Beatificaciones de Tarragona
Héroes y mártires dentro del estallido de una locura incontrolada
27/10/2013
- Opinión
Es imposible entender correctamente el hecho de las Beatificaciones últimas de los “mártires” en Tarragona -y el de otras anteriores- sin acertar a describir el momento histórico y sociopolítico en que vive por entonces el fenómeno de la religión católica.
Nos hallamos en el proceso de una España republicana, una España donde desde siempre han crecido las creencias de la religión cristiana y donde va penetrando la necesidad de una revolución social que se estaba fraguando como contraria a la religión y a la Iglesia, considerada ésta como el más fuerte obstáculo.
No es para analizar ahora el papel que en todo ese proceso mantuvieron entre sí los movimientos anarquistas, comunistas, socialistas y otros de tipo obrero y sindical. Unos eran más radicales que otros, unos querían ganar el poder y luego hacer la revolución, otros eran sólo escépticos y otros declaradamente ateos, opuestos a toda clase de religión (anarquistas sobre todo en Cataluña, Aragón y Valencia) y, en consecuencia, dispuestos a eliminar toda presencia de la Religión y de la Iglesia. Como tampoco es para analizar ahora los diferentes enfoques y opciones que animaban al catolicismo español, oficialmente más bien conservador, pero socialmente (en personas y sectores concretos) crítico, defensor de las transformaciones sociales y aliado en cierto grado con los intereses de los más pobres.
Nunca en nuestra historia se dio la situación total de unos seguidores puros del Evangelio, donde la primacía la tenían los pobres y la malaventuranza los ricos. Hubo siempre seguidores fieles, auténticos; pero también seguidores negociantes, hipócritas y traidores que desdeñaron el Evangelio y que por su causa fue blasfemado.
¿Había un posible punto de acuerdo para que la revolución se produjera con unos y con otros, con los seguidores auténticos del Nazareno y con los buscadores de una auténtica revolución en igualdad y justicia como hermanos?
Lo cierto es que las circunstancias históricas nos envuelven, condicionan y pueden alucinarnos hasta hacernos profesar nuestras convicciones como única verdad y excluir a otros por manifestarse en contra. Tensión e intransigencia que podrían disiparse desde el presupuesto de que la verdad está repartida y es posible encontrarla en el otro mediante el respeto, la escucha y el diálogo humilde y sincero.
Pero, en el período que describimos de nuestra guerra civil, las cosas no estaban para escuchar y ver la razón del otro, ni para buscar acuerdos y compromisos desde el empeño por una mayor justicia y solidaridad.
Y había ciertamente interlocutores por ambos bandos que hubieran podido propiciar estos acuerdos. Pero, el prejuicio, los intereses, el odio y las posiciones absolutistas generaron una espiral de incomprensión y rechazo que nos envolvería a todos y nos clasificaría insensatamente como partidarios o contrarios.
Desde esta perspectiva ofrezco unas reflexiones que puedan ayudarnos a recapacitar y construir un mejor futuro.
Se trata, como digo, de la Guerra Civil del 36, en la que todos los españoles nos vimos implicados. Nadie podía quedar al margen de una España partida en dos. Miramos a un pasado que nos pertenece. Lo importante es descubrir las causas que nos llevaron a la extraña locura de matarnos los unos a los otros.
Hablo de causas porque ni lo que entonces ocurrió, ni lo que ahora está ocurriendo, se explica sin ellas. Fue así, pero hoy ya no debiera serlo. En el fondo, el drama era antiguo y volvía a repetirse: la exclusión de unos por otros, dando a unos como buenos y a otros como malos.
Nunca una convivencia plural y libre, convencidamente respetuosa y pacífica, explota en aniquilación del contrario. El veneno que mata es la intransigencia. Si se llega a afirmar que sólo mi verdad tiene derecho a existir, entonces el otro, con su verdad negada, está condenado a morir.
Así ayer. ¿Así también hoy?
Me temo que seguimos en la pelea de que España sólo hay una, de que los españoles auténticos son católicos, neoliberales y de derechas; no republicanos, ateos, agnósticos o de otras religiones, ni socialistas ni de izquierdas. Esa es la doble España, la España que sustenta la exclusión y la imposibilidad de una convivencia plural ideológica, religiosa y política.
La España en dos sigue, porque no hemos llegado a hacer nuestros los derechos de la persona: derecho sagrado y primero a vivir, a vivir en democracia, con pluralismo, con igualdad y libertad, con fe o ateísmo, con libertad de culto y de conciencia,
El hombre es libre para pensar, para pensar disintiendo, y las ideas jamás se imponen. Un pueblo sojuzgado, uniformado, sin derecho a pensar y disentir, no es adulto, no es libre, no es democrático ni moderno.
