Perú: Breve balance de la pandemia al comienzo del camino
- Opinión
Honor y gloria para Santiago Manuin Valera: Admirable dirigente del pueblo awajun, honrado, valiente y digno. Recuerdo su gesto en junio de 2009 en la Curva del diablo, cerca de Bagua, con los brazos levantados, diciéndole a los policías que no disparen, pero los policías lo pusieron al borde de la muerte, con una ráfaga de balas. Felizmente, no murió. No era simplemente un Apu o dirigente de una comunidad nativa sino más que eso, era un Pamuk, la más alta autoridad el pueblo Awajun. No pudo resistir al corona virus.
Después de 3 meses y medio -105 días de cuarentena y toque de queda y emergencia nacional- el coronavirus dirigió uno de sus incendios a los buses y microbuses de Lima, luego de pasar por mercados, bancos, y calles con vendedores ambulantes.
Corre ahora el gobierno a tratar de apagarlo con toda el agua posible a su alcance, también con una buena dosis de gasolina por eso de autorizar a que todo el mundo salga de casa, por la falta de buses, y por la receta de emergencia para que los buses lleven solo la mitad de pasajeros sentados.
La maravillosa paz artificial de las calles y playas de Lima -llenas de silencio, tranquilidad y gaviotas- fue rota en menos de tres días. Antes que el presidente Vizcarra, fueron los vecinos urgidos por movilizarse, los transportistas de ocasión con sus autobands, y el ministro de Defensa, quienes anunciaron el fin de la cuarentena y el regreso a la “normalidad” de 105 días atrás.
Las palabras vacías una “nueva” u “otra” “normalidad” sirven solo para que quienes las usan se engañen y hagan creer a quienes les leen o les escuchan que “nada será como antes”. Esta crisis del transporte en Lima viene de lejos; entre muchos, citaré solo dos momentos: para beneficiar a la industria automotriz, presentada como moderna, los operadores del capitalismo, decidieron acabar con los tranvías, el mejor sistema público de transporte en la historia de Lima; 30 años más tarde, Fujimori y sus aliados militares abrieron las calles de Lima a los microbuseros, separaron a Lima del Callao como espacios urbanos independientes, y autorizaron la importación de vehículos japoneses y coreanos de segunda mano. Estos dos hechos son parte de un capítulo poco conocido de la corrupción. Congresistas y afiliados de los partidos Acción Popular, Popular Cristiano, Fuerza Popular y los periodistas del pensamiento único, debieran conocerlos o recordarlos para tratar de curar la amnesia senil que los devora. El crecimiento demográfico de Lima, camino a los cerros y arenales en todas partes, ha sido y sigue siendo el otro lado de la tragedia del transporte urbano en Lima y en todo el país.
El gobierno debiera haber estado advertido del incendio que se preparaba en el transporte y habría podido hacer un esfuerzo para poner en las calles a los buses escolares, militares, policiales y del servicio interdistrital y provincial, para aumentar el número de buses que se requiere para llevar la mitad de pasajeros habituales en cada viaje. Lo mismo ocurrió con la falta de camas en los servicios hospitalarios y de espacios para montar hospitales de campaña. La aparentemente generosa iglesia católica, los ministros de Educación, rectores de universidades, y dueños de colegios particulares no ofrecieron sus salones de clase y patios de sus centenares de colegios para instalar hospitales de emergencia. Por su parte, el gobierno dejó sin uso para la emergencia posible el gran edificio de convenciones en San Borja y prefirió la periferia en Villa El Salvador con los vacíos departamentos construidos para los Panamericanos. Hoy seguimos viendo el doloroso espectáculo de pacientes que luego de muchas horas de espera mueren en los pasillos exteriores de los hospitales con el frío del invierno limeño que alimenta la neumonía.
Estamos en una parte del camino de la pandemia, en una primera Curva descendiente y por el momento debajo de R-1, ese terrible indicador del número de contagiados por cada uno de los infectados. Solo cuando lleguemos a R-0 la epidemia habrá sido vencida. No sabemos cuánto más daño puede causar este virus, ni cuánto durará; en consecuencia, no hay modo de cantar victoria, en ninguna parte.
