Por qué la gente en Colombia se ha mostrado siempre tan predispuesta a atender los llamados a las armas

Las sociedades civiles como raíz de las actuales violencias

21/01/2008
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Introducción

Nos ubicamos en los últimos 25 años, vale decir, a principios de la década de 1982 cuando las Farc, a partir de su VII  Congreso, levantó vuelo hacia la captura de nuevos territorios económicamente más significativos y socialmente más poblados; y en los inicios del siglo XXI, 2001 más en concreto, cuando las armas de los paramilitares empezaron a funcionar como  ensangrentada pasarela de tránsito de políticos institucionales en procura de beneficiarse y reproducirse en la vida  pública ; a finales de la década de 1990 cundo se inició en forma la gestación de una nueva izquierda; y finalmente en agosto del  2002 cuando el presidente Uribe empezó a inscribir a más de un millón de civiles como actores directos e indirectos del conflicto armado tan importantes quizá como los soldados aunque con funciones y tareas militares diferentes pero complementarias.

El objeto de este Ensayo es esbozarle algunas respuestas primarias a la  pregunta, ¿Por qué  la gente en Colombia ha estado siempre tan predispuesta a atender el llamado de las armas?  ¿A volverse los vecinos contra los vecinos y hasta los parientes contra los  parientes? En otras palabras, ¿Por qué casi todas las actuales violencias han encontrado una  importante fuente de alimentación en la población que habita la institucionalidad civilista? Una repuesta genérica, que todavía no responde a nada, es la que recoge la densidad del título del Ensayo: Las sociedades civiles como raíz de las actuales violencias.

1.  Entre el sociólogo polaco Zigmunt Bauman y el sociólogo colombiano Alfonso Otero

Después de recolectar tantos datos y ya casi una infinita  información sobre el conflicto armado y de ensayar muy variados enfoques analíticos criollos en torno a él, perece llegado el momento de repensar las actuales violencias ensayando otras miradas de análisis. Por desgracia casi toda la información utilizada hasta ahora presenta el sesgo que le marca cada fuente, ya sea que provenga  del gobierno o de las guerrillas o de las víctimas o de los victimarios. Por desgracia, los analistas, por distintas razones, no hemos podido romper la trampa de una información abiertamente sesgada. Tal como hasta ahora se las ha examinado y analizado, esas violencias aparecen como un fenómeno aislado, que se agota en su propia significación intrínseca,  lo que las ha maximizado como el problema superior de todos los conflictos nacionales.

Desvinculadas de sus raíces, apoyos y alientos en la sociedad, no se ha podido precisar cuánto de la cultura de las sociedades civiles subyace a las actuales violencias. Ha sido por esto por lo que se ha hecho dificultoso dar repuestas a una pregunta aparentemente más importante: ¿qué es lo que en estos 25 años ha ocurrido en la sociedad colombiana, y sobre todo en sus comunidades locales y regionales,  para que la gente se muestre tan predispuesta a atender el llamado a las armas?  Y conste que en esta pregunta también incluimos el proyecto de Uribe, que es un llamado a la guerra en una sociedad que hace apenas ocho años era masivamente pro-negociadora.

El sociólogo polaco Zigmunt Bauman estudió la guerra de los  Balcanes a la que caracterizó como una guerra de limpieza étnica observando en esta operación “la chispa que prendió el polvorín balcánico de etnias, religiones y alfabetos “.

En Colombia acaba de aparecer un estudio sociológico titulado, “Paramilitarismo: La Modernidad que nos  tocó”. El autor, Alfonso Otero Moreno, aunque ensaya nuevas miradas y preguntas sobre la insurgencia y el paramilitarismo, sin embargo, mantiene el horizonte metodológico de Bauman cuando escribió:

“Pero las supuestas  ‘ofensivas’ atávicas no brotaron de las profundas ofensivas del inconsciente, donde habían invernado desde tiempo inmemorial a la espera de que llegara el momento del despertar. Tuvieron que ser laboriosamente construidas, predisponiendo astutamente a vecino contra vecino, a un pariente contra otro y transformando a todo el que estuviera destinado a formar parte de la comunidad proyectada en cómplice activo del crimen o en un cómplice encubridor. Matar a los vecinos del lado, la violación, la bestialidad, el asesinado de los indefensos rompiendo uno a uno todos los tabúes más sagrados y haciéndolo a la vista de todos con luces y taquígrafos, constituía un hecho, un acto de creación de comunidad. Invocando a una  comunidad que se mantenía unida por el recuerdo de una fechoría original: una comunidad que podía estar razonablemente segura de su supervivencia al convertirse en el único escudo de los perpetradores de ser declarados criminales en lugar de héroes… Pero, en primer lugar,  ¿Por qué la gente obedece a ese llamado de las armas? ¿Por qué los vecinos se vuelven contra los vecinos”.[1]

