Masacre de Once: ¿hasta cuándo?
07/01/2005
- Opinión
Para Julián, para Silvia y para todos nuestros chicos y chicas
Masacrados
Silvia está partida al medio. No lo puede creer. Toda chiquitita y
consumida por esa tristeza que invade y no respeta nada, se pregunta una y
otra vez porqué, porqué. Y se responde ella misma: "Siempre nos matan a
los pibes. Esta vez le tocó al mío. Siempre los matan". Rodeada por sus
padres y por sus compañeros nos cuenta. Julián era un muchacho muy
alegre
y muy inquieto. Se detiene un segundo, con la mirada perdida, y sigue.
"Tendría que ir a casa a buscar su camiseta y su imagen del Che. Julián
tenía una estrella roja tatuada". Se detiene otra vez, baja la cabeza,
hace silencio. Un silencio terrible que se mete hasta en los huesos. Todos
acompañamos ese silencio. Levanta la cabeza con una sonrisa tristísima y
vuelve: "Estaba leyendo a Gramsci. Juli leía mucho". El abuelo, militante
como Silvia de toda la vida, agrega: "Sí, me preguntaba: «decime: ¿qué
puedo leer de Lenin?»". El abuelo y la mamá se quedan en silencio. Uno al
lado del otro. Ensimismados. Orgullosos. Vuelve Silvia. Retoma el hilo.
Nos cuenta. Parece que Julián se quedó adentro del boliche buscando a su
novia. No se podía ir sin ella. Por eso se demoró tanto y no pudo superar
el envenenamiento, falleciendo en el hospital. Cuando pudo salir lo
primero que hizo fue preguntar por ella. Silvia de nuevo hace silencio con
la mirada perdida, pero en seguida retoma, moviendo la cabeza: "Y está
bien eso que hizo, está bien, está bien, está bien...". Es lo que Silvia
le enseñó. Sí, está bien.
Con ese gesto, Julián Rozengardt, de tan sólo 18 años, hijo de Silvia,
marca toda una actitud ante la vida. Una concepción del mundo resumida y
apretada en un pequeño gesto. Nada fuera de lo que debería ser común, de
lo que debería ser algo normal, pero que lamentablemente no lo es. Sólo lo
aceptamos como algo heroico cuando debería ser habitual. Poner en riesgo
la propia vida para salvar a otro. Nunca salvarse solo. Salvarse, sí,
porque la vida vale la pena ser vivida, pero con los demás. Juntos, nunca
solos.
Esa actitud de Julián, síntesis inmediata, práctica, inequívoca, de una
manera de situarse ante el mundo y ante la vida, es exactamente el mismo
gesto de Darío Santillán, quien en la masacre del Puente Pueyrredón
-cuando el gobierno peronista de Duhalde reprimió salvajemente al
movimiento piquetero- se quedó junto a su compañero herido cuidándolo
para
no abandonarlo. Un gesto que para la policía argentina fue algo tan
peligroso e imperdonable que le cobró la vida.
Julián y Darío, dos jóvenes argentinos. La solidaridad hecha carne y uña,
el amor, el compañerismo, la ausencia de cálculo mezquino, la falta de
medición. Primero, antes que nada, la vida y la solidaridad, el salvarse
juntos, el vivir y hasta morir por los demás. Estos muchachos sí que
entendieron lo más profundo y esencial del pensamiento del Che Guevara. Lo
llevaron a la práctica.
Frente a ellos, un sistema inmundo. Perverso, siniestro, infernal. Y un
gobierno con nombres y apellidos bien concretos que defiende ese sistema
de muerte, de vidas puestas a plazo fijo y sometidas al lucro y a la
acumulación, de solidaridades rematadas en la bolsa de valores, de una
juventud que sigue siendo ante los ojos del poder peligrosa y
sospechosa.
Nombres y apellidos bien concretos. Aníbal Ibarra, Néstor Kichner.