El gobierno centró lo principal de su atención en el esfuerzo por multiplicar las camas hospitalarias y de Unidades de Cuidados Intensivos (UCI), sacrificando la atención médica en casa o prehospitalaria, dejando de atender en uno o dos hospitales públicos a pacientes con enfermedades ajenas al coronavirus. Esta es una de las fuentes del subregistro de fallecidos presentado oficialmente. Entre los que murieron como sospechosos de haber sido víctimas del virus, debemos contar a unos que sí lo tuvieron y a otros que no. Hay que contar también a quienes murieron por otras enfermedades no atendidas en los hospitales. Por lo tanto, titular “27 mil muertos” en revistas y periódicos es una irresponsabilidad de los tituleros y directores de los medios porque una suma como esa tiene por lo menos dos componentes ajenos al virus.
No tomar en cuenta esta evidencia de la realidad, esconde un deseo inconsciente o consciente de contribuir con un poco de agua al molino de quienes quieren que el gobierno fracase y, tal vez, hasta que caiga como los anteriores. Personalmente, quiero que el gobierno logre contener la pandemia y evitar una segunda ola que sería fatal por dos sencillas razones: la primera es que me gustaría que no haya una víctima más de esta tragedia. Basta ya: como siempre los empresarios saldrán con las suyas aprovechando las oportunidades de ganancias que les da la crisis; por su lado, todos los marginados de la formalidad, llamados informales y/o pobres ponen los muertos, pierden sus empleos y se empobrecen más de lo que ya estaban. La segunda, es que yo no quisiera ser una víctima más. Tengo razones de peso para seguir viviendo y otras para oponerme sin ambigüedad alguna a la política que el gobierno sigue para favorecer a los empresarios y sacrificar a los pobres, como sostuve en mis artículos anteriores, en este y en los que vengan.
En este breve balance al comienzo del camino, examinaré: 1) las opciones del gobierno para ayudar de manera extraordinariamente desigual a los empresarios y al pueblo; 2) las dos caras de la luna llamada solidaridad; 3) más miserias para ahondar el pozo de la vergüenza; y 4) la presencia de las fuerzas armadas y policiales. Quedan muchos otros puntos por supuesto.
UNO. Opciones del gobierno para ayudar de manera extraordinariamente desigual a empresarios, de un lado, y a pueblos indígenas, campesinos y sectores populares urbanos, de otro.
Un mes después de iniciada la cuarentena, a mitad de abril, el gobierno ofreció 30 mil millones de soles para ayudar a las empresas; unas semanas después, 30 mil millones más. Siguieron después millones, muchos millones más para evitar que las AFP corran el riesgo de perder su patrimonio, para las pequeñas y medianas empresas, para reflotar el turismo y últimamente para las empresas de transporte interprovincial. Seguirán las compañías aéreas y algunas sorpresas más. La palabra subsidio volvió ya, plenamente, en el lenguaje oficial. El presidente y los funcionarios del Estado reconocen su compromiso y atención preferencial a la llamada “economía formal”, y su rechazo a la “economía informal”, a la que consideran como una de las responsables de la actual crisis económica. Formal e informal son categorías del habla cotidiana y no conceptos teóricos sólida y científicamente sustentados. Un comportamiento formal quiere decir serio, respetuoso del protocolo –norma, etiqueta– socialmente considerado como correcto. Informal, es lo contrario. Vestirse formal o informalmente son opciones de presentarse en una reunión, por ejemplo. Para que los acuerdos tomados en una reunión sean considerados como compromisos la reunión debe tener un carácter formal. De ahí que informal sea el adjetivo reservado para quien no cumple un compromiso.
