No, no habrá socialismo (por ahora) en los Estados Unidos
Un mayor protagonismo del movimiento obrero organizado sería imprescindible en estos momentos pero, lamentablemente, no es ésta su mejor época.
- Análisis
Nunca ha sido mayor que en estos tiempos la incoherencia dentro de los dos grandes partidos de los Estados Unidos. Grosso modo, el Partido Republicano se divide entre trumpistas, con su extremismo de ultraderecha, y conservadores que siguen las tradiciones del “Great Old Party” (GOP), mientras que en el Partido Demócrata se ha fortalecido un ala izquierda cuya figura más conspicua es su aliado independiente, el senador Bernie Sanders. Joe Biden representa al convencionalismo, mientras, Bernie Sanders, a la izquierda del espectro político.
Desde hace algunas décadas, principalmente después del desmoronamiento del campo socialista y con el final de la guerra fría, las elites tanto conservadoras como liberales dejaron de sentirse amenazadas por una confrontación de alcance mundial y consideraron que había llegado el momento para eliminar las instituciones que ofrecían sostén a la clase trabajadora y culminar la labor de destruir los sindicatos. Su herramienta predilecta fue el traslado (“outsourcing”) o amenaza de traslado, de fábricas y empleos, a otros países donde salarios, impuestos, restricciones y regulaciones medioambientales o de otro tipo eran considerablemente menores. Sin compasión alguna, cerraron brutalmente la puerta a toda demanda de aumento salarial o de mejora de las condiciones de trabajo, muchas fuentes de empleo desaparecieron así como el “know how” de muchas tecnologías y, como chivo expiatorio se hizo creer a los trabajadores que los inmigrantes, en especial los indocumentados, eran los causantes de todos sus males.
Esta fue la causa principal, aunque no la única, de que al desatarse la epidemia del coronavirus en Estados Unidos, el país se encontrara polarizado, dividido, con una creciente crisis institucional, económica y social que la propia pandemia se encargaría de profundizar.
El panorama político actual es muy complejo y tiene el potencial de derivar eventualmente hacia situaciones extremas difíciles de manejar. Un mayor protagonismo del movimiento obrero organizado sería imprescindible en estos momentos pero, lamentablemente, no es ésta su mejor época, pues la clase obrera se encuentra dividida siguiendo líneas de fragmentación étnicas, raciales, religiosas, partidistas y regionales, con fuerte antagonismo entre la vieja estirpe WASP (“White-Anglosaxon-Protestant") y las olas más recientes de inmigrantes, en su mayoría de habla hispana y sus descendientes.
Existe, además, una especie de “aristocracia obrera” constituida por ejecutivos de nivel medio de las corporaciones, profesionales y burócratas, con intereses opuestos a los del movimiento obrero. Una forma sutil de neutralizar y confundir a los trabajadores, establecida ya desde hace largo tiempo, es la de facilitar a éstos la compra de algunas acciones de las compañías en que trabajan y hacerles creer de este modo que pertenecen a la clase empresarial.
En un país en tales condiciones, todo lo que suceda que tenga una dimensión clasista repercute necesariamente en forma adversa en los sectores de la población más vulnerables y, en Estados Unidos, presenta necesariamente una dimensión racial. El desastre provocado por el ciclón Katrina, por ejemplo, afectó principalmente a la población afroamericana de New Orleans, y el COVID-19 golpea actualmente con mucha mayor fuerza a las minorías.
Mientras los integrantes de la oligarquía norteamericana escapan al virus aislándose en sus mansiones o en sus lujosos condominios y se dedican al golf o a jugar con sus dispositivos electrónicos o a ver programas de televisión o, como la antigua aristocracia griega, al ocio creador, los trabajadores, especialmente los de la esfera de servicios, casi siempre integrantes de las minorías, no pueden dejar de trabajar y no tienen manera de escapar al contagio con el virus. Las cifras no dejan duda alguna sobre la dimensión clasista y racista de la forma en que se ha estructurado el enfrentamiento gubernamental a la pandemia. En Chicago, por ejemplo, los afroamericanos constituyen un 30 % aproximadamente de la población total pero un 70 % de los que mueren por coronavirus.
