pero de nuevo, los intereses de las élites se impusieron a los de aquellos que dicen representar. Desde temprano en la puja por la nominación demócrata el nombre de Bernie Sanders saltó a los primeros planos y se convirtió en un riesgo real frente al candidato del apparatchik en ruso, o stablishment en inglés.
¿Qué quería decir esto? ¿Era una confrontación entre personalidades, estilos, o las ideas que representaban?
Por un lado, para los armadores políticos y para los votantes a los que dicen servir, Joe Biden aparentemente podría nuclear los restos del clan Clinton, más ciertos vestigios del gobierno de Obama y dar una imagen de “centrismo” en un país cada vez más polarizado, acudir a los “valores tradicionales”, apelar a modos de hacer y prácticas existentes solo de modo ficticio en el escenario político estadounidenses. Su gran estrategia consistiría en tratar de sumar de forma ortodoxa grupos electorales que ya no tienen (ni tendrán) puntos de coincidencia entre sí.
Sanders durante años, a pesar de su avanzada edad, había venido siendo paradójicamente el portavoz del segmento más joven del partido, que aún se denomina demócrata, pero que se pone a sí mismo el apellido de progresista o socialista, dejando tierra de por medio con aquellos que están en las cúpulas de las agrupaciones que aún se reúnen bajo la misma asamblea (caucus). Además de la llamada “izquierda demócrata”, Sanders atrajo la atención de cierto sector de la clase trabajadora, que tiene el mismo nivel de frustración que muchos de los que se sintieron representados por Trump, pero que no ven la solución de sus problemas en el odio, o la confrontación con el prójimo, sea por su filiación religiosa, nivel cultural, o por la zona geográfica de residencia.
El caso es que los directivos demócratas en lugar de dilucidar quién sería su candidato de la manera más demócrata (y aquí vale la cacofonía) posible, se complotaron para organizar un golpe palaciego. En menos de 24 horas, aquellos precandidatos que en el 2020 estaban en la puja por la nominación dijeron súbitamente que ya no les interesaba continuar y anunciaron su apoyo al “único candidato que podía llevarlos al poder”, Joe Biden.
De pronto se borraron de los libros de historia todos los antecedentes que descalificaron alguna vez a Biden, desde sus decisiones como senador contra los movimientos sociales, su retirada como precandidato demócrata en los años 80 acusado de plagio intelectual, hasta su intrascendente legado durante el gobierno de Obama. Biden era simplemente el político que creían que encajaba mejor en la moldura de los “American values” y que asumiría sin pestañar el libreto previsto para mantener la leyenda de “USA as a beacon of liberty”.
Si bien puede considerarse que dicha decisión fue estratégicamente correcta, de cara a los resultados de noviembre del 2020, lo cierto es que en el más largo plazo ese paso podría significar la escisión definitiva del partido de un sector joven, muy importante para sus aspiraciones futuras, y que nunca más se incline en esa dirección un por ciento significativo de “independientes” para los cuales el “pantano demócrata” de hecho sigue existiendo y crece.
Con una mirada cada vez más de cortoplacista, los caciques demócratas llevaron al poder no sólo a un presidente con escasas posibilidades de reelegirse por sus cualidades personales (edad y salud entre otras), sino que le adosaron una compañera de fórmula incapaz de representar a todos los sectores del partido de cara al 2024 y mucho menos constituir una opción real ante la marea republicana ante todo el electorado, cada vez más fragmentado en cuanto a intereses y modelos de país (o de sobrevivencia).
Los demócratas están cumpliendo ya un año de gobierno sin poder mostrar claros signos de victoria en su agenda interna. Algunos de sus líderes proclaman que sí han cosechado tales éxitos, pero que no han sabido explicarlos a la población, lo cual quizás sea aún peor. En el plano externo les resulta todavía más difícil intentar diferenciarse del legado nacionalista de Trump.
Si la incapacidad demócrata de presentarse como una alternativa real a nivel federal ha resultado evidente, el problema es peor en la medida que se observa qué sucede en los estados y grandes ciudades, donde grupos revanchistas de legisladores intentan (y muchas veces logran) todos los días limitar los derechos de los futuros votantes, o reacomodan los distritos electorales (gerrymandering) de manera que el “ejercicio democrático” resulte casi innecesario, porque los resultados estarán garantizados de antemano. Hoy se preparan de nuevo legiones de abogados y se redactan cientos de borradores, con el único objetivo de cuestionar cuanto resultado electoral les resulte desfavorable a los republicanos tanto en el 2022, como en el 2024.
Si han sido significativos en términos históricos los hechos acaecidos en el edificio del Capitolio el 6 de enero del 2021, puede que aún más lo sea lo sucedido después: la incapacidad del aparato judicial estadounidense de juzgar de manera debida y oportuna a todos los culpables, la reiteración de un por ciento no despreciable de implicados de la idea de que las elecciones del 2020 fueron “robadas”, más el convencimiento de otros de que sus actuaciones de aquel día fueron adecuadas y no dudarían a repetirlas en el futuro.
Hay varios analistas estadounidenses que se refieren en estos momentos a la posible próxima ocurrencia de una Guerra Civil en Estados Unidos, mientras que otros vaticinan que ya ha comenzado. Bien vale recordar que aunque no se ha producido una conflagración militar clásica, ya se acerca a casi un millón la cantidad de fallecidos producto de la COVID19 y de la incapacidad de la (aún) primera potencia mundial de cohesionar a su población alrededor de un muy sencillo interés nacional: preservar la vida de todos.
Algo se puede vaticinar desde ahora de cara a los comicios del 2022 y del 2024, con independencia de quién o quiénes serán sus ganadores en cada caso: los partidos federales tradicionales estadounidenses ya no existen con la estructura y proyección que tuvieron en los últimos 70 años, se produce un drástico cuestionamiento de los métodos para acceder y ejercer el poder, ninguna agrupación política representa las aspiraciones de la mayoría de la población, la violencia extrema se establece como una alternativa “política” socialmente aceptada o consentida, ninguna fuerza es capaz de ofrecer hoy plataformas de gobierno que permitan resolver los problemas estructurales del país en el mediano y largo plazos.
Para otro análisis quedarán las consideraciones sobre qué impacto puede tener todo lo antes descrito en la política exterior estadounidense.
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