Detrás de este lenguaje coloquial se esconde la economía capitalista considerada como seria, buena, ajustada a las reglas o convenciones sociales; virtudes que resaltan más si se considera que los llamados informales carecerían de ellas. El drama comienza si se toma en cuenta que antes de la pandemia “el 70% de la economía era informal” y que desde el Estado nunca hubo una voluntad seria, “formal,” de formalizar a los informales. Gracias a los problemas para que los beneficiarios escogidos puedan cobrar los bonos de 760 soles, los funcionarios del Estado se enteraron que la bancarización de la economía no llegaba al 40% y también cuando vieron que la orden oficial de quedarse en casa e ir al mercado una vez por semana era aplaudida en los barrios de clases medias, pero no en los pueblos jóvenes. Supieron también los funcionarios y los periodistas de los grandes medios que allí, menos de la mitad de la población tiene una refrigeradora y que quienes comen con el trabajo del día a día en mil oficios no tienen dinero para hacer compras semanales o mensuales como los consumidores compulsivos de papel higiénico.
La situación es más grave aún si se tiene en cuenta que los irresponsables del gobierno y los medios de comunicación culpan a los informales de la crisis que vive el Perú hoy, sin haberse preguntado nunca por qué los llamados informales fueron excluidos de esa maravillosa economía capitalista formal tan llena de aparentes virtudes.
Mientras las empresas han recibido, están recibiendo y seguirán recibiendo los miles de millones de soles de ayuda-préstamos-subsidios, el 50 o 60 % de la población, en la que se encuentra una buena parte de los llamados informales, recibirá de la generosidad gubernamental –luego de sesudos estudios y cálculos– un bono casi universal de 760 soles para cada uno de los 6 millones 200 mil hogares-familias. A cada familia pobre le tocó 7.60 soles por día en los 105 de cuarentena (2.17 dólares) y solo 1,52 soles por persona, algo menos de la mitad de un dólar. Hasta hoy, el 10% de los beneficiados no ha podido cobrar ese bono. ¿Se trata de una broma de mal gusto?, No. Esta es la cruda y brutal realidad del Perú.
Esta cruda realidad, cubierta por muchos velos desde el poder, que volvió a aparecer gracias a la maldad gubernamental de esta ayuda de 1.52 soles por día durante tres meses, fue visible en cuatro hechos de gran importancia simbólica: “Aquí termina Lima”, “Regresen a Lima, no los queremos aquí”, una “Bandera blanca” (“En esta casa no tenemos qué comer”) y, finalmente, “Desaparezcan, aquí los informales-ambulantes son indeseables”).
“Aquí termina Lima” es la frase que condensa la decisión de los jóvenes más pobres en Lima de irse de la capital, a pie, primero a Huancavelica y después a casi todos los Andes y parte de la Amazonía. La falta de trabajo, la orden militar de quedarse en casa y el hambre pudieron más que su deseo de quedarse. Es la renuncia simbólica al sueño de Lima como el ideal de ciudad para vivir, descrito en un viejo valse El provinciano, de Laureano Martínez Smart: “Las locas ilusiones me sacaron de mi pueblo/ abandoné mi casa para ver la capital/, como recuerdo el día feliz, de mi partida…”. No diré más, pues he consagrado el artículo 2 de mi serie sobre la pandemia a esta posible ruptura con el pasado.
“Regresen a Lima, no los queremos aquí” es la frase con la que las comunidades y pueblos reciben a sus propios familiares y a decenas de miles de migrantes de regreso que vuelven a la tierra en que nacieron, en busca de la casa familiar, un plato de comida, el paisaje, una parte de su pasado. Huyeron del virus y la pobreza brutal en Lima, y por ser portadores reales o potenciales del mismo virus les dicen que se vayan. Dos tragedias en una: por irse y por tratar de volver; Lima en el corazón de esas tragedias. En la decisión de obligarlos a regresar a Lima pesó más la voluntad de sobrevivir al virus que la tradición del ayllu-comunidad de recibir a los suyos con unas hojitas de coca y al abrazo cariñoso de toda la vida. Volveré a explorar esta doble tragedia en otro artículo.
Frente a la letanía oficial del “Quédense en casa”, los que no la tienen o tratan de levantarla en los cerros y arenales –entre cartones, plásticos y hojas de triplay–¬ y no tienen trabajo para el día a día apelaron a mostrar una “ bandera blanca” con el mensaje simple: “en esta casa no tenemos qué comer”. No hay nada que explicar. Es una cachetada para los responsables y beneficiarios del “desarrollo económico” sostenido del Perú en los últimos 30 años. En la sencillez de su mensaje esa banderita es una confesión de no poder más, y que al colocarla se está aceptando la vergüenza de haber llegado hasta ese extremo. No se trata solo de la falta de comida; en el fondo, la dignidad de aceptar la vergüenza está por encima de todo, con un costo afectivo muy grande.