Como ya se adelantó, Otero inspirándose en el anterior horizonte, lanza otra mirada ya no como “limpieza étnica” (Bauman) si no, más bien, como mirada holística: Este enfoque, escribió, puede servir para darle una mirada fresca, heterodoxa y moderna al fenómeno de la insurgencia  y del  paramilitarismo analizándolo no como un fenómeno aislado sino en el contexto de la globalización y la modernidad”.[2]

En este ensayo me quedo con Bauman con su tesis de la recreación de comunidades y la transformación de muchos de sus miembros en cómplices activos del crimen y con respecto a  Otero, nos quedamos con su advertencia de no examinar la insurgencia como un fenómeno aislado aunque con respecto a la modernidad, se destacan algunos aspectos de la premodernidad de esta sociedad muy asociados al ámbito del Estado, la Cultura política, la subcultura política de la violencia y la Cultura de la ilegalidad.

2. Otras razones políticas para un necesario repensar de los actores de las actuales violencias y sus estrategias

Otra serie de motivos, más abiertamente políticos, sugieren la importancia de apelar a otras miradas y lecturas de las actuales violencias.

En primer lugar, como hasta ahora vamos, un acercamiento no mediático entre el gobierno y las Farc, se observa como muy dificultoso.  Mientras más se acerca la posibilidad de una nueva reelección de Uribe, más distancias toma la posibilidad de una salida negociada. En segunda lugar, Gobierno, paramilitares y guerrillas pasan en la actualidad por la más enredada encrucijada en sus relaciones. Una cosa es postular el carácter premoderno del proyecto armado de las Farc o poner en evidencia la índole terrorista de algunas de sus acciones o sus relaciones problemáticas con el narcotráfico y con el DIH, y otra cosa es desconocer su existencia como actor objetivo del conflicto armado. Pero, el gobierno les niega a los guerrilleros su condición de tales, mientras que, de cara al país y a la comunidad internacional, despliega todo tipo de esfuerzos para aparentar haber sido lo que no fue: el iniciador del proceso de desmonte de la parapolítica, de ese enredo de políticos institucionales actuando dentro de la institucionalidad apoyados en las armas de los paramilitares. Políticos institucionales, congresistas sobre todo, que electoralmente sumaron mucho en la elección y reelección de Uribe.

Lo que hizo el gobierno fue pegarse a posteriori con imaginación  a un proceso desatado por la Sala Penal de  la Corte Suprema de Justicia. Los Jefes paramilitares, por su parte, no olvidan las promesas incumplidas que les hicieron para que se allanaran a entrar en Santa Fe del Ralito. Y si hubiesen vislumbrado que su final iba a ser la cárcel de Itaguí y la espada de Damocles de la excarcelación, con seguridad no hubiesen entrado a ese proceso de conversaciones con el gobierno.  Esto no obstante, a su favor cuenta, como factor equilibrante, con lo mucho que saben  sobre estos 25 años de paramilitarismo así como sobre las conductas discursivas, pero, ante todo, prácticas de Uribe frente a la violencia paramilitar.

