Lo bello y la hospitalidad en los momentos límites de la vida
- Opinión
Leipzig, Alemania. 11 de enero de 2019.- Cada año, retorna esta misma fecha fatídica para Haití y para los verdaderos amigos y amigas de este pueblo caribeño: el 12 de enero. Ya pasaron nueve años: de 2010 a 2019. Es como si el tiempo se detuviera. Seguimos oyendo el mismo “llanto y rechinar de dientes”, como si se hubiera cumplido exactamente a las 16:53:09 hora local del 12 de enero de 2010 el apocalipsis, tan anunciado por Jesús y otras voces mesiánicas.
De hecho, aquel día fue el “fin del mundo” para 300 mil personas aproximadamente, quienes se encontraban en el momento y lugar equivocado- en Puerto Príncipe y las zonas aledañas afectadas por el sismo- realizando distintas actividades, descansando en casa, comprando o vendiendo en la calle o en mercados y negocios privados, tomando un café o almorzando, charlando o peleando con amigos, vecinos, parejas, trabajando en sus oficinas, en colegios o en la universidad.
La muerte los sorprendió, con su acostumbrada buena puntería, para darles la estocada, dejando en el corazón de las y los sobrevivientes tanto dolor que (1) la memoria busca aliviar aun traspasando sus límites, pero que (2) el mismo corazón desea a veces olvidar. Sin embargo, (3) en estos momentos límites de la vida se encuentra también lo bello para una mirada atenta que (4) sepa discernir la verdadera solidaridad: otro nombre de la hospitalidad.
La memoria ante el dolor
Cuando retorna esta fecha aciaga cada año, gran parte de los haitianos (creyentes y no) organizan o asisten a lo largo del día a actividades religiosas y espirituales intensas –y otros sustitutos- para intentar enfrentarla y/o simular el intento: jornadas de oración, ayunos, misas especiales, ceremonias vudú, eventos artísticos, visitas de recogimiento a los lugares, barrios, edificios, donde desaparecieron –o “se supone” que desaparecieron- sus seres queridos, etc.
El haitiano cuenta con un gran repertorio de estrategias para recordar, es decir, “volver al corazón” (tal como lo indica el origen de esta palabra en latín re-corderis), de tal modo que el recuerdo le ayude a vencer el dolor. Al igual que otros pueblos descendientes de esclavizados africanos, Haití es un país tejedor de memorias luchadoras, resistentes, resilientes, rehabilitadoras, terapéuticas que se acostumbran a recoser o zurcir -en el continente exilio del Nuevo Mundo- la existencia desarraigada, la identidad negada y la cultura diseminada por la trata negrera y la colonización, con los hilos rotos, las huellas y las borraduras de los recuerdos del África de origen imaginada y recreada perpetuamente en la danza, la palabra y el arte. Es uno de los más importantes trabajos de reingeniería existencial, artística y cultural (llamado por algunos “creolización” o “creolidad”) que el mundo haya conocido.
Sin embargo, cuando duele tan fuertemente el corazón, la memoria -por más estratega que sea- no sabe qué hacer, ya que se encuentra más allá de sus propios límites. No tiene pues ninguna posibilidad de ganar en un combate cuerpo a cuerpo. ¿Qué puede entonces hacer sino amortiguar el impacto del dolor para ayudar al corazón a no plegarse y a resistir?
Efectivamente, en estos momentos límites la memoria se convierte en una caja de resonancia para recibir el primer golpe asestado por el sufrimiento y así dejar que éste- una vez modulado y amortiguado- haga eco en todo el corazón. De esta manera, el corazón no se expone tan directamente y de lleno al dolor y puede sobrellevarlo, como el órgano biológico-musical ya de por sí vulnerable que es.
Con esta estrategia, si bien la memoria no hace nada en un sentido activo (se hace pasiva): simplemente deja resonar en ella la plegaria abigarrada, confusa y estrepitosa de llantos, gritos, lamentos, quejidos que pasan por ella para ir directo al corazón pero como un eco modulado (ayudando al corazón a resistir); por eso, al no hacer nada, lo hace todo. Es resistencia pasiva.
Gracias a esta estrategia que permite al corazón resistir el dolor, él puede convertir el poderoso eco en palabra articulada. Entonces, el asunto- cuyo recuerdo hace sufrir al corazón pero de manera suficientemente controlada- requiere de una larga conversación (la expresión creole koze mande chèz significa que el tema de la conversación exige que se tome asiento): la palabra se desata y pide una audiencia; el equivalente de audiencia en creole haitiano lodyans designa no sólo un público, sino también todo un género “oraliterario”. Y cuando el corazón toma la palabra, esto va para largo.
Volviendo al 12 de enero, este día puede llegar a ser incluso cacofónico en Haití, al menos en algunos lugares de sus ciudades, ya que la gente aprovecha la ocasión para hablar sin cesar recordando lo que hacían unas horas o unos minutos anterior o posteriormente a la tragedia, contando lo que les ocurrió a sus seres queridos muertos, narrando lo que vieron y escucharon.