Finalmente, “Desaparezcan, aquí los informales-ambulantes son indeseables” fue el cordial saludo de la Policía, quienes antes del cierre de la cuarentena se atrevieron a salir a las calles de La Victoria, alrededor del emporio comercial de Gamarra, con unas bolsas y paquetes de mercancías para poder conseguir unos soles y alimentar a los hijos. Conocemos en Lima esta historia de persecución a los ambulantes; lo nuevo de ahora es que entre ellos y ellas hubo y hay comerciantes con la prohibición de abrir sus tiendas. Caballos, bombas lacrimógenas, detenciones y requisas de la mercadería, reaparecieron como parte del viejo libreto del abuso oficial-formal, contra los ambulantes informales. Más de lo viejo, nada de algo llamable nuevo en el trato a peruanos considerados de última categoría.
Cada una de estas tragedias y abusos sentidos y vividos por nuestros hermanos de abajo en el Perú dejan huellas imborrables de dolor, de cólera, de rabia, de ganas de venganza. ¿Cuánto más habrá que esperar para que una conducta oficial como esta sea parte del pasado? Cuán útil sería que los muchos psicoanalistas y psicoterapeutas investiguen estos hechos y ofrezcan soluciones. Los curanderos y chamanes entienden de estos temas y ayudan para que las víctimas sufran menos.
Dos. ¿Solidaridad? Sí, por reciprocidad entre pares; no, por limosna y compasión.
Los limeñísimos periodistas de los medios de comunicación han ido descubriendo el Perú en el día a día de esta cuarentena-toque de queda. Uno de sus últimos hallazgos ha sido la solidaridad, que dicha así, en general, quiere decir poco o nada, porque hay dos solidaridades muy diferentes: una individual y, otra, colectiva. Les llama la atención la solidaridad visible en la generosidad de un sacerdote que en Iquitos tuvo la iniciativa de reunir fondos para conseguir una planta de oxígeno, de un comerciante que siguió vendiendo los balones de gas al mismo precio del mercado y se negó a quintuplicar ese precio; de un productor de codornices que prefirió regalarlas vivas antes de que murieran de hambre porque no tenía como sostener su pequeña empresa; de una pareja que ofrece un almuerzo a unas 40 personas de un pueblo joven que no tenían qué comer. Habrá, seguramente, muchos casos más como los que acabo de describir.
Una olla común preparada por grupos de personas ligada o no necesariamente a un antiguo comedor popular, tres o cuatro familias que se reúnen para preparar cada día un solo almuerzo con la contribución de cada una de las unidades domésticas para ahorrar los gastos que supondría preparar cuatro almuerzos por separado; intercambiar almuerzos entre familiares, (“hoy me toca, mañana a ti), ofrecer almuerzos a los viejecitos del barrio que no tienen a nadie, etc. Los casos que acabo de mencionar son repetidos en pueblos jóvenes y barrios populares, ilustran la solidaridad colectiva, entre pares e iguales de personas que comparten relaciones de parentesco que provienen de las comunidades y o pueblos de origen, o relaciones fraternas de vecindad. En la base de esta conducta solidaria está el principio de reciprocidad de las comunidades andinas y nativas, de los pequeños clubes de migrantes de tal o tal comunidad de tal o tal provincia, de las organizaciones de vecinos en segmentos de los asentamientos humanos en cerros y arenales de los suburbios de Lima. Si los periodistas preguntasen a estas personas vinculadas por relaciones de parentesco y reciprocidad ¿de dónde son ustedes? Las respuestas serían muy sencillas: de tal pueblo o comunidad. Hay en ese comportamiento una identidad colectiva, más importante que el yo individual. Hasta allí no llega a plenitud el discurso occidental y criollo: nada de comunidades, solo individuos y nada más.