En tercer lugar, en lo que al gobierno se refiere su accionar de cara a los Acuerdos Humanitarios y al conflicto armado ha ostentado  dos importantes limitaciones: la primera, ligada a las convicciones, posturas doctrinarias  y análisis del propio Uribe, agotadas en una noción pobre y precaria de terrorismo; y la segunda asociada, en cambio, a las tesis de Uribe sobre las RAZONES DE ESTADO. De acuerdo con Uribe, en materia del problema de la guerrilla, habría que hilar muy delgado. Habría que actuar con mucha prudencia y cautela. De lo contrario, lo ha proclamado con reiteración, se podría reversar su política estratégica de Seguridad democrática, con lo que ésta, según su criterio, ha aportado de importante al país en materia de recuperación de territorios y de drástica disminución de los indicadores de violencia. Serían, entonces, Razones Estado las que le estarían exigiendo al gobierno una prudencia rayana con la parálisis, el titubeo, los bandazos y la desorientación en el manejo de las relaciones indirectas con las farc. Finalmente, en lo que a las farc se refiere, la gran incógnita  es la de despejar una enorme duda: ¿qué lo que se esconde detrás de palabras como tregua, diálogos, salida política? ¿Una real voluntad negociadora, o, por el contrario, un propósito oculto de ganar tiempos de guerra, reposicionamientos territoriales, discursivos y simbólicos, todo ello en procura de refortalecerse para la guerra?  De ser lo primero hasta explicable  resultaría apelar a distintas formas de lucha ya que se trataría de una fuerza armada en reacomodo estratégicos y organizacional para entrar a negociar; pero, de ser lo segundo, se sabría con claridad  que las farc no tienen si no una forma de lucha: la apelación a las armas para llegar al poder.

Detengámonos unos momentos en este punto buscando obtener algunas tesis que nos permitan brindar unas primeras respuestas a la pregunta, ¿por qué la gente colombiana se muestra tan predispuesta (ya con un fusil en la mano o ya portadora de una cultura que periódicamente revaloriza violencias hasta de signos ideológicos muy distintos) a atender los llamados a las armas?

3. Los Apoyos sociales a las armas

Empecemos con las Farc en la izquierda clásica y el PDI en la nueva izquierda.

En lo metodológico inscribiremos este examen de los apoyos sociales a las armas fijando algunas posiciones de los actores  de las actuales violencias frente a la institucionalidad y  a las formas de lucha política.

Se presume que las Farc habitan y han habitado territorios de guerra mientras que la población civil habita y ha habitado en la institucionalidad republicana. Desde 1964 los farianos empezaron a llegar a municipios, aldeas y poblados geopolíticamente aislados a la captura de apoyos sociales, que fueron construyendo a punta de militancias, simpatías, alianzas y coerciones. En 1982, a partir de su VII Congreso, dieron un viraje estratégico  el que les facilitó la llegada a territorios más significativos en lo económico buscando siempre ejercer influencia sobre sus gobiernos y población. Fue entonces cuando a los originarios apoyos sociales que, bajo la forma de gobiernos guerrilleros fácticos, empezaron a funcionar como su retaguardia, en muchas ciudades agregaron otros que ampliaron y fortalecieron su base social, sobre todo, con obreros, artesanos, empleados, sindicalistas, estudiantes e intelectuales. Como se podrá observar en cada uno de estos dos momentos en la construcción de su base social, no fue la población civil la se fue a buscar a los guerrilleros sino que fueron éstos los que vinieron a su encuentro. Se debe resaltar ahora que las comunidades y ciudadanos que cayeron bajo su control e influencia se fueron reconstruyendo a imagen y semejanza de las Farc: el desprecio cotidiano a la legalidad institucional,  la apropiación de una fuerte cultura de las armas y una evidente pérdida de identidad con el Estado existente.

Son muchos los que  afirman que en la actualidad la Farc son una organización absolutamente huérfana de todo apoyo social o que habría llegado a un punto de quiebre. Eduardo Pizarro León Gómez va más allá con la afirmación de que “en síntesis, el conflicto armado se halla  ya en un punto terminal”  y que, por lo tanto, habría que entrar a diseñar el postconflicto. Al hacer estos señalamientos, Medófilo Medina trae a colación a Daniel Pecaut con estas advertencias: Pecaut “previene sobre el peligro de ver la realidad a través del prisma de los deseos. No creo que se pueda hablar de postconflicto porque son muchos los elementos de conflicto presentes. Hablar de postguerra es prematuro. Existe el riesgo de que se vayan creando las mismas ilusiones que se hicieron al empezar el proceso de paz de Pastrana. Los buenos deseos no bastan para cambiar la realidad.”[3]

Podría decirse, entonces, que las Farc fueron relativamente eficaces en ese llamado a la gente. Fue así como muchos urbanos, materialmente tomaron el fusil mientras que otros, sin abandonar el odiado mundo institucional en que se movían, simbólicamente las asumieron como cultura. Todos dispuestos a revolcar la institucionalidad y legalidad existentes por la vía de las armas. Mientras con claridad no opten por una negociación, las Farc buscarán siempre acceder al poder por la vía armada, para desde allí revolcar el ordenamiento  existente. De manera que la institucionalidad  y la legalidad vigentes siempre les ha importado un comino. Aran, entonces, en el desierto los miembros del establecimiento cuando le reclaman a los farianos su ilegalidad y des-institucionalización. Desde las lógicas del establecimiento a las Farc sólo se les debería cuestionar su radical desfase  frente al DIH y sus nexos con el narcotráfico.