Hablar recordando y recordar hablando se vuelve uno solo: ambos traman un círculo virtuoso que recorren frecuentemente los haitianos ante la rememoración de los momentos difíciles que les tocó vivir. Se necesita de todo un día y aún más para –en este tramo- desenrollar el corazón, desnudar el alma, desenredar el nudo en la garganta.
De niño, yo solía escuchar a mi mamá durante todo un día hablar de su vida- de la infancia a la edad adulta-, mientras preparaba la comida, lavaba la ropa, limpiaba la casa, recibía visitas, se bañaba, tomaba su café, comía su almuerzo, iba a dormir. Un día entero para recordar, narrar e incluso “performar” cantando o escenificando, mientras exponía su autobiografía y se detenía en algunos momentos para exteriorizar sus disgustos, alegrías y esperanzas, interpretar situaciones y eventos que vivió, tomar posición (perdón, agradecimiento, olvido, rencor) frente a las acciones de fulano y mengano a favor o en contra de ella. Era un desfile de su vida entera.
Con la estrategia de resistencia pasiva de la memoria, la caótica materia del recuerdo bajo el eco modulado del dolor se hace texto en la textura embriagante de la oralidad y en el complejo tejido de lo cotidiano; ya que a lo largo de la narración relatada por el corazón, incluso los eventos que no tienen sentido y –por lo tanto- habrían podido fácilmente plegar la fragilidad y vulnerabilidad de éste (como la muerte, la maldad y el mismo terremoto) se hacen inteligibles o comprensibles.
Querer olvidar para siempre
Sin embargo, después del terremoto del 12 de enero de 2010, hay todavía quienes tenemos el corazón extremadamente dolido y las heridas aún vivas o en proceso de cicatrización, y sentimos de vez en cuando la tentación de borrar esta fecha del corazón porque su reminiscencia remueve los escombros dolorosos de la memoria, destempla las entrañas, dobla los pliegues y repliegues del alma.
El corazón no quiere pues seguir exponiéndose al eco de tanto sufrimiento (por más modulado y aliviado que sea por la memoria), al rememorar a nuestros seres queridos muertos, desaparecidos o que perdieron un brazo o una pierna, al remembrar todo lo visto presencialmente, o a través de los medios de comunicación o por medio de los testimonios de sobrevivientes. No, no, no…
Esta fecha mueve todas las capas geológicas de nuestra historia: como país, como ciudad, como familia, como individuo. Marca un momento en que la vida humana fue llevada a sus límites ante tantas pérdidas humanas en unos pocos segundos (el tiempo puede ser mortal): un momento límite que excede lo humanamente soportable y todo sentido posible. ¿Para qué seguir recordando? ¿Por qué no olvidar para siempre?
Sin embargo, lo que el terremoto dejó tras su paso devela también lo bello que puede haber en los momentos límites que plantean tantas preguntas instando a olvidar, a “tirar la toalla”.
Lo bello en lo “humano, demasiado humano”
Si bien los minutos posteriores al paso del terremoto dejaron un espeso humo blanco que cubría Puerto Príncipe y sus alrededores. Este humo blanco, que se levantó como un enorme fantasma sobre la capital haitiana tras el terremoto, envolvió todo el paisaje en un silencio literalmente sepulcral, bajo una oscuridad paradójicamente deslumbrante, a la sombra de Dios y de todos los espíritus del vudú.
Era pues el fin de lo que hasta ahora se conocía como Puerto Príncipe: una ciudad que albergaba en aquel entonces más de 3 millones de personas en un caos, con sus cinturones de miseria, sus paisajes desolados, sus construcciones anárquicas y sus carencias en materia de infraestructuras y servicios de base. Pero aun así, este monstruo urbano no nos dejaba de seducir con la mejor demostración que se podía hacer humanamente de la férrea voluntad de vivir, esperar contra toda esperanza, cultivar el arte (pintar, escribir, hacer música), disfrutar de cada día como si fuera el último, apostarle al futuro. Y esto, en medio de una gran precariedad económica, de la indiferencia y corrupción de la clase política, de la falta de imaginación de las élites del país y del círculo vicioso de la ayuda internacional.
Eduardo Galeano describió maravillosamente esta mixtura paradójica, cuando habla de “el talento de sus artistas [los de Haití], magos de la chatarra capaces de convertir la basura en hermosura”. Puerto Príncipe era el ejemplo acabado de esta magia no sólo artística, sino existencial de convertir la basura -en que progresivamente se ha convertido Haití, prácticamente desde su independencia en 1804 hasta hoy - en hermosura: la hermosura de la existencia, en particular, de millones de jóvenes (Haití es un país de jóvenes), mujeres –muchas de ellas, madres solteras y jefas de hogar- y campesinos, quienes se las “ingenian” de manera muy creativa (como si fuera un trabajo estético) con los pocos medios a su disposición para vivir lo más alegremente posible, sacar adelante la familia y el país, hacer la vida más llevadera en el hogar para todos, llevar a cuestas la esperanza bajo el yugo incierto y caprichoso del trabajo informal y de un futuro sin horizonte.