La crisis sistémica en Estados Unidos se profundiza y nadie es capaz de predecir el momento en que tocará fondo. Sobre los hombros de Biden cae la responsabilidad de intentar revertir este proceso. En este sentido, la elección de Biden fue la mejor opción desde el punto de vista de prolongar la viabilidad del sistema, pues con Trump el país hubiera continuado seguramente por el camino hacia la polarización, el enfrentamiento y la autocracia. Me he referido solamente a desafíos que tendrá Biden en cuanto a política interna, pero desafíos iguales o peores tendrá en la política exterior del país, pues Estados Unidos pierde rápidamente su hegemonía mundial y ya se anuncia que la economía china superará a la de Estados Unidos en muy pocos años.
Triunfante en las elecciones presidenciales de 2020, el Partido Demócrata emerge como un híbrido que, por una parte, continúa financiado (igual o más que el Partido Republicano) por los grandes millonarios y las grandes corporaciones, con su base social más fuerte constituida por sectores de la clase media y, por otra, ofrece un discurso y promesas electorales que favorecen a las minorías, a los pobres y a los marginados.
Cuesta trabajo creer que el presidente Biden, veterano de la vieja guardia partidista que, como decíamos en el campo cubano, es gallo que ha peleado ya en las dos vallas (en la chiquita del caserío y en la grande de la ciudad), sea capaz y tenga la voluntad de llevar adelante un plan muy avanzado de reformas progresistas. Como es notorio, muchos de los electores de izquierda que votaron por Biden lo hicieron, en realidad, con la intención de votar contra Trump.
Político experimentado, Biden adapta muy bien su discurso al público al que se dirige, con tonos y contenidos muy diferentes que tienen en cuenta las características de su auditorio. En general, Biden asume cierta simpatía hacia las causas populares, como ocurrió en ocasión de los sucesos de Minneapolis, por el asesinato de George Floyd, o en Kenocha (Wisconsin), por el asesinato de Jacob Blake, ambos afroamericanos, pero se mantiene a la distancia que le impone su formación clasista. Con estos antecedentes, debemos preguntarnos qué garantías de cumplimiento existen de los acuerdos Biden-Sanders publicados en julio de 2020 (“Unity Task Force Recommendations”) en los que Biden se comprometió a incluir como parte de su agenda muchas de las importantes reivindicaciones impulsadas por el senador de Vermont y por Alexandria Ocasio-Cortez que, digamos de paso, son más de corte reformista que revolucionario.
Aunque la plataforma económica de Biden comparada con la de Hillary Clinton se sitúa bastante más a la izquierda, en gran parte por la necesidad de unir al partido con vista a las elecciones, y esta necesidad de unión se mantiene, no son de esperar cambios espectaculares, aunque sí el cumplimiento de algunos compromisos como revertir los recortes de Trump a los impuestos de los ricos, el impulso a nuevos y mayores paquetes de estímulo mientras dure la pandemia, reactivación y expansión del “Affordable Care Act” (Obamacare), y la puesta en vigor de nuevos programas de asistencia social, pero nada tan sustancial que pueda hacer creer que el país está ya encaminado hacia el socialismo, menos aún al comunismo, tesis que sustentan, en su ignorancia, fanáticos trumpistas, capaces de considerar como radical de izquierda al presidente actual, paradigma del establishment capitalista.
Las fuertes presiones que sin duda existen dentro del partido hacia cambios estructurales, son contrarrestadas no solo por la propia formación ideológica del nuevo presidente, sino también por las que provienen de los “generosos” donantes de Wall Street a su campaña electoral, a quienes Biden garantizó que no habría transformaciones profundas en el sistema bancario. Las donaciones de Wall Street a Biden superaron los $74 millones, más que la suma de lo recibido por Obama en sus dos campaña presidenciales.
No, no habrá socialismo (por ahora) en los Estados Unidos. No, mientras no esté en el poder un partido que sea el auténtico representante de los trabajadores y esto, a su vez, no será posible hasta que no exista una extensa y sólida unidad de la clase obrera; lo cual, por supuesto, no impide que luchemos por obtener, y obtengamos, favorecidos por una mayoría bicameral, la aprobación de leyes como, entre otras, la que obligaría a incluir una genuina representación de los obreros en los consejos de dirección y de supervisión de las corporaciones.
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