Protectores de los empresarios. ¡No sólo protectores! Constructores de
fantasías, ensoñaciones y relatos apologéticos del "empresariado
nacional". Glorioso y abnegado "empresariado nacional" -siempre
incomprendido por la izquierda, nos diría Kirchner- del cual el
propietario del boliche Cromañón constituye un excelente representante.
Uno más de tantos. ¿Por qué convertirlo en exclusivo chivo expiatorio si
todos los empresarios son tan criminales como él? (¿Macri es muy
distinto?).
Nombres y apellidos bien concretos. Ibarra, Kirchner. La palabra medida,
previamente calculada; el gesto ensayado; la aparición con traje o camisa
de mangas arremangadas, según convenga; el discurso encendido o
eficientista, según el público; la mueca llorona o enojada, según marquen
las encuestas de imagen o la proximidad de las elecciones.
Ibarra, Kirchner. Todo bajo control. Todo calculado. Todo cuantificado.
Todo medido. Primero salvarse ellos. Primero su propio interés. Primero
sus puestos y sus campañas. Primero su imagen. Una concepción del mundo
y
de la vida exactamente opuesta -no sólo distinta, sino opuesta y
contradictoria- a la de Julián, a la de Darío.
Y vienen las marchas, las movilizaciones. La bronca, el enojo hasta
quedarse afónicos. Chicos y chicas rockeras, sobrevivientes de la masacre,
que descubren de golpe que sus amigos muertos que ahora lloran no son los
primeros muertos de la Argentina. Y así, cruelmente, sin anestesia, sin un
rodeo, sin mayores trámites, se chocan con los muertos del Puente
Pueyrredón, de la AMIA, de LAPA, del gatillo fácil en los barrios
periféricos, de los 30.000 desaparecidos, de las masacres de toda nuestra
historia. Así, de golpe. Cruelmente. Porque nuestro país es cruel, muy
cruel, demasiado cruel. A veces no se soporta tanta crueldad. No alcanzan
los textos marxistas para explicarse racionalmente tanta previsible
crueldad. No alcanzan. Nuestra sociedad no le tiene lástima ni de los más
chicos. Demasiada crueldad para este pueblo.
Y con las marchas, con el abrazarse colectivamente, con el llorar
junto con otros y otras, viene, una vez más, como no podía ser de otro
modo, la represión. Otra vez la policía reprime. Y reprime con todo.
Demasiada crueldad. Demasiada.
Nombres concretos. Ibarra, Kirchner. Y aparecen reformas mediáticas, para
calmar los ánimos. Y entonces, después de andar bailando como equilibrista
que sólo tiene en mente su imagen y su puesto político, después de andar
repartiendo responsabilidades hasta al cafetero que pasaba por la esquina
de la Legislatura, a Ibarra no se le ocurre mejor idea que cambiar al
secretario de seguridad. El flamante nuevo secretario de seguridad, Juan
José Álvarez, es nada menos que uno de los principales responsable de la
masacre piquetera del Puente Pueyrredón. Y como no podía ser de otro
modo,
Álvarez debutó como mejor sabe y conoce, con la represión.
Otra vez la infantería repartiendo a troche y moche aquel viejo "palito de
abollar ideologías" del que hablaba Mafalda hace casi cuarenta años. Otra
vez los camiones hidrantes (escupiendo líquido azul para "marcar" jóvenes
rebeldes y así poder detenerlos más rápido). Otra vez ese despiadado,
cruel y corrupto ejército de uniforme azul que como hordas invasoras se
apoderan de la ciudad, de sus calles, sus pizzerías, sus cafés y sus
plazas. Otra vez muchachos jóvenes, chicas, pibes y pibas, llevados
arrastrados de los pelos y encerrados en patrulleros, en camiones, en lo
que tengan a mano. Otra vez.