Entiendo así que muchos de los planteamientos con ocasión de la Ley de la Memoria Histórica hayan podido resultar irritantes y estériles, por más que se diga que no se trata de señalar culpables o inculpables, vencedores o vencidos.
Desdeñando entrar en lo de culpables o inculpables, se trata de otra cosa, de un cambio llevado a la raíz: de pedir perdón por haber sido excluyentes, por habernos considerado poseedores únicos de la nacionalidad, de la verdad, de la religión, de la salvación. Llevar en la frente la marca de antinacionalista, de heterodoxo, de hereje, de disidente era estar sentenciado a muerte. Este “tipo malo” predeterminado no tenía cabida en la sociedad. Y la sentencia la daba siempre una parte, lo que equivalía a que la otra se retractara o fuera aniquilada.
El examen es aquí fundamentalmente colectivo. Nos faltaba la premisa de reconocer al otro el derecho a vivir y a expresar libremente su verdad.
Faltaban las premisas y eran previsibles los efectos: ¡Con nosotros o con ellos! Y si con nosotros, contra ellos. Y si con ellos, contra nosotros. O nacional-católico o al infierno. O revolucionario y ateo, o al paredón. La responsabilidad individual quedaba deglutida por la omnipotencia de la ideología sacralizada.
Es indudable que hubo un condicionamiento colectivo que nos predispuso y enajenó hasta llegar a donde llegamos. Luego, unos perdieron, otros ganaron; unos pudieron reafirmar sus ideas y dominar la escena pública y otros soportar humillados la clandestinidad: triunfantes y prohibidos. Y, así, todos víctimas de la loca y excluyente espiral de la violencia.
Hay que pedir perdón por la brutal persecución que ejercimos unos y otros sobre la otra parte: odiamos y nos odiaron; despreciamos y nos despreciaron; excluimos y nos excluyeron; matamos y nos mataron.
Hay que pedir perdón, confesar haber estado equivocados y arrepentirse por el absolutismo de ambas partes. Perdonar y que nos perdonen.
La educación y fe recibidas estaban mal enfocadas, asentadas en presupuestos de dogmática exclusión. Y la adhesión propugnada a la revolución suponía la negación de Dios y de cuanto le representaba.
El presente y el futuro nos exigen un cambio radical de presupuestos: somos hermanos, no lobos; amigos, no enemigos; buscadores, no poseedores de la verdad; racionales, no pistoleros de la verdad; iguales, no inferiores; buenos españoles, aún sin ser católicos; buenos católicos aun sin ser violentamente revolucionarios.
Lo pasado se puede remediar eliminando hoy lo que fue causa de tanto desvarío y ruina. Cambiar las causas, es preparar un nuevo clima y escenario para una convivencia justa, libre y pacífica.
La guerra muere matando las causas que la provocaron
Los “rojos” mataron a muchos creyendo que tenían razones para hacerlo, y se equivocaron. Los “nacionales” mataron a muchos creyendo que tenían razón para hacerlo, y se equivocaron. La jerarquía eclesiástica apoyó el golpe militar, dándole un carácter de cruzada, y se equivocó. Los vencedores ejercieron una depuración masiva y cruel, y se equivocaron. Nos equivocamos restaurando el mérito y honor de los caídos en un bando y olvidando y denigrando el mérito y honor de los caídos en el otro.
La ceguera colectiva nos hizo ignorar la autonomía y valía de no pocos caídos: hubo héroes de una parte y mártires de la otra. Y hubo alucinados de una parte que mataron cruel y estúpidamente e iluminados de la otra que amparaban religiosamente la licitud de la muerte, por si a última hora se arrepentía y podía todavía salvar su alma.
Muchos de los que luchaban por una sociedad nueva mataron hasta dónde les fue inevitable, abrigaban la convicción de defender una causa justa, pero otros lo hicieron indiscriminadamente, y luego fueron también absurdamente asesinados.
A muchos de los que luchaban por presevar su fe y defender los valores del Evangelio, se los encuadró como enemigos políticos sin serlo, y fueron asesinados no por su actividad política sino religiosa, se les pidió en ocasiones que renegaran de su fe y podían haberse salvado. Pero no lo hicieron y perdieron su vida antes que perder la fe y los valores que eran razón y fundamento de su vivir. Fueron, con toda propiedad, mártires.
¿Beatificación de los mártires de la cruzada? ¿Reivindicación y homenajea a los que, héroes, fueron deliberadamente asesinados, olvidados y menospreciados en la posguerra?
Reconocimiento, sí, ahora ya, de todas las víctimas, en altares sagrados o profanos, con elevación a la gloria de Bernini o a otra gloria civil cualquiera, pero sin ninguna manipulación de las víctimas, desterrado para siempre el veneno mortal que nos lanzó los unos contra los otros.
Benjamín Forcano es sacerdote y teólogo claretiano.
https://www.alainet.org/pt/node/80430?language=en
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