El precio del cambio climático
03/12/2007
- Opinión
Al parecer, es posible concebir toda clase de catástrofes climáticas, pero no lo es pensar fuera de las casillas mentales que nos imponen los sistemas económicos que han contribuido a ellas.
En el futuro, cuando los historiadores políticos analicen 2007, es muy probable que lo vean como el año en que, por fin, se comenzó a tomar en serio la amenaza del cambio climático. Y es que las pruebas de que el clima está cambiando son ‘inequívocas’, según el reciente Cuarto Informe de Evaluación del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), documento que resume investigaciones realizadas por 2.500 científicos.
Las pruebas presentadas por el IPCC son abrumadoras. Once de los últimos doce años se encuentran entre los doce más cálidos de los que se tiene constancia desde que se empezaron a registrar las temperaturas en 1850, mientras que el aumento medio del nivel del mar se acelera año tras año. El informe advierte de que si no se producen cambios en las tendencias actuales, de ahora a 2100 las temperaturas podrían aumentar hasta 4ºC y el nivel del mar hasta 60 centímetros. Las posibles consecuencias variarían según la región, pero sin duda implicarían sequías generalizadas, desertificación, inundaciones y el deshielo de los casquetes polares.
¿Qué medidas se deben tomar ante esta crisis sin precedentes? Las respuestas en este sentido son mucho más ambiguas. Aunque en la conferencia sobre el clima que organizará la ONU este próximo diciembre en Bali se empezarán negociaciones para establecer un nuevo tratado internacional que suceda al Protocolo de Kyoto, se prevé que éstas se prolonguen hasta 2009. Y aunque son muchos los países que apoyan la adopción de objetivos vinculantes para reducir las emisiones, es imposible que se alcance un acuerdo con el que se consiga el 80 o 90 por ciento de reducción de emisiones que, según los científicos, se debería alcanzar antes de 2030. Además, los mecanismos de mercado de derechos de emisión que se están promoviendo como principal herramienta para lograr estos objetivos se han revelado, hasta el momento, como un completo fracaso.
Podemos tomar como ejemplo el Régimen Comunitario de Comercio de Derechos de Emisión de gases de efecto invernadero (ETS en inglés) de la UE. Su sistema de ‘límites y comercio’ (cap and trade) ofrece a las empresas créditos en derechos de emisión como incentivo para limitar sus emisiones, pero debido al intenso cabildeo de las grandes compañías, durante la primera fase del ETS se originó una importante ‘sobreasignación’. En consecuencia, algunas de las industrias más contaminantes de Europa obtuvieron unos jugosos beneficios sin reducir sus emisiones.
Merece la pena entender de dónde proceden las fuerzas que abogan por este enfoque basado en un mercado internacional. A pesar de su negativa a ratificar el Protocolo de Kyoto, los Estados Unidos (respaldados por un gran número de grupos de presión y ONG) fueron los primeros en presionar para que el sistema de comercio de emisiones se convirtiera en la pieza clave de un acuerdo internacional. Desde entonces, el Gobierno británico ha desempeñado un importante papel a la hora de afianzar este enfoque en la agenda global para un nuevo tratado ‘post-Kyoto’.
En 2005, el G8+5 fue inaugurado por Tony Blair en la cumbre de Gleneagles. Hasta el momento, su principal tarea ha consistido en defender el establecimiento de programas de comercio global y en intentar que el Banco Mundial desempeñe un papel protagonista en las políticas climáticas, a pesar de que el Banco ha aportado más de 25.000 millones de dólares estadounidenses en financiación para proyectos basados en combustibles fósiles desde la Cumbre de la Tierra de Rio, celebrada en 1992.
En 2006, el Informe Stern, encargado por el Ministerio de Hacienda entonces dirigido por Gordon Brown, llegaba a la conclusión de que el coste económico que supondría no tomar medidas ante el cambio climático superaba el coste que entrañaría no abordar el problema.
El IPCC ha adoptado una línea parecida, y ahora sugiere que ‘una señal eficaz del precio del carbono podría conllevar un potencial de mitigación significativo en todos los sectores’. El argumento se basa en la premisa de que si se encarecen las actividades que generan más emisiones, se estimulará a la industria y a los consumidores a modificar sus patrones de comportamiento.