Por la celeridad de la represión, las detenciones, el amplio despliegue
"disuasivo" de los carros de asalto y toda la parafernalia represiva,
queda claro que el Estado argentino no es neutral ni "nos defiende a todos
por igual", según reza la histórica ficción del liberalismo vernáculo,
repetida hasta el cansancio en escuelas y textos pedagógicos.
La burocracia del Estado argentino no es neutral. Tiene claramente una
funcionalidad. Se sabe. Durante el incendio del boliche, las ambulancias
no alcanzaban, muchos tubos de oxígeno no tenían instrumental adecuado
para suministrárselo a las víctimas, los equipos forenses eran
insuficientes para atender a tantos cuerpos que debían esperar la autopsia
sin heladera, la información sobre los internados y los cadáveres no
circulaba y las familias debían deambular como espectros desesperados -sin
agua, sin comida, sin dinero- entre los hospitales y la morgue durante
días. Se sabe. Se sabe. Pura burocracia. Pura ineficiencia. El Estado, a
la hora de cuidar a los "ciudadanos", no sirve, es totalmente inoperante.
Sin embargo, a la hora de desplegar infantería para la defensa de la
Legislatura, para proteger a los políticos repudiados por el pueblo o para
cuidar a los empresarios que ganan dinero con las vidas ajenas, ahí no hay
ineficacia alguna. Las operaciones de represión se llevan a cabo con suma
celeridad. Se sabe. Se sabe. La burocracia estatal se inclina para un
lado. No es "equitativa". Con el neoliberalismo el Estado no desapareció.
Se transformó. Se fortalecieron y aceitaron los mecanismos represivos,
mientras los hospitales y escuelas públicas se deterioraron cada vez más.
La masacre de Once y las represiones estatales que acompañaron las
protestas de familiares y víctimas sobrevivientes lo demuestran blanco
sobre negro.
Nombres concretos. Ibarra, Kirchner. Doble discurso. Una constante
de este gobierno. Por la mañana: paz, amor, unidad nacional, mesas de
diálogo y comprensión. Por la noche: palos, infantería, camiones hidrantes
y policía de civil "marcando" jóvenes rebeldes. Este doble discurso,
aparentemente esquizofrénico, constituye la verdad última de una forma de
mantener la gobernabilidad y la dominación del capitalismo latinoamericano
en tiempos de rebeldías generalizadas.
Pero el doble discurso no alcanza. Debe ser acompañado por la sistemática
división del campo popular. No hay que ser adivino para vaticinar la
operación que se viene. La división que el gobierno de Kirchner e Ibarra
intentarán inocular entre las víctimas de la masacre de Once, entre los
familiares, los sobrevivientes y todos los que esgrimen el reclamo
irrenunciable de justicia. Como antes hicieron con el movimiento
piquetero, con las fábricas recuperadas, con las asambleas barriales, con
los organismos de derechos humanos, ahora comenzará la operación de
dividir para reinar. Los "buenos" y los "malos", los "duros" y los
"dialoguistas". Dividir. Dividir. Dividir. Una vieja estrategia de la
política de los poderosos de la que Kirchner, es justo reconocerlo,
constituye un verdadero maestro.
Después de la masacre, después de enterrar a los hijos de nuestros
amigos y compañeros, después de toda la bronca contenida en el pecho,
después de las asambleas de jóvenes y las movilizaciones masivas,
después
de las represiones y los numerosos detenidos, después de las operaciones
mediáticas para demonizar la rebeldía y desinflar la protesta, nos queda
atragantada una sensación amarga y un interrogante que nos aprieta el
estómago.
Una y otra vez, como en los viejos cines barriales de funciones
continuadas, estamos asistiendo a la misma película. Una y otra vez, una y
otra vez. Nuevamente más de lo mismo. Por eso nos preguntamos: ¿siempre
los muertos los vamos a poner nosotros? ¿Hasta cuándo?
https://www.alainet.org/de/node/111115?language=en
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