 En los años 70 y 80, con la activa participación de marxistas más abiertos al diálogo con la investigación social, empezó a configurarse un nuevo referente para la acción de la izquierda. Esto fue facilitado por el descubrimiento de que las sociedades civiles estaban tras el Estado y que tras el Estado estaban el sistema y  régimen políticos. Se entendió así la importancia central de un bloque de lucha por la independencia y la democracia (derechos humanos, derechos  fundamentales, democracia de representación, democracia participativa) caracterizando esa lucha como política y revolucionaria.[4]  Quedó así abierto el camino par una nueva izquierda.

 Para los izquierdistas colombianos no armados dificultoso y sangriento ha sido ese recorrido histórico en una sociedad donde la historia del régimen político señalaba que en Colombia peligroso resultaba intentar  ir más allá del centrismo. Como auténtico partidicidio se vivió esa dolorosa experiencia. Años después  vino el actual  PDI, partido todavía en construcción,  que empezó a lanzar nuevas miradas, a hacer otras preguntas y a romper con mucha cosas. Todavía se encuentra en un estado de ensayo error.

La primera ruptura que tuvo que hacer  fue con las armas, lo que realizó de manera clara desde su primer congreso. Se trataba de una ruptura tanto práctica (romper con las armas como método  de acción política y de oposición) como cultural. Este último cambio ha sido más difícil y quizá por eso, en lo personal, se han podido presentar algunos deslices. Pero en la actualidad sabemos que es en el ámbito de la cultura donde son más lentos los ritmos de temporalidad de los cambios sociales. . Por otra parte, no se podrá olvidar que, por lo menos hasta el Frente y postfrente nacional, las farc fueron extra régimen político la única fuerza realmente opositora. Muchos de los militantes del PDI es gente que viene de un pasado donde, en las contiendas electorales, muchos, que no todos,   se movían, vacilantes,  entre el fusil y el voto.[5]  Esta pequeña historia resalta más la importancia de la decisión de romper con las armas. Pero aparece aquí algo más importante. Ocurre que hasta hace unos pocos años, inmenso era el grupo de ciudadanos comunes que en su imaginario colectivo se representaban que ser de izquierda era de modo necesario hacer política con un fusil en las manos. Pues bien, con sus dos y medio a tres millones de votos el PDI  sabe que su militancia ha sida sustraída de toda forma de apoyo social a los violentos, que ella no estará entre los que con facilidad atiendan el llamado a las armas, el llamado a que los vecinos maten a los vecinos, a que los parientes asesinen  a los parientes, pues ha empezado a asimilar una nueva cultura democrática de la política y de  la legalidad. 

La otra ruptura que tenía que hacer la nueva izquierda era con la forma de leer la institucionalidad. La nueva izquierda no ha renunciado a transformar la institucionalidad, por el contrario, llega al establecimiento con el objetivo de cambiarlo, de reemplazar una institucionalidad antidemocrática, deshumanizada y socialmente ineficaz por una institucionalidad democrática y socialmente efectiva dentro de la cual la institución sea una función del ser humano y no el ser humano una función de la institución. Ahora bien, como ha entrado a la institucionalidad, la nueva izquierda, mientras no las cambie,  tendrá  que jugar con las reglas del establecimiento. Es por esto por lo que el rediseño institucional del país debe constituir el primer capítulo del programa de la nueva izquierda. Tal como lo está haciendo el neoconservadurismo uribista desde otras lógicas y enfoques.

Queda patente, entonces, que las Farc no son una organización huérfana de apoyos sociales y que si nos los tuviese, no obstante el repliegue activo que ha ensayado durante estos cinco años, militarmente no habría  podido resistir la más sólida y costosa y estratégica  e histórica ofensiva del gobierno contra las guerrillas.

Detengámonos ahora en los paramilitares.