Aunque puede que esto tenga algo de cierto, deberíamos ser cautelosos a la hora de jugárnoslo todo a una sola carta. En los años setenta, el importante aumento en los precios del petróleo tuvo poca repercusión en su consumo. Así pues, ¿cómo dar por supuesto que esta vez las cosas serán distintas?
Hay también otro importante problema de fondo. Y es que si los alicientes para actuar ante el cambio climático se centran fundamentalmente en el precio, los actores más ricos del mercado siempre tendrán la posibilidad de comprar su parte de responsabilidad en el problema. Estos modelos, por tanto, ignoran la necesidad de fomentar cambios sociales más profundos o, como señala una nota a pie de página del informe del IPCC, no tienen en cuenta los ‘problemas de equidad’.
De hecho, el supuesto planteado por el IPCC de que un mercado internacional de emisiones podría ‘proporcionar la base para futuras iniciativas de mitigación’ podría en realidad socavar toda iniciativa para regular las emisiones. Se trata de una conclusión notablemente miope para una organización cuya labor reconoce la necesidad de emprender acciones urgentes para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero y que analiza escenarios que replantearían todas las prácticas en materia de procesos industriales, transporte, agricultura y construcción.
Al parecer, es posible concebir toda clase de catástrofes climáticas, pero no lo es pensar fuera de las casillas mentales que nos imponen los sistemas económicos que han contribuido a ellas.
Todos aquellos que hacemos campaña para luchar contra el cambio climático podemos extraer una conclusión importante de todo esto: no basta con armarse con los argumentos científicos más sólidos. Ni tampoco basta con limitarse a exigir a los gobiernos que se apresuren a formular un acuerdo internacional. Debemos analizar, más bien, las políticas que se esconden tras las soluciones mercantiles que se están poniendo sobre la mesa actualmente para abordar las emisiones globales de gases de efecto invernadero, comprender por qué estos mecanismos están fallando, y fomentar otras medidas que posibiliten una transición justa que disminuya nuestra dependencia de los combustibles fósiles a través de la inversión y reglamentación públicas, y la modificación del régimen de subvenciones e impuestos.
- Oscar Reyes es editor de Red Pepper (www.redpepper.org.uk ) y responsable de comunicaciones del Transnational Institute (www.tni.org ).
Traducción de Beatriz Martínez Ruiz
En el futuro, cuando los historiadores políticos analicen 2007, es muy probable que lo vean como el año en que, por fin, se comenzó a tomar en serio la amenaza del cambio climático. Y es que las pruebas de que el clima está cambiando son ‘inequívocas’, según el reciente Cuarto Informe de Evaluación del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), documento que resume investigaciones realizadas por 2.500 científicos.
Las pruebas presentadas por el IPCC son abrumadoras. Once de los últimos doce años se encuentran entre los doce más cálidos de los que se tiene constancia desde que se empezaron a registrar las temperaturas en 1850, mientras que el aumento medio del nivel del mar se acelera año tras año. El informe advierte de que si no se producen cambios en las tendencias actuales, de ahora a 2100 las temperaturas podrían aumentar hasta 4ºC y el nivel del mar hasta 60 centímetros. Las posibles consecuencias variarían según la región, pero sin duda implicarían sequías generalizadas, desertificación, inundaciones y el deshielo de los casquetes polares.
¿Qué medidas se deben tomar ante esta crisis sin precedentes? Las respuestas en este sentido son mucho más ambiguas. Aunque en la conferencia sobre el clima que organizará la ONU este próximo diciembre en Bali se empezarán negociaciones para establecer un nuevo tratado internacional que suceda al Protocolo de Kyoto, se prevé que éstas se prolonguen hasta 2009. Y aunque son muchos los países que apoyan la adopción de objetivos vinculantes para reducir las emisiones, es imposible que se alcance un acuerdo con el que se consiga el 80 o 90 por ciento de reducción de emisiones que, según los científicos, se debería alcanzar antes de 2030. Además, los mecanismos de mercado de derechos de emisión que se están promoviendo como principal herramienta para lograr estos objetivos se han revelado, hasta el momento, como un completo fracaso.