En fin, la magia de convertir un país cada vez más enmugrecido - con la inmundicia de cosas que podrían ser tan buenas en otras latitudes como la “política”, la “ayuda humanitaria”, la “cooperación internacional”, la “religión”- en la hermosura de resistir activamente contra la corrupción, por una educación universitaria de calidad y –cuando no se puede hacer nada- buscar con la misma dignidad la esperanza y el futuro bajo otros cielos menos inclementes. Esta resistencia se convierte pues en un acto estético que invierte la chatarra del actual orden de las cosas para imaginar otras realidades posibles. Es también una poética de la existencia que aspira a recrear la vida y la esperanza.
La verdadera solidaridad
Por otro lado, poco a poco tras el terremoto, y en medio del llanto, de la desesperación, del dolor, de la desorientación, del pánico y de la zozobra aquí y allá, dentro y fuera de Haití (no era para menos)… en medio de este momento límite brotó la solidaridad entre las y los mismos haitianos que se ayudaban entre sí para salir debajo de los escombros, sacar a las personas atrapadas en las casas y los edificios, brindar los primeras ayudas médicas, buscar a los desaparecidos. Solidaridad que se fue ampliando a los países vecinos caribeños- Cuba, República Dominicana, Puerto Rico-, a las repúblicas latinoamericanas hermanas -Colombia, Venezuela, México, Brasil, Chile, etc.- y a otras naciones del mundo.
Pareciera que los momentos límites, como éste, contradicen contundentemente la idea tan arraigada según la cual el hombre es un lobo para el otro hombre (decimos en creole haitiano chen manje chen). Sugieren más bien que la ingenuidad y la superficialidad están del lado de quienes creen que la solidaridad en el mundo de hoy es un cuento de hadas y que –cuando se presenta- nunca viene sola (es como si el lobo se disfrazara de oveja).
Al contrario, estos momentos develan que lo “bello” puede también coexistir con lo “humano, demasiado humano”, es decir, estar en medio de, en contra de y a pesar del egoísmo, el odio, la indiferencia, la hostilidad y de tantos errores y horrores de nuestra historia y de nuestra humanidad.
Revelan que no todo está perdido y que es posible (re)construir la humanidad, (re)hacer la existencia, (re)crear la vida, (re)coser los tejidos rotos de la fraternidad, (re)edificar una sociedad más incluyente, más justa y reconciliada consigo misma y con el medioambiente.
Una diferencia no menos importante entre estos dos extremos (lo “humano, demasiado humano” y lo “bello”) y en su gran escala de múltiples grises puede estribar en el discernimiento de la mirada, a saber: en qué miramos y qué no miramos, dónde ponemos el relieve.
Por ejemplo, ver filas y filas de contenedores esperando días y horas desde el lado dominicano la apertura de la frontera común con Haití para llevar comida y ayuda humanitaria a los damnificados del terremoto no deja de maravillar a quienes conocemos de cerca las dificultades de convivencia que ha habido en la isla compartida por ambos países. Y miren: el vecino fue el primero en ayudar.
Ver aterrizar el 14 de enero de 2010 (dos días después del terremoto) a dos aviones del gobierno colombiano en Puerto Príncipe con –además de kits de ayuda humanitaria y de materiales de medicina- perros entrenados y socorristas expertos en situaciones de emergencia y gestión de desastres para detectar y salvar a personas atrapadas bajo escombros… esto tiene sabor a felicidad.
Ver a los médicos cubanos en misión en Haití trabajar de una manera tan impresionante (con muy pocos materiales) para atender masivamente a los heridos... no hay palabras para describir esto.
Y ver tantos gestos profundamente humanos –que sería imposible traer a colación aquí y ahora- en este momento límite para el pueblo haitiano muestran elocuentemente que la solidaridad no consiste en dar al otro que sufre (o al pobre) lo que nos sobra, sino en compartir con él lo más valioso que se tiene y –sobre todo- que se es, estar con él, preocuparse por él, ocuparse de él, ser para él, cuidarlo.
En definitiva, la verdadera solidaridad es otro nombre de la hospitalidad: este viejo arte del encuentro acogedor, dignificante y humanizador entre seres humanos. Un arte que se requiere tanto en el mundo globalizado de hoy, que puede ser a veces tan hostil con el otro diferente (principalmente el que es pobre) considerado “indigno” de ser tratado como un ser humano igual con los mismos derechos fundamentales y la misma dignidad. Vivimos pues a todas luces una crisis de hospitalidad, ante la cual estos gestos arriba mencionados nos inspiran para seguir teniendo fe en la humanidad y en nuestra capacidad para mirar y crear lo bello incluso –y sobre todo- en los momentos límites y en medio/a pesar/en contra de los errores y horrores de lo “humano, demasiado humano”.
Wooldy Edson Louidor
Profesor e investigador del Instituto PENSAR de la Pontificia Universidad Javeriana (Colombia). Actualmente está doctorando en Filología en Institut für Romanistik- Universität Leipzig (Alemania).
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