Los paramilitares, en su forma más definitiva,  fueron  un grupo de ciudadanos alzados en armas en procura de apalancar al gobierno, al que consideraban débil y casi impotente en su lucha contra las guerrillas  El paramilitarismo tiene una larga historia en el país, pero aquí nos interesa  la generación paramilitar conformada a partir de 1982, la que, por razones de contexto histórico ha presentado condiciones financieras, de tecnología militar, de procedimientos y de propósitos muy distintos a las de los pájaros de 1953, por ejemplo. Que su nacimiento tuvo su origen en una fuerza espontánea de las comunidades campesinas cansadas de los chantajes, exacciones, formas de reclutamiento, presiones y amenazas a las que las farc las  sometían, dice una primera versión popular ; no, que surgieron, más bien, por la acción de algunos narcotraficantes cuyas familias habían sido víctimas del secuestro constituyéndose el MAS (muerte a secuestradores) en el núcleo originario de esta última generación de paramilitares, reza otra versión; pero de acuerdo con demócratas de los  derechos humanos, los paramilitares fueron una creación del Estado o, mejor, de algunas autoridades militares que, dados largos procesos en su contra en los que los acusaban de violación de los derechos humanos, buscaban rescatar la cara amable del Ejército.[6]  Entonces habrían creado a los paramilitares encargados de realizar  el trabajo sucio de la guerra. Como señala Alfonso Otero, sería mejor decir que fue la convergencia de esos tres factores los que, en definitiva dieron origen a esta generación de paramilitares, que aparecieron en  Puerto Boyacá en 1982. De allí expulsaron a las guerrillas, de ese santuario farquiano del que no los había podido sacar  ni el ejército, ni los asesores militares norteamericanos En su evolución histórica los paramilitares pasaron por siete etapas, siendo la última, mayo del 2001, “la que marcó el final de los grupos paramilitares  como fuerzas antisubversivas, autónomas y con objetivos propios.” El paramilitarismo, entonces, “quedó convertido en grupos desarticulados  por todo el territorio nacional, dedicados a proteger sus intereses comerciales y personales y a buscar una negociación conveniente con el gobierno nacional”.[7]

 De todas maneras, para esta fecha los paramilitares ya habían realizado un intenso trabajo de metaformosis de las comunidades locales. En regiones importantes de once departamentos de la Costa Atlántica aunque también en otras zonas del país, les habían modificado el horizonte de vida. La gente veía  y aceptaba casi como natural el nuevo dominio paramilitar sobre las comunidades locales y regionales montado sobre las armas y sobre alianzas entre la legalidad institucional y la ilegalidad de las armas. Fue en esta última etapa del paramilitarismo cuando con toda fuerza surgió el fenómeno de la parapolítica: a punta de dinero y  coerción transformaron “a todo el que estuviera destinado a formar parte  de la comunidad proyectada, en cómplice activo del crimen o en un cómplice encubridor”.

Fue en esta última etapa del proceso, como ya se dijo el 2001, cuando con todo vigor emergió el fenómeno de la parapolítica. Todo se dio cuando políticos del establecimiento institucional en procura de mantenerse, fortalecerse y reproducirse en la vida pública, le pidieron a las paramilitares que les facilitasen los apoyos electorales necesarios. Muy pronto los paramilitares fueron mucho más allá al convocarlos  a una reunión donde se comprometiesen a “refundar la nación”.

 Parecíamos estar en el siglo XIX cuando las siete Constituciones que tuvimos fueron un producto dialéctico de las guerras civiles. En este caso la idealizada institucionalidad de las fuerzas conservadoras se untó de nuevo con la pólvora de las armas. Como en el siglo XIX, como en 1950, como ahora en los inicios del siglo XXI. Como es de lógica esos políticos institucionales y sus bases electorales que entraron  o reentraron  a la política institucional por la puerta de la violencia paramilitar aceptaron y practicaron todas las formas de lucha.

Detengámonos ahora, aunque de modo breve porque al  respecto habría mucho que decir, en URIBE.

