Una historia sencilla

25/03/2015
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PolitikaMargarita viaja tres horas de ida para llegar al trabajo y tres de vuelta para volver a su casa y dar pecho a una niña de siete meses. Es bastante fácil sumar: seis horas en total, de las veinticuatro que tiene el día. De lunes a viernes viaja de Pichidegua a Santiago y deja a la niña al cuidado de su madre. Se levanta a las cuatro de la mañana, toma un colectivo hasta San Fernando y de allí un bus a Santiago. Y luego el metro, porque el bus interurbano no la deja a las puertas de la oficina. Se entiende que de regreso hace lo mismo pero partiendo por el metro. Tiene permiso legal para irse a las cinco del trabajo, así que está en Pichidegua a las ocho de la tarde para amamantar a la niña. Aprovecha los viajes para dormir las horas de descanso que no alcanza a completar en la cama, más o menos la mitad según lo que recomiendan los especialistas y lo que manifiesta el propio cuerpo en cuanto a necesidades. Aquí uno podría preguntarse si los sueños del bus son distintos a los de su cama, pero ella está demasiado cansada para reparar en sutilezas oníricas y lo único que puede permitirse es intentar dormir el resto del viaje antes de sentarse al escritorio para imputar facturas y boletas, chequear pagos y hacer órdenes de compra, esa clase de tareas administrativas por las que se merece uno de los sueldos más bajos de la empresa y por supuesto toda la indiferencia de los que allí mandan y hacen lucir sus capacidades para llevar un negocio.

 

Es que a Margarita se le ocurrió casarse con un chino. Uno de verdad. Uno que venía de una parte rural y perdida que a ella todavía le cuesta pronunciar bien y que se estacionó por los pagos de Margarita cuando le ofrecieron ser ayudante de cocina en un restorán –chino– en alguna localidad cercana a Pichidegua, y que al principio logró entenderse con ella literalmente en el lenguaje universal del amor. Un calendario ilustrado con dragones y extrañas figuras, puesto sobre la CPU del computador, atestigua la presencia del chino en la vida de Margarita. Y ahora al calendario se sumó la foto de la hija clavada con un chinche al módulo donde está su escritorio: un nombre occidental, un apellido oriental, unos ojos rasgados y una piel rojiza, una mezcla donde la globalización es como un puzle que no termina de resolverse y sólo queda la expresión elocuente e incontestable de otro ser humano arrojado al mundo, probablemente a la espera larga de un pecho que lo amamante, casi lo único que debe importarle de momento.

 

De momento debería entenderse que el chino en su calidad de ayudante de cocina no está en condiciones de ofrecer nada mejor a Margarita, así que de momento uno debería entender que las leyes del mercado están funcionando a la perfección y que Margarita, dadas las circunstancias y como animal racional que es, maximiza la utilidad que estas circunstancias pueden ofrecerle: la circunstancia de ser de Pichidegua pero tener trabajo en Santiago, la circunstancia varias veces mencionada de haberse casado con un chino ayudante de cocina, la circunstancia muy circunstancial de tirar más bien para pobre que para rico, la circunstancia de que exista locomoción interurbana entre San Fernando y Santiago, e incluso una vía llamada Panamericana Sur, y entremedio la otra circunstancia: un colectivo que le permite salir a las cinco de la mañana de Pichidegua y regresar a las ocho de la tarde al mismo lugar donde la espera su hija, aunque esto de “esperar” no sea más que un decir, pues según afirman los estudios de los que saben de lactantes y en general de personas recién nacidas, seres como la hija de Margarita, arrojados como todos a las circunstancias del mundo, experimentan la desaparición de una madre y de cualquier cosa que sea objeto de su deseo como una pequeña muerte, como un no estar absoluto de aquello que ya no se encuentra en el espacio que abarcan sus sentidos, vista su nula capacidad de abstracción, ésa que le haría posible comprender que la pérdida no es tal, que hay una madre trabajando muy lejos porque no hay trabajo en Pichidegua y que al padre tampoco le alcanza para solucionar el problema. Así que ya está: la madre desaparece, muere por unas horas, pero tipo ocho de la tarde vuelve a la vida, lo que viene a ser una verdadera resurrección que a todos debería alegrarnos y darnos esperanza, sobre todo en estos días en que se acerca Semana Santa.

 

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