Las canastas de víveres que se reparten a los pobres a partir de iniciativas oficiales, privadas o individuales, son ofrecidas de arriba hacia abajo, con el espíritu de compasión de las iglesias cuando los pobres sufren por catástrofes como terremotos, inundaciones, sequías, epidemias y pandemias. La vergüenza en el reparto de canastas de víveres por encargo del gobierno a los 196 alcaldes provinciales y 1874 distritales del país merece una atención y una explicación especiales. El gobierno cometió un grave error al confiar en los alcaldes como representantes del pueblo. En gran parte de esas alcaldías la representación es más ficción que realidad. Hasta allí los partidos como pequeñas máquinas electorales no llegan. Ganan quienes tienen proyectos personales claros comprometiendo en una coalición temporal a un grupo de aliados individuales con sus propios intereses personales. ¿Qué sentido tenía regalar la limosna de una canasta de víveres para tres o cuatro días a distritos alejados? Cada alcalde nombró un responsable y una comisión para comprar los víveres, preparar las canastas y repartirlas. De ese modo, estaba tendida la mesa o el arca donde los justos pecan, según la sabiduría de la Iglesia católica. ¡El gato nombrado de despensero! Con obvias excepciones, por supuesto.
Si el gobierno hubiera montado sus propuestas de ayuda (bonos y canastas, de víveres) contando con la participación y organización plena de los pueblos, otros habrían sido los resultados. Ya sabemos que desde el poder –de arriba hacia abajo– hay una distancia y desconfianza a todo lo que se parece a una organización de base, autónoma, independiente, con sus propios líderes escogidos por ellos y ellas sin intervención de los funcionarios del orden. El poder teme que en cada organización de base anidan “terroristas” y “enemigos de la democracia”. De ahí su necesidad de controlar y vigilar.
Un hecho histórico que debe merecer nuestra atención es la soledad de los pueblos indígenas y del pueblo en general, aún después de sus luchas por la tierra y el territorio, porque sus aliados eventuales llegados de las ciudades con el propósito de apoyarlos, se fueron poco tiempo después. Ha sido la reciprocidad y solidaridad entre pares e iguales y sus luchas para defenderse las que les ha permitido resistir a la dominación española-republicana y adaptarse a ella, al mismo tiempo. Si no fuera por eso, habrían desaparecido. Cuando esta pandemia sea parte del pasado, sus principios de organización social serán fundamentales para defender el planeta y crear opciones de vida más allá de la búsqueda de riqueza empresarial e individual del capitalismo presentado como encarnación de la república, democracia y libertad para que el pueblo no se dé cuenta.
Tres. Otras miserias en plena pandemia
Durante la cuarentena, se abrieron muchas grietas para ver al Perú en paños menores con sus grandes trapos sucios cuidadosamente ocultos, y los pequeños, visibles desde siempre. Son muchos, me conformo con presentar los casos de las clínicas médicas, los comerciantes fieles a su necesidad de ganar dinero sin escrúpulo alguno, el virus de corrupción en funcionarios civiles, policiales y militares, y la reaparición de ladrones con y sin corbata, de cuellos blancos o grises.
La clínica San Pablo debiera llamarse desde ahora Clínica San Pablo Omeprazol 165. Son contundentes las pruebas: cobró 165 soles por una pastilla de omeprazol que cuesta 1 sol y algo en las farmacias y 1 sol en los hospitales públicos. A sus dueños les dio la gana de aumentar 165 veces el precio. Todas las clínicas privadas cobraron y cobran precios astronómicos por recibir pacientes con el corona virus, 10 mil soles por día, 50,000 para ser recibidos, hasta medio millón o más por todo el período de internamiento. No entregar el cuerpo de la persona fallecida hasta que su familia no pague la deuda pendiente fue la perla mayor de la Clínica San Pablo Omeprazol 165. Sabemos que la atención en clínicas privadas es muy cara. Las novedades son cinco; cuán cara es; la Superintendencia Nacional de Salud que debiera ejercer un control en defensa de los pacientes, está pintada en la pared; que tienen acuerdos con el Ministerio de Salud; ¡oh sorpresa de sorpresas! las empresas de esta medicina privada habrían sido golpeadas por la pandemia y por eso deberían recibir la ayuda del gobierno; finalmente, que el gobierno ha prestado a varias de las clínicas grandes, decenas de millones de soles como parte de su planes de reactivar la economía. Si se beneficiaron y se benefician con la pandemia, ¿para qué pidieron préstamos y por qué el gobierno se los dio? Lectoras y lectores: ¡este es el Perú, ¿qué les parece?!