Con ahínco ofende la institucionalidad cuando cada ocho días impide gobernar a los gobiernos locales y regionales con sus Consejos Comunitarios. Que los hiciese para proyectar la nación pero no  para repartir un bazar cositero. El siempre sale bien fortalecido porque  encarga de cada asuntito a un funcionario del gobierno central. De manera que si éste no cumple o no puede cumplir, en el imaginario colectivo comunitario el que queda mal es el funcionario encargado pero jamás el presidente Uribe. Abierta y fuerte des-institucionalización hubo durante el proceso de reelección. Y la ha habido en la aplicación amañada de la legislación positiva a las condiciones del conflicto armado. Y no hablemos de la  pérdida de institucionalidad presente en los empeños por subordinar el conjunto de la sociedad a las exigencias de su Estrategia de Seguridad democrática. Pero, pongamos otro ejemplo que ha acaecido a escala simbólica  frente al que casi nadie se escandaliza precisamente por tratarse de Uribe. Ocurre que la cultura social, es decir que las valoraciones sociales más elementales señalan que un Presidente debe utilizar un lenguaje explícito y claro, esto le encanta a la gente, pero siempre respetuoso de la ciudadanía. De todas maneras, dada su promesa inicial, presente y futura de que derrotará a los guerrilleros, esta es la motivación fuerte de las elevadas encuestas, la amplia base uribista no podía si no quedarse callada pero íntimamente perpleja cuando unas semanas atrás el Presidente Uribe, lleno de ira aparente o real, por televisión le dijo “marica”  a un subordinado. Le escuché decir a uno de esos uribistas del montón: “Si no fuese porque va a derrotar a las farc, públicamente protestaría por ese lenguaje que va en contra de la dignidad de un presidente”. Aquí no estamos  hablando de la reforma de la institucionalidad apelando a métodos institucionales. Por razones radicalmente distintas y mediante estrategias y objetivos disímiles, tanto la nueva izquierda (pdi) como la nueva derecha (Uribe) buscan reformas a la institucionalidad vigente. Sobre el PDI al respecto ya hablamos. Sobre Uribe digamos que no está de acuerdo con ciertos aspectos de la Cultura, las instituciones y las prácticas del Frente Nacional. Además se ha mostrado en descuerdo con ciertos componentes de la Constitución de 1991. Busca reformar esa institucionalidad fundando una nueva institucionalidad muy cercana a las lógicas del mercado, del eficientismo rentable y de los beneficios económicos de los empresarios.  A punta de los Consejos comunitarios y de las limosnas estatales  busca tapar y suavizar el más ortodoxo enfoque neoliberal, que pregona  al mercado como el ordenador central de la vida social.

Que sirva  esto de contexto para examinar el proyecto en armas de Uribe. Claro que es institucional y legítimo, pues defenderse es una obligación de  todo  Estado. Es por esto por lo que en este Ensayo más que en la Estrategia de Seguridad en sí misma, nos detendremos a examinar sus consecuencias, las consecuencias de un llamado al conjunto de  la sociedad a convertirse en actores directos e indirectos de la lucha armada contra las guerrillas en particular. También las consecuencias del más costoso y precariamente cultural llamado de Uribe a las sociedades civiles para que se casesen con la salida militarista del conflicto armado. No me referiré a las consecuencias militares, pues las fuentes al respecto están muy sesgadas. Sólo resaltamos que si ahora el 70% de los colombianos han atendido el llamado estatal a la guerra, ayer, hace apenas diez años, esos mismos colombianos habían atendido un llamado a la paz con diez millones de votos..

Lo escribí  hace ya casi una década[8]: El desenlace que en definitiva encuentre el conflicto armado tendrá incidencia directa y significativa en la forma fritura de Estado y de Sociedad. De prolongarse la actual situación en la que una negociación no tiene viabilidad y en la que nadie derrota a nadie, la modernización del país y su inserción segura en el mundo globalizado se verán congelados o, por lo menos, entorpecidos. A su turno, del desenlace guerrerista “no se derivaría otra alternativa que la de un Estado fuerte  cercano a la dictadura y al ejercicio de la violencia estatal.; por otra parte, el actor perdedor quedaría  física y políticamente ‘asesinado’ mientras que el resto de la sociedad se encontraría sin mayores márgenes ni para el pensamiento crítico ni para la acción autónoma. Pero, lo más grave, más de la mitad de los colombianos se moverían a partir de valoraciones sociales (cultura) que resignificarían el odio a la oposición, a los cuestionamientos y a la críticas. Es decir, culturalmente lisiados para diseñar el postconflicto en democracia y como democracia.

4. Algunas razones de la predisposición de los colombianos a atender los llamados a las armas

En Colombia quizá no habría habido una constante de violencias, sobre todo en ciertos ámbitos de la vida política como el de  las luchas por el control del Estado y   de la autoridad pública, si esos llamados a las armas no hubiesen encontrado apoyos sociales más o menos sólidos aunque casi siempre coyunturales por parte de las sociedades civiles.

