El azul del cielo
- Opinión
La sabiduría popular, que ha plasmado el dicho “no hay mal que por bien no venga”, nos invita a buscar, en cada desgracia que pueda ocurrir, el o los aspectos positivos, la otra mitad de la luna, el lado que ríe de la moneda.
Con esta desventura planetaria del Coronavirus –corona de espinas, castigo de Dios, dirán los muy cristianos- salen también a flote familias de delfines brincantes, parvadas de pelícanos contentos, personas meditabundas sobre el destino de la raza (humana, no sólo chilanga).
Es como si el STOP repentino, imprevisto y simultáneo de toda una civilización, que se creía avanzada, pero se revela tremendamente frágil, obligara a una reflexión profunda sobre nuestro pasado, presente y futuro o, como intitulaba una obra suya Paul Gauguin:” ¿de dónde venimos? ¿qué somos? ¿adónde vamos?”
Sobre el estado presente de las cosas, la mirada del 14 Dalai Lama, Tenzin Gyatso, es de las más convincentes, cuando dice que el hombre se dedica a extraer petróleo del subsuelo para quemarlo en la atmósfera y que en el medio de estas dos acciones está toda nuestra civilización.
Que el rumbo tomado por la humanidad en esta época no sea el adecuado, resulta evidente en un momento como el actual, con la globalización en “pause” y el grito de las ambulancias como banda sonora.
Ahora sí, desde la isla de una forzada soledad, vemos con más claridad a los bosques desmatados, los ríos contaminados, el plástico en los océanos, los glaciares derretidos, los cielos grises de las metrópolis –ahora, por un instante, mágicamente azules.
Y sentimos más desde adentro la absurdidad de las guerras (con sus “bombardeos democratizadores”), la injusticia del hambre y la pobreza, la violencia de los feminicidios y la represión de las protestas.
Fácil culpar el “capitalismo neoliberal” de haber reducido la Pachamama, esta estupenda naranja azul, a una cloaca apestosa. Los verdaderos culpables –impunes y aparentemente indestructibles- son los grupos de poder (iglesias incluidas), los grandes capitales financieros, las corporaciones transnacionales y, obviamente, nosotros, los clientes compulsivos de las 100 empresas más grandes del mundo, los esclavos del consumismo.
Immanuel Wallerstein, con sus ojos de un azul angelical, lo había visto claramente: en los años que vienen, la moneda está en el aire, y que caiga del lado de una sociedad opresivamente orwelliana o del lado de un mundo nuevo, solidario y más justo, depende también de nosotros.
Así como se ven las estrellas en un apagón, el paro mundial provocado por el Coronavirus permite ver otras cosas, todas sumamente importantes: que la igualdad frente a situaciones extremas no es una posición ideológica sino una realidad biológica; que si la cooperación y la solidaridad pueden resolver problemas universales, una globalización positiva puede ayudarnos a corregir el rumbo de la historia; que necesitábamos una catástrofe de este tamaño para reformular las políticas públicas en materia de salud, y también de economía, educación, producción y comercio.
Nada podrá quedar como antes, una vez pasado el huracán de esta pandemia, porque el sistema en que estábamos inmersos hasta el cuello, además de enseñar el cobre, se ha derrumbado como los socavones de una autopista.
También en el mundo de la política, nada podrá quedar como antes: el Pato Donald tendrá que retractarse de su obstinado negacionismo, Bolsonaro sólo podrá arrodillarse frente a los militares y al pueblo furibundo, Cuba y Venezuela, Cina y Rusia ya no serán los villanos de la película, sino más bien los compañeros solidarios acosados por un imperio despótico.
Si de verdad la coordinación de los esfuerzos será la receta más efectiva para ganarle a esta pandemia, como se entrevé, no sería imposible que los pueblos y los gobiernos se juntaran para solucionar luego, uno a uno, los mayores problemas que aquejan al planeta que habitamos.
Claro, el camino no está despejado. En el lado oscuro de la luna, los poderes fácticos, como un buen coach, preparan los Estados-cascarones –humildes agentes y corredores de los intereses constituidos- para tomar el control absoluto de las respectivas sociedades, gracias a una serie de leyes que faciliten la imposición del estado de excepción, del toque de queda, la limitación de un sinnúmero de derechos y libertades, la instauración de un Estado autocrático y totalitario, bajo el pretexto que los ciudadanos tienen que ser tutelados, no sólo en tema de salud pública.
Así que la historia, lejos de encontrarse a su final, está al contrario en un estimulante punto crítico: o prevalecerá el cambio de ruta civilizatorio y la aparición de una nueva realidad (como en la Revolución francesa de 1789, la mexicana del 1910 o la soviética de 1917) o el partido lo ganará el gatopardismo hipócrita y autoritario para mantener el status quo (como la Restauración de 1815 y la imposición de los estados autocráticos, coloniales y fascistas).
Las nuevas realidades no se dan en automático, especialmente si conllevan un mundo más justo y libre, una humanidad más inclusiva y fraternal, el respeto por la naturaleza y el planeta, el fin del hambre, la pobreza, las enfermedades, las guerras, la violencia y la explotación.
Falta aprovechar la coyuntura y abocarse a la tarea que nos indicaba el sabio Wallerstein, sin miedo y con convicción.
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