Para tratar de entender el drama de la salud en Perú tenemos el deber de introducir en el análisis algo fundamental: antes que instituciones al servicio de la salud, las clínicas privadas son empresas capitalistas cuya finalidad es muy simple: ganar dinero, crecer y ganar más dinero, hasta donde el bolsillo de los pacientes y sus empresas de seguros aguanten. Como empresas capitalistas, para crecer se multiplican y alían en eso que ahora se llama “integración vertical” con socios muy fuertes dentro y fuera del país: una clínica pertenece a una compañía de seguros, a su vez a un grupo empresarial, que trata de comprar el mayor número de farmacias, laboratorios y empresas de servicios de exámenes médicos (ecografías, tomografías, resonancias magnéticas, etc.) controla el mayor número posible de farmacias.
Como no puede haber clínicas sin médicos, los primeros pasos dados por médicos para formar pequeñas clínicas los han llevado a convertirse en empresarios de grande y mediano vuelo, en ese salto pierde la medicina como vocación de servicio público y gana la empresa privada como fuente de acumulación de riqueza personal.
El problema de la falta de oxígeno para los hospitales públicos y el durísimo drama de ver pacientes que mueren asfixiados en los pasillos de los hospitales mostró, por un lado, la enorme incompetencia de los funcionarios del Ministerio de Salud para asegurar el oxígeno necesario y, del otro, la miseria moral de los empresarios comerciantes por aprovechar de la pandemia para ganar más dinero llevando hasta el límite el principio del comercio capitalista: comprar para vender y ganar vendiendo todo lo que se pueda, hasta donde los consumidores aguanten. Nadie les enseñó que vender oxígeno a los hospitales y pacientes para salvar vidas no es lo mismo que vender papel higiénico. En la pequeña parcela del oxígeno están también los monopolios cuyos desconocidos dueños tienen grandes ganancias.
Cuando el gobierno, abrió la caja del Tesoro Público para tratar de apagar los incendios causados por el coronavirus quedaron tendidas las mesas o arcas en cada dependencia del Estado para que funcionarios en diversos ministerios, regiones o alcaldías y jefes policiales o de las Fuerzas Armadas hagan su agosto a través de compras con precios sobrevaluados. El periodismo tuvo acceso a muchos casos de corrupción que ya conocemos desde que el dinero llegó en los ideales de vida, corazón y alforjas de los cristianos-españoles en 1532.
Lo común a los casos que acabo de mencionar es que las denuncias se apagan y los escándalos se desvanecen. La Clínica San Pablo Omeprazol 165 publicó un aviso haciendo mea culpa. Parece que ahí queda todo. ¿Algunas sanción, multa o proceso judicial? De eso no se habla. Pareciera que en tiempos de pandemia no hay que castigar a nadie. Por ese camino, la corrupción sigue empedrando y ensanchando su camino.
Cuatro. Presencia de las fuerzas armadas y policiales en todo el país
La cuarentena frente al coronavirus fue anunciada en marzo al mismo tiempo que una declaración de emergencia y el toque de queda en el país, con el propósito de inmovilizar a la población, dejando en suspenso algunos de los derechos constitucionales de los ciudadanos. A medida que el virus se expandía, fue incrementado el número de soldados y policías en las calles, incluso fueron llamados al servicio algunos centenares de licenciados del Ejército. La presencia policial y militar ha sido cada vez mayor hasta el punto de ver a los ministros de Defensa y del Interior como casi voceros del gobierno anunciando medidas que, días después, confirma el presidente de la República. Figuran también en las campañas de propaganda oficial y de muchos medios de comunicación, como sacrificados héroes en la primera línea de combate en la guerra contra el coronavirus.