Por muy moderna que se ostente una sociedad en otros ámbitos, un Estado que sea incapaz de garantizar la vida, la integridad física y la libertad personal de sus asociados; un Estado en torno al cual se sigan desarrollando feroces  luchas armadas después de dos siglos de fundado; y una sociedad portadora de unas valoraciones sociales (cultura) favorables al uso de las armas en la vida política, no puede ser si no un Estado, una sociedad y una cultura premodernas. Aquí habrá que escarbar mucho, en profundidad y con cuidado aunque sea a un elevado nivel de abstracción, pues será allí donde podremos ubicar unas primeras razones de la predisposición de la gente colombiana a atender los llamados de las armas y, por contagio cultural, hasta a matar al vecino aún por motivos simples de la vida cotidiana.

Pero, ¿Por qué Colombia no ha logrado salir, en ese  ámbito de la vida política, de la premodernización  para dar el paso a la modernidad? En otras naciones cercanas y hasta similares a la nuestra, las razones podrán ser otras, pero en nuestro caso las violencias asociadas al ejercicio y control del poder, la subcultura política de la violencia y la cultura  de la ilegalidad se encuentran entre las primeras.

¿Qué es lo ha pasado en esta sociedad para que muchas comunidades locales se hayan remodelado  a imagen y semejanza de las Farc y aparezcan reconstruidas como comunidades antiinstitucionales, ilegales y portadores de una cultura valorizadora del uso de las armas en la vida política?; para que los miembros de muchas comunidades proyectadas se hayan dejado convertir en cómplices  y encubridores del crimen; o para que un porcentaje mayoritario de colombianos se haya dejado seducir por la propuesta violenta militarista de Uribe Vélez?

Estaría tentado a levantar de nuevo  la categoría de Cultura de la violencia, que unas décadas atrás fue tan satanizada por sociólogos y antropólogos. Claro que no la aplicaría al conjunto de relaciones sociales en  las que se enhebra la sociedad colombiana, si no que restringiría su aplicación al ámbito de las relaciones sociales políticas en las que caben las luchas por acceder al control del Estado y a la vida pública, la cultura política,  el ejercicio de la autoridad, así como el precario y disminuido y siempre marginal soporte legal de la vida política.

Desde otra mirada introduciría, en primer lugar, el santanderismo de la ley, es decir,  de la ley que se cumple no porque sea un valor cultural si no por miedo a la sanción; de la ley que en las prácticas sociales es sustituida por la para- ley o  normatividad fáctica; de la ley que sólo funciona como herramienta de dominio ideológico. También habría que plantear el problema ético. Ocurre que la Iglesia católica, o sea la organización hegemónica en la dirección espiritual de los colombianos, es más lo que ha contribuido a la formación y consolidación de prácticas religiosas pietistas, ritualistas, sanatorias e imagológicas que a la formación de serios criterios éticos. Ha sido así como los colombianos, en relación de las violencias, han desplegado casi siempre posturas más instrumentales que morales.

Atisbos Analíticos No 85, Cali, enero 2008, Humberto Vélez Ramírez, Universidad del Valle, Programa de Estudios políticos, IEP, Director de ECOPAIS, Fundación Estado*Comunidad*País*, “Un nuevo Estado para un nuevo País”.



[1] Barman, Zigmunt, Identidad, Editorial Lozada, Buenos Aires, 2005, pgs.123-124

[2] Otero Moreno, Alfonso, La Modernidad que nos tocó, en, Obervatorio de la U, del Rosario, osdelgad@urosario.edu.co

[3] Medófilo, Medina, “Las Continuidades de la Guerra, las Intermitencias de la Paz”, 4 de noviembre del 2007, inédito.

[4] González Casanova, Pablo, “El Estado en América Latina”, Universidad de las Naciones Unidas, 1990, p.17

[5] Vélez R, Humberto, “La Izquierda desarmada, ¿Fenómeno nuevo, inédito y trascendente en el Régimen político colombiano?, en, Atisbos Analíticos, No 39, Cali, enero 2004.

[6] Otero Moreno, Alfonso, op.cit.

[7] Idem

[8] Vélez R, Humberto, “El Conflicto armado en Colombia Negociación o Guerra”, Editorial de la Universidad del Valle, Cali, 1998.

https://www.alainet.org/de/node/125271
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