Podemos tomar como ejemplo el Régimen Comunitario de Comercio de Derechos de Emisión de gases de efecto invernadero (ETS en inglés) de la UE. Su sistema de ‘límites y comercio’ (cap and trade) ofrece a las empresas créditos en derechos de emisión como incentivo para limitar sus emisiones, pero debido al intenso cabildeo de las grandes compañías, durante la primera fase del ETS se originó una importante ‘sobreasignación’. En consecuencia, algunas de las industrias más contaminantes de Europa obtuvieron unos jugosos beneficios sin reducir sus emisiones.
Merece la pena entender de dónde proceden las fuerzas que abogan por este enfoque basado en un mercado internacional. A pesar de su negativa a ratificar el Protocolo de Kyoto, los Estados Unidos (respaldados por un gran número de grupos de presión y ONG) fueron los primeros en presionar para que el sistema de comercio de emisiones se convirtiera en la pieza clave de un acuerdo internacional. Desde entonces, el Gobierno británico ha desempeñado un importante papel a la hora de afianzar este enfoque en la agenda global para un nuevo tratado ‘post-Kyoto’.
En 2005, el G8+5 fue inaugurado por Tony Blair en la cumbre de Gleneagles. Hasta el momento, su principal tarea ha consistido en defender el establecimiento de programas de comercio global y en intentar que el Banco Mundial desempeñe un papel protagonista en las políticas climáticas, a pesar de que el Banco ha aportado más de 25.000 millones de dólares estadounidenses en financiación para proyectos basados en combustibles fósiles desde la Cumbre de la Tierra de Rio, celebrada en 1992.
En 2006, el Informe Stern, encargado por el Ministerio de Hacienda entonces dirigido por Gordon Brown, llegaba a la conclusión de que el coste económico que supondría no tomar medidas ante el cambio climático superaba el coste que entrañaría no abordar el problema.
El IPCC ha adoptado una línea parecida, y ahora sugiere que ‘una señal eficaz del precio del carbono podría conllevar un potencial de mitigación significativo en todos los sectores’. El argumento se basa en la premisa de que si se encarecen las actividades que generan más emisiones, se estimulará a la industria y a los consumidores a modificar sus patrones de comportamiento.
Aunque puede que esto tenga algo de cierto, deberíamos ser cautelosos a la hora de jugárnoslo todo a una sola carta. En los años setenta, el importante aumento en los precios del petróleo tuvo poca repercusión en su consumo. Así pues, ¿cómo dar por supuesto que esta vez las cosas serán distintas?
Hay también otro importante problema de fondo. Y es que si los alicientes para actuar ante el cambio climático se centran fundamentalmente en el precio, los actores más ricos del mercado siempre tendrán la posibilidad de comprar su parte de responsabilidad en el problema. Estos modelos, por tanto, ignoran la necesidad de fomentar cambios sociales más profundos o, como señala una nota a pie de página del informe del IPCC, no tienen en cuenta los ‘problemas de equidad’.
De hecho, el supuesto planteado por el IPCC de que un mercado internacional de emisiones podría ‘proporcionar la base para futuras iniciativas de mitigación’ podría en realidad socavar toda iniciativa para regular las emisiones. Se trata de una conclusión notablemente miope para una organización cuya labor reconoce la necesidad de emprender acciones urgentes para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero y que analiza escenarios que replantearían todas las prácticas en materia de procesos industriales, transporte, agricultura y construcción.
Al parecer, es posible concebir toda clase de catástrofes climáticas, pero no lo es pensar fuera de las casillas mentales que nos imponen los sistemas económicos que han contribuido a ellas.
Todos aquellos que hacemos campaña para luchar contra el cambio climático podemos extraer una conclusión importante de todo esto: no basta con armarse con los argumentos científicos más sólidos. Ni tampoco basta con limitarse a exigir a los gobiernos que se apresuren a formular un acuerdo internacional. Debemos analizar, más bien, las políticas que se esconden tras las soluciones mercantiles que se están poniendo sobre la mesa actualmente para abordar las emisiones globales de gases de efecto invernadero, comprender por qué estos mecanismos están fallando, y fomentar otras medidas que posibiliten una transición justa que disminuya nuestra dependencia de los combustibles fósiles a través de la inversión y reglamentación públicas, y la modificación del régimen de subvenciones e impuestos.
- Oscar Reyes es editor de Red Pepper (www.redpepper.org.uk ) y responsable de comunicaciones del Transnational Institute (www.tni.org ).
Traducción de Beatriz Martínez Ruiz
https://www.alainet.org/de/node/124536
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