Una novedad que podría ser importante en el futuro peruano es la activa participación de las Fuerzas Armadas en el esfuerzo del gobierno por seguir a las personas infectadas a través de sus celulares para tratar de aislarlas y evitar que sigan contagiando a otras personas. Es el ejemplo chino a seguir. Lo digo porque ya está abierto en el mundo un debate político sobre la estrecha colaboración de las empresas Google, Facebook y Amazon con algunos gobiernos interesados en intervenir en procesos electorales para favorecer a un candidato presidencial como en el caso de Trump en Estados Unidos. Este punto es muy importante en la tensa y tirante relación del actual gobierno de Estados Unidos con China y Rusia, mientras que la Unión Europea trata de neutralizar el poder de esas empresas para ofrecer los datos que tienen de los ciudadanos para fines ocultos o no suficientemente claros. En consecuencia, la pandemia ofrecería la posibilidad de controlar más y mejor a los ciudadanos, sobre todo a aquellos que tienen una visión crítica de la política en sus países.
Cerrarle el paso a los ladrones y delincuentes comunes que dentro y después de la cuarentena continuaron haciendo su trabajo o salieron con renovados ímpetus de recuperar los meses perdidos ha sido y seguirá siendo, obviamente uno de los puntos centrales del trabajo policial. Lo es también seguir de cerca, apresar, multar y fichar, a los ciudadanos que dentro de las horas del toque de queda optaron por reunirse, hacer fiesta, beber, jugar una pichanguita de futbol o simplemente protestar por la imposición de ese toque de queda y expresar su rabia contenida por el encierro. Volvieron a hacer lo de siempre en la persecución de los vendedores ambulantes que salieron a las calles a tratar de vender algo para poder comer, tratarlos de informales, dispersarlos con bombas lacrimógenas, empujones con caballos, y en algunos casos apalearlos y requisarles sus bolsas con mercancías por vender. Esa conducta en medio de la pandemia cuando el hambre, la pérdida de empleos y el dolor por la pérdida de seres queridos duelen intensamente, deja una huella que quedará grabada en sus memorias.
La cuestión de la heroicidad en la primera línea de combate en la guerra contra la pandemia merece algunas precisiones: la primera línea corresponde a los equipos médicos que trabajan en las diversas instancias del sistema hospitalario (intensivistas, clínicos, anestesistas) acompañados de enfermeras especializadas, laboratoristas, técnicos o tecnólogos o tecnólogas, auxiliares, personal de limpieza y lavado de ropa, etc. Esa primera línea es el punto de contagio mayor y de pérdidas de decenas de vidas por trabajar sin la protección debida. En segunda línea aparecen los policías tratando de cuidar el orden en calles, mercados, bancos, buses y microbuses, mucho más desprotegidos que los equipos médicos. En tercera línea, aparecen los oficiales y soldados del Ejército, con tareas de control en apoyo a los policías. En las tres líneas hay centenares de fallecidos, son víctimas que merecen nuestra gratitud y recuerdo. Debemos ver a las 10,589 víctimas del recuento oficial de la pandemia hasta ayer, 5 de julio, y las que se sumen cuando las cifras sean claras, como a hermanas y hermanos porque son como nosotros, nacidas y nacidos en el mismo suelo, o patria, y no como simples cifras de un cuadro estadístico oficial.
Más tarde intentaré abordar dos conjuntos de problemas pendientes: el primero, presentado con la frase vacía “otra normalidad” y comandado por la Confiep con el viejo principio en la aparición del Estado nacional italiano: “Hay que cambiar en algo las cosas para que todo igual”, propuesto en la novela El gato pardo, del novelista italiano Guiseppe Tomasi de Lampedusa. La novela está disponible en Internet, versión PDF, así como la película con el mismo nombre, dirigida por Luchino Visconti, puede ser vista gratis on line en castellano.
El segundo bloque, el más difícil, tiene que ver con las lecciones de la pandemia para repensar el Perú como país, empezando con el sistema de salud. Ya es posible pensar en serio cómo nos gustaría que fuese el sistema de salud en el Perú.
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